Sitges 2015 (3): «La bruja» (Eggers), «Some Kind of Hate» (Mortimer) e «Inner Demon» (Dabrowsky)

Soy bruja… porque el mundo me ha hecho así

 

Una familia puritana vive su personal caza de brujas, su adelantado juicio de Salem, cuando en la comunidad protestante en la que viven, sus prácticas religiosas son consideradas excesivamente radicales. Apenas dilucidamos sus siluetas entre el conjunto gris, con una luz nebulosa que los convierte a todos en fantasmas o espíritus, les ha llegado el Día del Juicio Final. Son expulsados de la comunidad y deben abandonar su pueblo de Nueva Inglaterra en busca de otra tierra que será su tierra.

Con las maletas cargadas de supersticiones y folklore (de religión, vaya), forman su propia comunidad; un matrimonio con sus cinco hijos: una chica adolescente, un niño prepúber, una pareja de mellizos y un bebé que por recién nacido no se libra de vivir en pecado. Los mantras, la culpa y sobre todo la búsqueda del perdón de Dios protagonizan la rutina emocional de esta familia; una dura realidad que no se ve paliada por la dureza del trabajo en el campo y por la falta de un entorno social que les arrope.

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La bruja, de Robert Eggers

Robert Eggers logra asediar a sus personajes desde la amplitud del espacio natural en el que habitan. La claustrofobia no es física, sino puramente emocional, intangible, de ahí que en sus primeros minutos La bruja recuerde a El bosque (2004) de Shyamalan, en la que una pequeña comunidad vivía franqueada por árboles, ajena al resto del mundo, y también amenazada por un mal que llegaba de resultas de salir del pueblo. Como en aquella, La bruja se mueve en el terror psicológico, si bien en esta todo queda agravado por las relaciones familiares que, poco a poco, se van contaminando de la autarquía en la que viven todos sus miembros. En La bruja hay insinuaciones de incesto (imposible no recordar Flores en el ático —Jeffrey Bloom, 1987— con tal plantel de hermanos viviendo encerrados), hay desconfianza y, sobre todo, mucho miedo injertado a través de las creencias religiosas radicales y las supersticiones.

No importa tanto lo que ocurre en su historia como la forma en que Eggers logra contagiar al espectador de la inseguridad y la atmósfera malsana en la que viven sus personajes. La ambientación, el ritmo pausado de la edición y, sobre todo, la fotografía hacen posibles el milagro de la empatía, algo que se extiende hasta el final. En él, la gran pregunta macguffin del filme: ¿quién de ellos está poseído y juega en favor del mal y en contra de su propia carne? Ese interrogante desencadena algunas de las escenas más perversas de la película, en las que imaginación, sueños, espejismos y juegos de niños se entremezclan en un cóctel explosivo. Eggers aprovecha la circunstancia para ofrecer un éxtasis de secuencias finales que, desafortunadamente, no alcanza el cénit en su propuesta de clausura. Ahí, sin embargo, nos regala una conclusión que comparte con otras películas de este Sitges: a veces nos convertimos en aquello que nuestro exterior nos señala.

En Some kind of hate (Adam Egypt Mortimer) nos encontramos con un slasher en clave bully, una película de bajo presupuesto y escasa pericia que en su propuesta narrativa recuerda a Déjame entrar (2008), de Tomas Alfredson. Como le sucedía a Oskar, el protagonista de la película sueca, una criatura no humana ejerce la venganza sobre los bullies de un chaval al que han enviado a un reformatorio por haberse vuelto, por primera vez, ante su verdugo. En Some kind of hate ese espíritu vengador viene a simbolizar la rabia y sus consecuencias avasalladoras. El filme no busca la redención de quienes sufren el abuso, sino que apuesta por el perdón o, siendo algo más suspicaces, por la resignación.

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Some kind of hate, de Adam Egypt Mortimer

Some kind of hate tiene como interés el constante cambio de perspectiva de la condición de los personajes, de víctimas a abusadores, y viceversa. Su protagonista, como ocurría en La bruja, es definido socialmente con una condición que, en realidad, es ajena a su naturaleza, hasta el punto de que toda su vida cambia alrededor de esa etiqueta recién colocada. De hecho, también el personaje maligno de la película fue una vez víctima, y alguno de los que se alzan como héroes fueron abusadores. La ausencia de la moral habitual en cuanto a estos roles y su significado ético haría de Some kind of hate una película interesante, de no ser por lo forzado de su guion. Lo contrario que le ocurre a Inner Demon, una de las propuestas de terror australiano que hemos podido ver en esta edición.

En ella, la cámara de Ursula Dabrowsky se adhiere a la piel de Sam, una muchacha que es raptada en su propia casa junto a su hermana pequeña, y que logra escapar y esconderse en una cabaña en el medio del bosque. La película se sostiene sobre las espaldas de la joven actriz debutante Sarah Jeavons, con la directora manteniendo el punto de vista en su protagonista, con prácticamente ningún diálogo y con una clara apuesta por el terror físico. Sin embargo, pasada la primera media hora, Dabrowsky abre las posibilidades y, además de contar con el punto de vista puntual de los raptores, empezaremos a percibir la película desde el ámbito espiritual. A partir de entonces, lo que venía siendo un Buried (2010) en versión de maletero y armario, se torna en una película de casas encantadas, espíritus y másallases varios. Sin duda, una de las sorpresas más agradables que hasta ahora nos ha deparado el festival, aunque sea más por esa primera hora de contención que por su descontrolado final.

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Inner Demon, de Ursula Dabrowsky

 

© Mónica Jordan Paredes, octubre 2015

 

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