Sangue do meu sangue (Joao Canijo)
Los pasos dobles
“Siempre vi fotogramas y sangré canciones”
3rd eye vision (feat Costa), Chirie Vegas, Shadows, 2012
Volver a casa, regresar a la realidad: a los problemas, a los conflictos cotidianos surgidos de la convivencia, de la rutina, del día a día con cada uno de los miembros que componen una familia. El vagabundeo por el mundo, como la ficción, siempre será más confortable que el último lugar “donde vuelves porque te quedas sin sitio a dónde ir”, como decía Barbara Stanwyck en Encuentro en la noche (Clash by night, Fritz Lang, 1952). Es una cuestión de lógica; cuanto más cerca e inmóviles están las personas, más fácil es que surjan complicaciones familiares. Nicholas Ray, que sabía bastante de todo esto, al final de su vida, agonizando ante la cámara de Wim Wenders, reconocía que realmente todos aspiramos a volver al hogar porque, en el fondo, no está tan mal lo de ser golpeado por todos esos problemas para poder vivir unos pocos fragmentos de felicidad. Después de tanto tiempo utilizando su famosa coletilla de manera recurrente, el cine se encontraba ante una trágica paradoja: no es que no podamos volver a casa, es que nunca podremos salir de ella aunque dediquemos toda la vida a deambular por el mundo.
La filmografía de João Canijo aparece atravesada diagonalmente por este sempiterno retorno al hogar. En su primera película, Filha da Mãe (1989), un padre regresa después de largos años de ausencia para reencontrarse con la hija que dejó abandonada. En Sapatos Pretos (1998), una mujer, tras someterse a un cambio de imagen integral, vuelve a la ciudad de provincias donde le espera su marido. Con Sangue do meu sangue (2011), Canijo introduce una variación en el axioma rayano que marca vivamente su obra: se puede volver a casa sin haber salido (físicamente) nunca de ella. Los dos hijos de Márcia (interpretada por la musa del director portugués, Rita Blanco), madre coraje que les ha criado sin la ayuda de una figura paterna, buscan su consejo cuando una serie de problemas colocan sus vidas en una situación delicada. Por un lado, Joca ha enfadado al traficante para el que trabaja, y le va la vida en conseguir una cantidad de dinero para saldar el error que ha cometido con una venta. Por otro, Cláudia ha quedado embarazada de su amante; un profesor de la universidad casado y con hijos. Pese a la variación que supone este filme, lo esencial en el cine de Canijo sigue sin ser aquí la forma en que se produce ese regreso o la magnitud del conflicto generado, sino la aparición de una nueva realidad que subsistía oculta tras una capa de normalidad familiar.
Esa realidad está suspendida entre la tragedia que llevan aparejada los grandes mitos de la civilización occidental y una telerrealidad que recubre lo visual como un manto diáfano. Las imágenes de Sangue do meu sangue están revestidas de un velo estético semejante al de uno de tantos culebrones que proyectan incesantemente los televisores que presiden la mayoría de los espacios que atraviesa la narración del filme; unas pantallas domésticas que solo cambian de canal para emitir partidos de fútbol. Y aunque su condición parezca diferente, melodrama y deporte construyen un tiempo semejante que se permea en la “cierta manera” con la que Canijo busca los flujos de sentimientos entre sus personajes. Ambos esconden, además, toda una tragedia a base de contener la violencia que manejan en su fondo; la del amor frustrado, la de la derrota en el campo de juego. Esta brota irremediablemente para socavar lentamente la vida hasta encontrar una filiación íntima en esos mitos clásicos. Así, por ejemplo, entre la “estética Mama Chicho” y las luces de neón que definen el puticlub de carretera protagonista de Noite Escura (2004), se pueden encontrar las trazas más reconocibles de la Ifigenia en Áulide escrita por Eurípides; en Mal nascida (2007), Electra desgarra las imágenes acartonadas de un drama rural desarrollado en el Portugal más profundo; y en Sangue do meu sangue, cada intervención de Márcia en la vida de sus hijos, influida inconscientemente por la cultura visual que la rodea, consigue que la realidad aparezca acotada por las coordenadas que ofrecen algunos mitos griegos que giran alrededor de la figura del incesto. Y hasta aquí puedo leer.
João Canijo comienza a filmar (1)↓ en la década de los ochenta después de haber sido ayudante de dirección de Alain Tanner, Wim Wenders o Raúl Ruiz. Como la mayoría de los cineastas de su generación, asiste al agotamiento en el régimen de representación cinematográfico y no confía en los avances que se están produciendo dentro del mundo analógico y digital para regenerarlo. Tampoco considera que exista una necesidad de evolucionar la imagen cinematográfica, sino que busca un apoyo que la mantenga fuerte dentro del emergente mercado audiovisual. Esa responsabilidad recae en la imagen televisiva, que Canijo explora durante la década de los noventa realizando algunas series como Alentejo Sem Lei (1990). En ella descubre una nueva imagen totalmente capacitada para adherirse a la que se muestra extenuada, agotada, tanto en el plano narrativo como estético (véanse los trabajos de Abbas Kiarostami durante esa década). Utilizar, integrar esa imagen, responde al mismo impulso que la aparición de los mitos fundacionales de la civilización: dado su carácter anacrónico, funciona como una espiral referencial que le confiere una fuerza inagotable de supervivencia en el tiempo. No lo olvidemos; la televisión fue una herramienta de comunicación poderosa hasta que perdió su fuerza comunicativa cuando ya no pudo absorber lenguajes diferentes de los que se nutría (científicos, artísticos, políticos). Entonces, solo le quedaba construir un diálogo consigo misma, con los códigos que había inventado y que continúan vigentes a día de hoy.
En el fondo, el sistema utilizado por Canijo renuncia al cine para poder hacer cine. La estructura, la casa del cine, permanece visible en las formas adoptadas por el disfraz en que se esconde. Y al mismo tiempo se diluye en su reverso como una sombra que se muestra impotente para ligar, para otorgar sentido a todos unos elementos constitutivos que ya no son más que motivos de lo que podría llegar a recomponerse. Un orden bipolar que se hace patente en la funcionalidad de paredes, tabiques, ventanas o rejas de Sangue do meu sangue, siempre presentes en el centro de la escena, dividiendo el plano es dos compartimentos bien diferenciados. En ellos se desarrollan conversaciones y acciones de manera paralela aunque totalmente opuestas: si en un lado de la imagen se celebra un acontecimiento, en el otro se llora por una pérdida. Si en uno se discute, en el otro se despliega un gesto de amor. Los siguientes fotogramas son suficientemente elocuentes para indicar la ambivalencia de una imagen capaz de integrar un desgarro autoconsciente, pero completamente estéril para construir un punto de vista sobre la realidad que presenta.
Jaime Rosales rescató la polivisión en La soledad (2007) para poner en crisis todas las herencias que el cine había recibido de la pintura (perspectiva, fondo, profundidad), y romper con la falsa ilusión de realismo que confieren a las imágenes. Su ejercicio bebía del trabajo de investigación entre cine y pintura que las nuevas olas de los sesenta habían desarrollado siguiendo los pasos de las vanguardias artísticas de los años veinte (2)↓ . Sin embargo, su filme nacía caduco porque continuaba rastreando la identidad entre realidad y sentido, pensando en esa realidad con un cierto grado de nostalgia por un encuentro imposible entre lo que ya había quedado irremediablemente separado. Por el contrario, la particular polivisión de Canijo, que está contenida dentro del plano, topografía la brecha provocada por la utilización de una “sobreimagen” y certifica que esa realidad tomada como sustrato procede, antes que nada, de las imágenes precedentes en el tiempo. En cierta manera, el director portugués ya había ensayado este sistema en Ganhar a vida (2001), colocando en su centro narrativo a otra madre coraje que debe desvelar la verdad sobre el asesinato de su hijo, a partir de un pequeño cuerpo de imágenes que alguien grabó de manera fortuita con una cámara doméstica. Canijo la acompaña construyendo sus imágenes desde cierto imaginario del cine que entendemos como social, recubriéndolas de su irrenunciable velo televisivo.
Madres, padres, hijos e imágenes: ¿Cuál es el mecanismo que hace posible la transmisión de la tragedia cuando ya no existe perspectiva, punto de vista u otro vínculo que pueda organizarla? ¿Qué liga a los miembros de una familia más allá de una filiación sostenida en la sangre de la misma sangre? Canijo asume la imposibilidad de rastrear esa transmisión y la manera en que las imágenes recogen y propagan todo un pasado trágico que no cesa de suceder. La cuestión es otra: ¿cómo escapar a lo irremediable? Él se decanta por recuperar la voz en un mundo sobreexpuesto al drama, a las pasiones y a los gestos incontrolables y desmesurados. Algo así ponía en práctica la madre de Ganhar a vida, que cantaba una canción con la que lograba verbalizar la verdad del asesinato de su hijo que nadie quiere escuchar. Y algo así hace la hermana de Márcia (único personaje que nos faltaba por presentar) en Sangue do meu sangue, cuando interpreta un tema en un karaoke como si fuera el canto de una sirena. De este modo, atrae hacia su cuerpo a la persona adecuada para que comience a deshacer el entuerto de Joca. Su voz será tan determinante como la que recupera la propia Márcia, que acude a la casa del amante de su hija y le expone claramente la trágica problemática de su imposible relación.
La voz que les falta a los hijos, ha podido recobrarla la generación que les precede. Pero más que una voz, es un clamor, un grito sordo como el que escapa del cuerpo cuando se sufre un desgarro sexual o se celebra un gol decisivo en un partido de fútbol. “Hasta que pierda la voz”, se decía antes. Ahora la cuestión pasa por reinventar una voz firme dentro de un mundo hiperdramatizado, lleno de voces tan anodinas y estridentes como volubles. Fuerte, hasta que quede en el aire, como el amor. Ni como canto ni como palabra: solo como voz. Tan potente que ya pueda dedicarse a guardar silencio, entre la homogeneidad de unos bloques de viviendas, entre los protagonistas de un drama, entre…
(1)↑ Me cito a mí mismo para contextualizar su obra.
(2)↑ Véase, por ejemplo, este For The Damaged Right Eye (1968) de Toshio Matsumoto.
© Ricardo Adalia Martín