Oda al cineasta-cazador

En busca del instante privilegiado


1. Agricultores y cazadores

 

“En cierto sentido, considero que mis películas están bajo los principios de la caza-recolección, de la sociedad humana de hace unos diez mil años, antes de la agricultura. Pastores que tenían rebaños, y viajaban con los cambios de clima en busca de alimento. La mayoría de películas que se hacen hoy en día vienen de la “era agrícola”. Invertir en un trozo de terreno, sembrarlo, luego rezar en el templo para tener buen tiempo y buena cosecha, para luego venderla en el mercado.” (1)

 

La distinción entre dos formas de abordar el cine que propone Nathaniel Dorsky nos remite a las reflexiones del pensador catalán Rafael Argullol, quien considera que, a lo largo de nuestra existencia, los seres humanos trazamos dos relatos: uno “oficial”, donde “perseguimos seguridades”, y otro “secreto”, donde somos “cazadores de instantes” (2). El oficial sería más próximo a la era agrícola y se podría asociar a aquellos directores que planifican (que siembran) concienzudamente durante el rodaje y procuran asegurarse de que todo lo que filman sigue un orden establecido y alcanza unos resultados previstos. El secreto, por su parte, se ajustaría más a cineastas cazadores-recolectores como Dorsky que construyen sus películas a partir de retazos, a partir de instantes atrapados en la realidad física. Nada tengo contra la agricultura (¿se acuerdan de Hitchcock?), pero este texto nace como una oda al segundo grupo, una vindicación de aquellos creadores que filman para descubrir y que confían en la irrupción de lo inesperado, de aquello oculto o repentino.

Sin embargo, ¿hasta qué punto es factible dejar de ser agricultor para convertirse únicamente en cazador?: “La caza de instantes, además de una tarea evocadora, ¿puede ser una elección, una disposición, una actitud frente a la existencia?”, se pregunta, en este sentido, Argullol, y lo cierto es que, “si atendemos a la imprevisibilidad y la gratuidad” con la que los “momentos áureos” irrumpen, la respuesta “ha de ser necesariamente negativa”. Pese a ello, existe una vía de escape. Un sendero que podemos tomar tanto en la vida en general como en el cine en particular: el de “la iniciación”. En efecto, el pensador catalán sostiene que para alcanzar “el tiempo auténtico”, aquel que es “alieno a toda linealidad, desbocado, caótico, que fluye libremente y se apodera a zarpazos de nuestra mente”, es necesario un proceso de “aprendizaje”. Un proceso que han ido siguiendo una serie de cineastas que hoy ya son iniciados en la búsqueda y captura de los siempre escurridizos instantes privilegiados.

¿A qué cazadores, pues, nos referimos? No tanto a aquellos que dan con sus presas sin apenas perseguirlas sino a los que conocen sus escondites y llevan a cabo una cuidada preparación para capturarlas, sabiendo que son muy difíciles de ver. En este selecto grupo de directores se hallaría Stan Brakhage, quien filmó, en Window Water Baby Moving (1959), el nacimiento de su primer hijo -una niña, Myrrena- y a partir de ello confeccionó un pieza experimental donde, en buena parte gracias al montaje cortante, al empleo de una luz tenue y a la aceleración de la imagen, plasmó la belleza e intensidad de ese instante. Su logro desvelaba una imagen -la de una vagina dando a luz- que, en el contexto de su época, era todavía tachada de pornográfica y resultaba inimaginable para el espectador cinematográfico (hoy ya no es así).

 

La génesis de Window Water Baby Moving confirma el instinto cazador de Brakhage que, al ver denegada la posibilidad de rodar el parto de su mujer en el hospital, acordó con ella que diera a luz en su casa, acompañada, eso sí, de personal sanitario especializado. De este modo, el cineasta pudo enfrentarse tanto al nacimiento de su hija -su miedo paternal le impedía asistir al parto si no era en compañía de una cámara que ejerciese de escudo mediador- como lograr captarlo de la mejor manera posible; intercambiándose incluso el dispositivo cinematográfico con su mujer, que filmó las bellas tomas del rostro fascinado del realizador estadounidense. El metraje rodado -que, dado su contenido, fue retenido temporalmente por Kodak durante el proceso de revelado (3)– ayudó, pues, a configurar una obra construida alrededor de un instante -el parto- tan irrepetible como todos los demás pero, sin duda, extremadamente privilegiado.

Esa conciencia, ese saber estar allí para filmar aquello que se te antoja extraordinario, se percibe también en una de las secuencias más reveladoras de Gimme Shelter (1970): aquella en la que los hermanos Maysles filman a los Rolling Stones mientras escuchan por primera vez Wild Horses, el legendario tema que justo acababan de componer y registrar. La escena es, claro, directa, pues no surge del montaje o la planificación sino de la intuición. Los cineastas saben que un instante privilegiado puede estar a punto de ocurrir y actúan. Ello no es garantía de rodar una imagen reveladora -el talento del realizador y lo inesperado de la realidad juegan un papel clave-, pero, en este caso, los Maysles alcanzan la epifanía fílmica al captar las impresiones verdaderas de la banda cuando escucha su canción.

Mientras suenan las notas de Wild Horses, la cámara recorre el estudio de grabación con la incertidumbre de quien no sabe cómo reaccionarán los músicos. Los movimientos del aparato son bruscos y repentinos, pues con ellos el cazador busca detalles valiosos que le puedan proporcionar sus presas. Ignorando el dispositivo, los miembros del grupo parecen absortos y los Maysles recogen las expresiones de sus manos, el repicoteo de sus pies y la entonación de sus labios. Todo parece a punto de deshacerse cuando Charlie Watts descubre la cámara y nos mira de frente. Sin embargo, la ojeada al objetivo queda, por una vez, en segundo término y, poco después, el batería ignora el dispositivo y retorna a ese placer íntimo, a ese éxtasis interno que se manifiesta en los gestos externos de todo el grupo. La melodía remite y, tras ver la secuencia, tenemos la impresión de haber estado allí, de haber compartido esos instantes, ese tiempo, con los músicos y con los documentalistas, que nos regalan un momento significativo en la intrahistoria del rock.

 

2. Una persecución azarosa: El rayo verde

 

El anochecer no es la simple quiebra de la luz solar:

espera el rayo verde, el preciso instante

en que tu sol se desploma en el mar;

y no musites ningún deseo -los deseos nacen de la flaqueza-

cuando, verde, el propio tinte alegre del amor

reciba a los sagrados mistagogos de la noche:

búhos, planetas, oscuros sueños del oráculo (4)

 

En estos versos, Robert Graves nos invita a fabular sobre un fenómeno óptico y luminoso, “el rayo verde”, que solo es posible observar en circunstancias atmosféricas muy particulares y que, cuando se hace visible, es solo por un instante de apenas dos segundos. El poema recoge el testigo amoroso de una novela de Julio Verne titulada, precisamente, El rayo verde en la que la pareja protagonista emprende un viaje para contemplar dicho fenómeno y confirmar así que ambos están realmente enamorados. Idéntica fascinación transpiran los fotogramas del filme homónimo de Eric Rohmer en el que Delphine (Marie Rivière), una joven sumida en la apatía vital, se empeña, tras oír hablar casualmente de él, en observar el rayo verde para reencontrarse a sí misma y volver a enamorarse. Su deseo se cumple cuando, junto a un chico al que acaba de conocer, contempla el fenómeno en una puesta de sol que sirve para cerrar la película y alumbrar su desubicada existencia.

El cineasta francés podría haber empleado este pretexto literario-climático para contar solamente una historia de amor, pero su búsqueda en El rayo verde (Le rayon vert, 1986) va más allá de eso y le emparenta con esos cineastas cazadores anteriormente descritos. Tal era su empeño por atrapar y mostrarnos este instante que, al no parecerle convincente la toma del citado fenómeno atmosférico que capturó durante el rodaje en Biarritz, envío a un operador al Canal de la Mancha y otro a la costa atlántica para que lo registrasen. La  búsqueda terminó, varios meses después, en una playa de Las Palmas de Gran Canaria, pero el resultado tampoco fue tan logrado como él hubiese deseado. De modo que, según contó su operadora, Sophie Maintigneux, y el propio Rohmer reconoció, “todavía fue necesaria después una pequeña manipulación de laboratorio para acabar de fijar, mediante un trucaje, aquel verde fugaz de tan perseguida autenticidad” (5). Pequeño, aunque relativo, traspié de un director que creyó en la belleza del mundo tangible y que, como tal, realizó películas transparentes en las que lo esencial era mostrar “la realidad de las cosas filmadas”. Películas en las que se olvida que el cine es solo una “interpretación” (6) del mundo y en las que las manipulaciones no suelen ser bienvenidas porque de lo que se trata es de revelar la naturaleza y a las personas rodadas tal y como son.

El trucaje empleado en la comentada secuencia de este filme fue, pues, una ligera alteración de las fieles convicciones del cineasta -que, incansable, volvería a intentar registrar, sin éxito, este fenómeno atmosférico durante el rodaje de Cuento de verano (Conte d’été, 1995) con la esperanza de remontar El rayo verde con imágenes no manipuladas-, pero ello no resta valor a un instante que se nos antoja privilegiado, ya que, más allá de su leve coloreado, sí fue captado por el dispositivo y, por tanto, ocurrió. La película remarca, en este sentido, lo complejo que es llegar a ver -y a registrar- hechos de tamaña singularidad y no esconde el papel que juega el azar -en unos naipes verdes, en distintos objetos de dicho color, en los desplazamientos de Delphine sin rumbo fijo- como conductor de la existencia humana, como elemento imprevisible ante el que lucha Rohmer en tanto que cazador de instantes que supo, como sabe Argullol, que los momentos áureos no surgen siempre donde deseamos por muy iniciados que estemos en su búsqueda.

 

3. La primera vez y el fracaso

En efecto, la caza no es una tarea fácil, pero sigue habiendo cineastas que se empeñan en  atrapar aquellos momentos que juegan un papel relevante en sus vidas o en las de los sujetos que filman. Momentos significativos que, una vez se han producido en una primera ocasión, difícilmente se volverán a repetir de un modo parecido, pero que el cine tiene, al menos, la capacidad de embalsamar para que los espectadores podamos contemplarlos e interpretarlos. Así pues, la mujer de Brakhage da a luz por primera vez; los Rolling Stones escuchan Wild Horses por primera vez; y Delphine (junto a Rohmer) ve el rayo verde por primera vez. A este grupo cabe añadir a Svyato, el hijo de Victor Kossakovsky, que, en el mediometraje que lleva su nombre, se reconoce en un espejo por primera vez.

El caso del documentalista ruso (del que ya hablamos en su día) es particularmente significativo porque su deseo de cazar le llevó a manipular su casa, escondiendo durante cerca de dos años todos los espejos y superficies reflectantes para que Svyato llegara virgen a la grabación. De tal manera que cuando el niño se ve reflejado por primera vez bajo la atenta mirada de un espejo-cámara, su auto-reconocimiento parece desproporcionado, forzado por un cineasta que llega más lejos de lo razonable para llevarse a su presa. Y aun así… Las imágenes resultantes del experimento son, literalmente, extraordinarias y nos muestran, sin lugar a dudas, un instante privilegiado en la vida de un individuo.

¿Qué pensar? ¿Existen límites? ¿Debe haberlos? Ante estas cuestiones, siempre me acuerdo de Werner Herzog y de su capacidad para poner en duda nuestras convicciones éticas. Nadie interroga como él. Nadie admira y ridiculiza a los entrevistados como él.  Nadie nos lleva del rechazo al placer culpable como él. Es un grande y lo es también porque nunca ha renunciado a buscar momentos áureos en cualquier lugar del mundo. Véase el caso de La Soufrière (1977), uno de sus documentales más bellos. El objetivo de este filme parece ser doble: captar la erupción del volcán del título y conversar con el único ciudadano que ha decidido no abandonar la isla en la que se producirá este fenómeno natural. La empresa de la película evidencia un empeño cazador equiparable al de los cineastas citados, al que se suma un factor muy propio del autor alemán: el riesgo físico.

Decía André Bazin que “no basta ya con cazar al león si no devora a los que lo llevan” (7), pues admiraba a los realizadores que trabajan en circunstancias extremas y están dispuestos a jugarse su vida para filmar una imagen verdadera. Es el caso de Herzog que, para rodar La Soufrière, se desplazó junto a dos operadores a una zona restringida y evacuada, confiando quizás en asistir a la erupción y captarla sin morir en el intento. Irónicamente, y pese a que todas las previsiones geológicas indicaban lo contrario, el volcán no explotó y el documental se convirtió en la crónica de un fracaso, en una suerte de making off sobre un cazador que partió en busca de un instante privilegiado y naufragó en el intento. El azar, ya lo apuntábamos antes, vuelve a jugar aquí un papel esencial, pero lo extraordinario, lo bello, es el gesto del director, el de alguien que sigue creyendo en el cine y lo da todo por hacernos ver en un mundo superpoblado de imágenes irrelevantes.

 

(1) Duque, Elena, Entrevista a Nathaniel Dorsky: Intuiciones a 18 fotogramas por segundo, Cahiers du Cinéma España, número 46, junio de 2011.

(2) Todas las citas y expresiones entrecomilladas pertenecen a Rafael Argullol, El caçador d’instants. Quadern de travessia 1990-1995, ed. Destino, Barcelona, 1996. El ensayo está traducido al castellano por la editorial Acantilado.

(3) Los datos referentes al rodaje de Window Water Baby Moving los he extraído de una de las últimas entrevistas que concedió Brakhage en Scott Macdonald, A Critical Cinema 4: Interviews with Independent Filmmakers, University of California Press, Los Ángeles, 2005.

(4) Graves, Robert, El rayo verde, en Across the Gulf, New Seizin Press, 1994. Traducción a cargo del diario La Vanguardia publicada el 12 de junio de 1994.

(5) La cita pertenece al estimulante capítulo que Carlos F. Heredero y Antonio Santamaría dedican a El rayo verde en su monografía Eric Rohmer (ed. Cátedra, Madrid, 2011).

(6) Declaraciones extraídas de la entrevista de Pascal Bonitzer, Jean-Louis Comolli, Serge Daney y Jean Narboni, New Interview with Eric Rohmer, publicada en 1970 en Cahiers du Cinéma y consultable en Senses of Cinema.

(7) Citado por Serge Daney, “La pantalla fantasmática (Bazin y los animales)”, Cine, arte del presente, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2004.

 

© Carles Matamoros Balasch, noviembre 2012