Notas sobre el cochematógrafo

Minimalismo Moderno del Medio Metafórico (un decálogo)

 

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Confesaba Godard, un ser muy dado a la epifanía, cómo viendo Viaggio in Italia (54) (ese filme seminal por el que el joven y crítico Rivette decía que todo filme futuro habría de pasar «bajo pena de muerte») tuvo la siguiente iluminación y/o conmoción: para hacer cine solo hacían falta tres cosas: a saber, un coche, una chica y una cámara.

Este mínimo descubrimiento vino a alterar los cimientos del estamento cinematográfico, fundando ese movimiento delicuescente, móvil (sic) y líquido que se dio en llamar modernidad (y que advenía dos siglos después de la Modernidad propiamente dicha, pero ahora con ‘m’ minúscula y menos ínfulas). Como estadio superior de un ensimismado proyecto, la modernidad mínima proseguía el ideal mecánico (ahora mecamístico): el paso de tratar al ser humano como una máquina a tratar a la máquina como un ser humano. Este mcluhanismo se ha ido haciendo hiperconsciente, y ese hacerse puede ilustrarse, como haremos a continuación, con un decálogo de escenas hipermodernas del arte más hipermoderno y maquínico que existe, aquel que, sin máquina, jamás existiría.

Parecida visión a la godardiana: el coche es condición mínima para el cine, junto con la chica. Aún más: el coche es, en sí, (un) cine. No solo extensión, como la rueda, de un pie, sino extensión del ojo, como una cámara.

Para el arte moderno, más allá de Marinetti, la estética comienza con los automóviles y los proyectiles: los Panzer, los Ford y los F11; el Sputnik, la bomba H y las balas que atraviesan el cuerpo de Kennedy.

Para el cine moderno, todo comienza con Te querré siempre. Bajo pena de muerte. El comienzo del filme de Rossellini, como es bien sabido, se produce in media res en el interior de un coche, con la pareja discutiendo. Este motivo iniciático funcionará como arquetipo: la máquina móvil acoge a los protagonistas y su conflicto; el mundo existe como imagen al otro lado del cristal, en descomunal plano secuencia.

La metáfora. El origen de la palabra griega «metáfora» lo encontramos en la definición: «medio de transporte». En Atenas, hoy día puede leerse en los laterales de los autocares «metaforein». El coche, como el cine, son esencialmente metáfora. El mundo se hace – cine y coche- su propia extensión.

 

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Pero tomemos el medio de transporte y cojamos un desvío, que nos llevará un poco más atrás en la historia. Marcha R. Nueve años atrás. Rossellini también instauró, por aquel entonces, una época: la edad del silencio (Roma, citta aperta (45) y en adelante). Pero lo que en esta historiografía del cochematógrafo nos inquiere no es ningún filme de Rossellini.

Hito en la posibilitación del cine low-tech y de serie-b, Detour (45) fue llevada a cabo por el exiliado Edgar G. Ulmer con un presupuesto verdaderamente exiguo y apenas tiempo de rodaje (ni espacio). La idea básica (como la de Roberto) se convirtió en arquetípica. Sin lugar de rodaje, el coche apareció como la solución al enigma: centro de la película, esta se desplegó allí donde la llevaba el coche, iniciando una suerte de género iconoclasta: la road-movie que no lleva a ninguna parte. Elemento fun(da)cional de la estética moderna: work in progress, deriva y proceso. Subirse al carro… y adelante. Esta será también la trama principal de otro hito de la modernidad fílmica (aquí americana): Carretera asfaltada en dos direcciones (71), dirigida por Monte Hellman en el 71. En ese mismo año, el enfant terrible y cocainómano Steven Spielberg dirigía su primera película siguiendo la máxima germinal, pero añadiendo un dantesco camión homicida y dejando a la chica al otro lado del teléfono. Todas demuestran, como si fueran empíricos escolios al axioma epifánico-godardiano, que para realizar cine (o llevar a término «obras maestras», si se quiere), no se necesita gran cosa. Aquí en Detour, de hecho, la chica es el final del camino y el viaje, muy precisamente.

 

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Godard, ser coherentemente contradictorio, comenzó su carrera como cineasta siguiendo su propio dictum. Lo sazonó con el encanto de Belmondo, Seberg y cinefilia a raudales, y para el caso no importa que los devenires de God-Art le hayan llevado a la retractación, por lo demás necesaria. Antes de llegar, siguiendo a Malraux, a la constatación poco luminosa de que el cine es, ante todo o además, una industria, Godard podía decir: el cine es, además, un medio de transporte.

En Al final de la escapada (59) aparecen las escenas de coche y pareja como una paráfrasis, aunque después se encierre a la pareja en una habitación durante la mitad del metraje. El acontecimiento es el que sigue: Godard comienza en la modernidad mecánica, pero pronto abandona el coche y se encierra. La Historia retornará, como lo Real y las metáforas, en un medio de transporte: el transatlántico de Film Socialisme (10).

El desencanto del sueño mecamístico de los cincuenta (representado, además de por los cineastas mencionados, por Marshall McLuhan, la NASA y José Val del Omar), llevó a la generalización de la deriva móvil y a la normativización de las road-movies y los work-in-progress en los sesenta.

El retorno nostálgico del instante original se produciría a mediados de la década siguiente, los nihilistas pero melancólicos setenta. Heredero nato de la modernidad minúscula, Wim Wenders se subiría al coche con su cámara y, a falta de chica y conflicto (no obviemos que es el inicio postista y, por lo tanto, la hecatombe de los Grandes Relatos), juntará a dos hombres muy reflexivos y autoconscientes, que hablan sobre el tiempo y el lenguaje mientras avanzan con su coche por páramos desoladores, siempre arañando la frontera, en En el curso del tiempo (75). De pronto, parece que el coche-cinematógrafo se desvaneciera: a través de sus ventanas no se percibe un mundo (recordemos el «no hay nada que mirar» que le dijera Wenders a Herzog en su filme sobre Yasujiro Ozu Tokio Ga (85)), y el espacio metafórico-tecnológico provisto por el automóvil se llena de palabras.

Frente a la actitud del desencanto wendersiano, existe otra, que podríamos definir como protopunk y plenamente posmoderna: el palimpsesto miniaturizante o el escupitajo citológico.

Deconstrucción subversiva del axioma que guía nuestras pesquisas sobre el minimalismo moderno y las verdaderas necesidades cinematográficas, la miniatura fílmica de Claude Lelouch del año 76 llamada C´etait un rendez-vous (o, más sencillamente Rendezvous) funciona como el epítome del decálogo, por ser su más diáfana expresión.

 

En el filme, que no llega a los diez minutos, nos vemos literalmente colgados de un coche que avanza por las calles de París de forma completamente temeraria (habría que decir, además, de forma completamente ilegal y documental, siendo así que este pequeño filme es, entre otras cosas, el registro de un delito) hasta detenerse abruptamente en Montmartre, donde, como era de suponer, una chica espera. De una manera radical, Lelouch compone un bello homenaje a aquellos orígenes del coche-cinematográfico y una oda al minimalismo y el poder de las metáforas (y, qué duda cabe, de esas «máquinas divinas caídas del cielo», como decía Bresson).

a Daniel V. Villamediana

 

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El proyecto de la modernidad, como todo proyecto humano, fue un fracaso. El affaire mecánico duró solo el tiempo que les llevó a las máquinas conquistar su humanidad y convertirse en la Tercera Naturaleza y última expresión de la existencia sobre la faz terrestre. Y esto no es «La tierra sin humanos», aún, sino la tierra bajo la maquinidad.

En ese lamentable estado de cosas, y de forma paradójica, una máquina supondría un lugar de habitación posible. Habitación de lo humano, pero también de lo cinematográfico. Esa máquina era el cochematógrafo.

Lejos de los orígenes, la obra de Kiarostami es, sin embargo, de un moderno primitivismo: punto de encuentro nodal entre la epifanía y la construcción, así lo define maravillosamente Jean Luc Nancy en su libro La evidencia del filme (el cine de Abbas Kiarostami), editado por Errata Naturae. En este recorrido por el coche-cinematógrafo a guisa de cronológico decálogo, la figura de Kiarostami se alza como el único autor que ha sistematizado tal idea, recogiendo el legado de Rossellini, Ulmer y Godard, y llevándolo a una excelsa depuración. Pues, antes de su desaparición como autor (pensemos en Five to Ozu (03), Ten (04), o Shirin (08)) y su reaparición como tal (acaecida en Copia certificada (10), bien se podría decir que la obra entera de Kiarostami giraba en torno al acontecimiento «coche», y ello no solo por razones cinematográficas, sino políticas.Así, uno de los estilemas kiarostámicos típicos, además del uso del plano secuencia y el plano lejano, lo encontramos en sendos planos «vehiculantes» que entrañan los anteriores: aquellas profusas conversaciones en el interior del automóvil con plano fijo sobre el personaje locuaz (en estos momentos, Abbas ocupa siempre la posición del copiloto y el oyente, y es él quien da las reválidas) y su contracampo, consistente en largas tomas lejanas del coche avanzando por las sendas de tierra, con la conversación mantenida en off. En ambos casos, campo/contracampo, la comunicación entre las personas se da en el interior de máquinas automóviles. Y esto no solo ocurre en Y la vida continúa (92), sino asimismo en El sabor de las cerezas (97) o Y el viento nos llevará (99) (dos de los grandes filmes de Kiarostami). El coche es el dispositivo protocinematográfico, el lugar donde se da la relación. En Abbas nunca aparece la chica, es siempre un hombre solo el prot-agonista, el que habla primero. En este estadio de la (post/requete)modernidad, la trama se ha deslavazado. Pero, además, el coche es materialmente el único espacio que posibilita la libre expresión (en el Irán en el que Kiarostami continúa viviendo), por estar fuera del alcance del Gran Otro Verde e Islámico, por ser un reducto de intimidad, un medio de transporte hacia el otro auténtico al que Abbas se dirige. «El coche que circula a través de las películas de la misma manera que a través de los olivos es dos veces verdad cinemática: una vez en tanto que caja de miradas, otra en tanto que movimiento incesante». (ibídem, pág. 79). En esta visión del cochematógrafo sigue inmutable y perenne la concepción del trabajo bajo (espacios y tiempos) mínimos.

 

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El coche: divina máquina que nos transporta a otros ámbitos, creando un adentro autógeno e inmunológico que corresponde a la promesa realizada por el cine. Pero también: invento del demonio para lanzarnos a una veloz estética de la desaparición que bien pudiera ser nuestra ruina. Como decir: la Policía también viaja en coche. Y la Policía no es una metáfora.

Kinatay (09), uno de los últimos filmes del profuso y a veces brillante Brillante Mendoza, fue en verdad el «trigger happy» de este decálogo. En él se pone en escena un vehículo que hará las veces de metáfora cinematográfica y política. No es un coche. Es una furgoneta: una Mitsubishi L300, de esas de líneas redondas y marcado carácter oriental, con faros circulares y puerta lateral corrediza. Los vehículos y las máquinas de la posmodernidad ya no son intercambiables: poseedoras de la consabida humanidad, tienen nombre y particulares atributos. Como el Hammer que coprotagoniza el filme de Twentynine Palms (03) de Bruno Dumont, expresión magnífica de la impotencia del protagonista humano, mudo testigo de su desgracia. En Dumont, el coche no es un espacio de comunicación o el lugar del cine en movimiento constante, sino un habitáculo más de una gigantesca cámara de los horrores. Pero, en ocasiones, fruto de la velocidad que la máquina automóvil logra adquirir, su silueta se torna en abstracción y mera mancha fugaz, o en cuerpo invisible que transporta la desolación sin nombre, como el Coche Desconocido que acompaña al protagonista de Viajo porque preciso, volto porque te amo (09), de Karim Aïnouz y Marcelo Gomes, en su periplo por el páramo brasileiro, la nocturnidad y la pérdida. El coche es ya solo la habitación de un solitario personaje: juntos se dirigen, con la ineluctancia típica de las máquinas (cuya ideación del pasado inmediato es CTRL + Z), hacia su propia desaparición. El viaje es una forma de vida (y de cine), que no sabemos si nos acerca o aleja aún más a/de nuestros orígenes.

El de Mendoza, como el de Dumont y Aïnouz/Gomes, es un ejemplo de cómo la figura del cochematógrafo es revertida, reocupada, pero por fuerzas no mínimas, sino brutales y omnipotentes, como la violencia, el olvido o la Policía. Kinatay comienza a la manera costumbrista, como un retrato inmediato de Manila, casi documental (hibridación que Mendoza pone en escena frecuentemente, con menor (Masajista (05)) o mayor (Serbis (08), Lola (09)) acierto). Pronto y rápidamente, veremos al protagonista, de nombre Peping (¿Tom?), casarse y licenciarse como policía. Entonces, a Peping le llegará su día de prácticas: el momento de la sensación verdadera, el paso a la acción. Tras un soberbio homenaje a El dinero (83) de Bresson, un genial plano secuencia en el que un paquete pasa de mano a mano hasta llegar a las de Peping, este se verá introducido en la mentada L300. A partir de entonces comienza su viaje al «corazón de las tinieblas», en palabras de Roberto Cueto.

Mendoza tendrá la osadía y el valor de introducirse en el vehículo y hacerlo rodar durante una infinita secuencia nocturna en la que demuestra, de forma cruda, la verdad axiomática: coche y chica. Peping es la cámara, de ahí su relación con el personaje de Michael Powell. Aquí la chica será dispuesta en trozos, y al otro lado de los cristales se dibujará la representación lúcida de unas Filipinas criminales e inhumanas. La Mitsubishi L300 se convierte en espacio de vacío legal, en isla bajo el poder sádico de la policía, en máquina asesina. Cámara de los horrores, como la de Dumont, y también cámara de cine. Dentro y fuera: la secuencia Mitsubishi L300, en sí una metáfora política sublime sobre el estado de cosas filipino, es también una genial secuencia de cine experimental y mínimo: en ella no resuenan solo las palabras epifánicas de Godard, sino también las imágenes de Bill Viola y la música de David Lynch. Más allá de ese Training Day (01) de Antoine Fuqua, claustrofóbico, obsidiano y grávido de “asfixia moral” (Beatriz Martinez dixit), en las imágenes de Mendoza percibimos, también, el origen transitorio, evanescente y móvil del cine. O al menos, uno de ellos.

 

Índice:

1. Detour (Edgar G. Ulmer, 1945).

2. Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954).

3. Al final de la escapada (A bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959).

4. Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971).

5. En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, Wim Wenders, 1975).

6. Rendezvous (Claude Lelouch, 1976).

7. Y la vida continúa (Zendegi va digar hich, Abbas Kiarostami, 1992).

8. Twentynine Palms (Bruno Dumont, 2003).

9. Viajo porque preciso, Volto porque te amo (Karim Aïnouz, Marcelo Gomes, 2009).

10. Kinatay (Brillante Mendoza, 2009).