Sitges 2011

Notas para escapar del naufragio

 

0. Soy frágil

El reloj marca las siete de la mañana. Apenas una hora desde que me fui a dormir. Intento conciliar el sueño frustrado. Sin suerte. Tiemblo de cintura para arriba y no sé qué me ocurre. Mis costillas parecen a punto de estallar y mis dedos tiritan sin ton ni son. ¿Son los nervios, el primer halo de frío invernal? Intento recordar qué hice la noche anterior. Nada comprometedor. Nada grave. El sol se vislumbra por el ventanal. Me remuevo bruscamente en las sábanas antes de levantarme. Enciendo la luz. Ya de pie, avanzo por el pasillo en dirección al baño. En la calle, se rompe un cristal. Sé (o quiero creer) que mi malestar se solventará con una ducha, una tila o un calefactor, pero, aun sí, permanezco inquieto. ¿Qué ocurriría si todo se fuese “realmente” al garete sin avisar? ¿Si mi cuerpo dejase, de repente, de cumplir mis deseos? Procuro ignorar dicha posibilidad (real) por ahora, pero el sentir de varias de las películas vistas en Sitges 2011 me arrastra a ello. Ataviado en un pijama de franela y con los ojos llorosos, observo mi delgado reflejo en el espejo y percibo mi fragilidad.

La calma retorna unas horas después, pero perdura la conciencia de mi debilidad física. En el jardín, una paloma arrulla, ignorante de su inexorable destino. Pienso, ya sentado en la comodidad del sofá, en cómo distintos cineastas reunidos en la 44ª edición del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya parten en sus filmes del tan cacareado fin del mundo (o similares) para hablar de la fragilidad humana, de aquella que podemos advertir en el despertar quebradizo de una mañana. Quizás por cuestiones de (bajo) presupuesto, quizás por un repentino interés por lo íntimo, películas tan dispares -en logros, formas e intereses- como 4:44 Last Day on Earth (Abel Ferrara), Melancholia (Lars von Trier), Another Earth (Mike Cahill), The Divide (Xavier Gens), Extraterrestre (Nacho Vigalondo) o The Turin Horse (Bela Tarr) se dirimen en un puñado de escenarios que permanecen un tanto alejados del gran acontecimiento, en lugares privados desde los que unos pocos personajes se enfrentan tanto a lo desconocido como, sobre todo, a sus relaciones personales. El cambio climático puede acabar con nosotros, un planeta puede chocar contra el nuestro, un astro doppelgänger puede duplicar nuestros actos, un tipo puede encerrarnos en un apartamento mientras la Tierra se va a pique, una nave espacial puede aterrizar en Madrid e incluso un viento infernal puede anunciarnos el Apocalipsis en una choza perdida, pero ello no tiene porque convertir nuestras vidas (o nuestros filmes) en un espectáculo cataclísmico.

 

1. Hecatombe íntima

El cine, en efecto, puede consistir “solamente” en registrar los comportamientos de unos pocos individuos: sus dudas, sus enfrentamientos, sus encuentros, sus gestos, sus debilidades… El gran acontecimiento, como ocurre en 4:44 Last Day on Earth, puede permanecer en off  y nosotros, en tanto que espectadores, podemos sumirnos en la observación del Fin de una pareja cualquiera, conformada aquí por Cisco (Willem Dafoe) y Lina (Shanyn Leigh). Una cámara. Un escenario. Dos actores. Poco más necesita un cineasta de la talla de Ferrara para filmar la intimidad de dos seres que saben que pronto van a ser consumidos por el Sol. Es bello entonces observar cómo ambos cuerpos se comportan en sus últimas horas, alejándose en busca de paz interior y acercándose en busca de contacto físico. El tedio se funde con el éxtasis, el aburrimiento antecede a lo sublime, las conversaciones por Skype alivian la soledad y el sexo calma la furia. Las distintas pantallas del loft emiten debates sobre el cambio climático y un vecino salta al vacío, pero lo único relevante es estar juntos, en nuestra fragilidad, para afrontar la muerte. Ello queda patente en este filme impúdico, sin filtros, en el que el cineasta neoyorquino rueda en su apartamento, con su novia (Lyonne) y con un Dafoe que es, claramente, su álter ego: un creador en estado de crisis que no solo reside en su casa y se folla a su pareja, sino que sigue añorando los chutes de heroína. Si de lo que se trataba era de plasmar en pantalla el modo en que Ferrara afronta la vida (o la catástrofe, tanto da), 4:44 Last Day on Earth es un logro. La película nos desvela como pocas las entrañas de un hombre; sus fragilidades como cineasta (en los márgenes) y como individuo (en el ocaso).

En Kotoko la hecatombe es también más íntima que global. No es el fin del mundo, pero sí de un mundo, y Shinya Tsukamoto, como Ferrara, sabe abordar el desastre con una parquedad de medios admirable, y nos acerca al sufrimiento de la protagonista. La película gira entorno a una joven, Kotoko (interpretada por la cantante Cocco, quien ya entonaba un tema de la banda sonora de Vital, 2004), que pierde progresivamente la cordura, hasta el punto de no poder hacerse cargo de su hijo pequeño, al que cuida en la soledad de un hogar monoparental. Mientras cocina, trabaja o pasea con su retoño se va fraguando la debacle: ha empezado a ver doble y percibe la presencia ajena como una agresión, como un ataque. Los golpes que recibe se acentúan por un uso violento de los movimientos de cámara, en la línea del Tsukamoto más desatado, y los delirios de Kotoko nos llevan a confundir lo que ocurre “realmente” con lo que ocurre mentalmente.

Por momentos, estamos ante un trabajo sobre el corte. Un corte que afecta tanto a la materia fílmica, al sincopado montaje y a las violentas entradas del sonido, como a la acción, en la que Kotoko se lastima insistentemente su brazo, para asegurarse que le está permitido vivir. Su dolor es el nuestro, el de los espectadores, que vivimos la película como una experiencia física que se acentúa en una sala de Sitges abarrotada, en la que tiemblan las butacas y se hace el silencio ante una violencia cruda, sin florituras. En plena locura surge, también, la paz y el cineasta japonés alarga entonces los planos, fija su cámara, y observa el cuerpo, el rostro y la voz de una mujer que, al cantar, deja de ver doble. Bella secuencia aquella en la que, en la calma de su apartamento, Cocco interpreta coquetamente una canción dedicada al personaje interpretado por Tsukamoto; una melodía que bien podría dirigirse al propio director, que se encuentra tras la cámara, adonde ella dirige su mirada, entregada. ¿Acaso es posible estar más cerca del ser filmado? En esta pieza minimalista -lejos queda el holgado presupuesto de Tetsuo 3: The Bullet Man-, el cineasta japonés descubre los miedos de la maternidad y, por el camino, nos acerca a la intimidad de un ser, de una actriz con la que compartimos el miedo, la dulzura, la alegría y el terror. Como en Ferrara, cine de actores que no lo parecen, donde los sentimientos de estos alcanzan inusitadamente al espectador.

 

2. La dulzura (y la amargura) del desastre

La intimidad de Kotoko y 4:44 Last Day on Earth surge también, en cierto modo, en Melancholia, probablemente la película más comedida de toda la trayectoria de Von Trier. Bien es cierto que el filme arranca de forma grandilocuente, con unas imágenes sugestivas a cámara lenta que anuncian el Apocalipsis -que a mí, todavía no sé cómo, me recordaron al catártico anuncio de Jonathan Glazer para Levis- y al son de Tristán e Isolda de Wagner, pero ello no es óbice para que, tras un primer bloque un tanto afectado que parece casi extraído de Celebración (Festen, Thomas Vinterberg, 1998), la película logre desprenderse, en su segunda mitad, de todo lo accesorio y se centre en la relación de tres personajes a la espera de la llegada de Melancolía, un astro visible en el cielo y que puede (o no) impactar con la Tierra y acabar con la vida humana. Es entonces, ante la intuición de la Muerte, cuando se evidencia lo irrelevante de la parafernalia social antes mostrada y cuando Von Trier aborda el modo en que cada una de las dos hermanas protagonistas -Justine (Kirsten Dunst) y Claire (Charlotte Gainsbourg)- gestiona la posibilidad del Fin. Sorprende, en este sentido, la extrema distancia existente entre ambas, entre la serenidad de Justine y la desesperación de Claire. Tanto es así que el cineasta danés -al que reconocemos en la actitud melancólica del personaje de Dunst- no parece aquí especialmente interesado en los matices, en los grises, sino más bien en el contraste, en la inalterable dualidad entre la depresiva que desea que todo se vaya a la mierda (Justine) y la ilusa que es feliz (o lo aparenta) en el teatro del mundo (Claire). No es extraño, pues, que la primera llegue a afirmar que la Tierra es el Mal (sic) y sueñe con su destrucción.

Al referirse a la actitud del personaje de Dunst, Von Trier cita al poeta Tom Kristensen: “Tenemos deseos de naufragios, de masacres y de una muerte brutal” (1), y con ello evidencia el verdadero placer terapéutico que proporciona ver su película. En ella, uno tiene la ocasión de observar la llegada del desastre, de saborear cómo alguien (Justine-Von Trier) es capaz de imponer sus pensamientos negativos a las leyes naturales, de alterar el mundo físico con su estado de ánimo. Lo estimulante es ver cómo todo ello ocurre con menor énfasis del esperado, si acaso con unas sutiles variaciones climáticas y con un uso operístico de la banda sonora, y dando pie a una (otra) película apoyada en la labor de los actores, expuestos esta vez en un escenario más amplio -un castillo con jardín- en el que se intuye la llegada del desastre, pero en el que también hay lugar para encuentros y desencuentros, así como para la emoción, la espera y el juego. Precisamente, al jugar y cuidar del hijo de Claire -bellas ideas las del alambre-telescopio y las de la “cabaña” que reúne a los tres-, Justine acaba por encontrar su lugar en la Tierra y puede compartir con su hermana y su sobrino una agradecida serenidad no presente en el resto del filme. Dicha paz se confirma en la sublime imagen final de Melancholia, en la que el cineasta danés hace tabula rasa “limpiando” el plano y logra así soltar su rabia interior, su lastre acumulado, invitándonos a gozar del silencio, de la Nada.

No es la Nada, pero sí la vuelta empezar, sí la resurrección sobre los escombros, lo que acaba emergiendo en la todavía más extraordinaria conclusión de Himizu (Sion Sono), donde Sumida, el adolescente protagonista, logra liberarse, corriendo y gritando, de la carga acumulada por su precariedad familiar y económica. No en vano, su devenir -extraído de un manga de Minoru Furuya- se ve afectado por un hecho no previsto en el primer guión previo al rodaje: el tsunami acontecido en Japón en mayo de 2011. Tamaño desastre -dejemos a un lado la ciencia ficción- alteró los planes de Sono que no quiso dar la espalda a lo Real y reescribió su filme ubicándolo en una de las zonas afectadas por el maremoto. Buen conocedor del neorrealismo italiano, el director japonés rodó varios travellings documentales de una de las ciudades arrasadas -que parecen extraídos del Roberto Rossellini de posguerra- y los integró en su película que, consecuentemente, se ve afectada por un desamparo post-tsunami que intuimos en la urgencia y en la rabia de cada uno de sus planos. Sea como fuere, Himizu es también, como lo era Love Exposure (Ai no mukidashi, 2008), una película desbordante plagada de giros, excesos y subtramas que permite, en este caso, el encuentro de géneros tan dispares como el melodrama, la tragicomedia, el cine de yakuzas y la love story.  Sono se esfuerza por hallar el tono adecuado para plasmar la realidad actual japonesa, y su lucha por conseguir narrar, por conseguir avanzar pese a todo, es la de su personaje. Este simboliza el esfuerzo individual de todo japonés por sobreponerse, por levantarse, y tras su encuentro íntimo con la chica que le desea y consigo mismo -en una asombrosa secuencia mínima bajo una luz diminuta que es el corazón del relato-, el país y la película ya pueden permitirse un merecido cierre catártico, donde se nos indica que incluso cuando el mundo se acaba uno no tiene porqué rendirse.

Menos desatada y, sobre todo, menos esperanzadora es The Turin Horse, la película con la que Tarr ha decidido poner fin a su filmografía y relatar su particular Apocalipsis. En ella tenemos solo a dos personajes -un viejo y una chica- y a un animal -un caballo- en un verdadero tour de force formal que nos abruma y nos encierra, obligándonos a permanecer recluidos en una casa aislada. La información sobre lo que ocurre es mínima, los diálogos también. Ante todo, existe una espera. Y, en el exterior, un viento infernal en el que nuestro caballo, tozudo como su amo, se niega a avanzar. ¿Qué hacen ellos dos? ¿Por qué miran una y otra vez por la ventana? Las referencias a Nietzsche y a la Biblia dan algunas pistas, pero en el relato late la idea de lo Inimaginable, de un Fin que se mantiene en el fuera de campo y que presagiamos aterrador. Al igual que los personajes de Perdidos (Lost, J.J. Abrams, 2004-2010) que pulsan una y otra vez el mismo botón confiando en que ello evite la destrucción de la isla, él y ella siguen fielmente una rutina que, de algún modo, les ayuda a no perder la compostura, a escapar de aquello que ya parece estar ocurriendo: el desastre. El cineasta húngaro filma con esmero los hábitos de ambos personajes en una variación de encuadres -los mismos actos, desde distintos puntos de vista- que recuerda en su rigidez a Oxhide II (Niupi er, Jiayin Liu, 2009), donde una familia china cocinaba unos dumplings en nueve planos fijos. Tarr deja poco al azar y nos obliga a contemplar lo que filma en largas secuencias: el viento, el polvo, la luz, las gotas de agua, las acciones cotidianas automatizadas… El resultado es una película tan bella como árida, en la que, pese a la presencia de dos individuos cercanos, la intimidad y el contacto físico no parecen posibles. Una película que quizás no narra el fin del mundo sino que plasma un mundo que ya ha terminado y que, como tal, se despide con un fundido a negro que nos deja a ciegas, en la oscuridad de la sala y de la vida.

 

3. La naturaleza revelada y el género minimalista

La congoja posterior al visionado de The Turin Horse y la tristeza por la inminencia del Fin me llevaron a un estado de cierta pesadumbre que fui arrastrando durante el resto del festival. Estaba en Sitges de cuerpo presente, en los cines Retiro y Prado, pero mi mente permanecía lejos y veía las películas sin poder entrar en ellas, a la espera de una imagen que me salvase de la depresión. No perdí la esperanza y hallé motivos para la reconciliación (con la vida y con el cine) en The Whistler (Hazakura to Mateki), el sentido mediometraje con el que Shinya Tsukamoto participa, junto a Masayuki Ochiai, Lee Sang-il y Hirokazu Kore-eda, en el filme colectivo Ayashiki bungô kaidan. En esta película de fantasmas “de época”, el cineasta japonés nos sitúa en un entorno verdoso y primaveral, en una aldea rodeada de árboles que parecen anunciar los estados de ánimo de los personajes. El filme es, cómo no, íntimo y relata la relación afectiva entre dos jóvenes hermanas. Una de ellas está enamorada de un soldado que va a partir hacia la guerra. La otra, gravemente enferma, está a punto de morir sin haber tenido nunca a quién amar. El elemento fantástico es ciertamente sutil -en un sueño agresivo y en un “milagro” en fuera de campo- y, a lo largo de una treintena de minutos, Tsukamoto nos deleita con una de sus piezas más desnudas, acercándose a un clasicismo bien entendido en el que apenas requiere de golpes de efecto visuales para plasmar el sentir de dos chicas que, ante la carencia de amor ajeno, se quieren fraternalmente entre sí.

Estar en The Whistler es participar de un relato a ras de tatami en el que la cámara se acerca temblorosa, casi tímida, a los rostros de unas jóvenes que comparten juegos y confesiones. Los encuadres nunca son distantes ni siguen una planificación al uso, pues Tsukamoto prefiere estar cerca de sus actrices, atento a sus voces, sus gestos y su desolación. La pantalla se llena de vida al salir del hogar, cuando nos acercamos al bosque al son de una melodía evocadora. Entonces, una de las hermanas corre y, en pleno delirio, imagina a su soldado en el lugar donde lo perdió. Su mirada se dirige hacia al cielo, hacia las copas de los árboles, pero lo único que percibimos son las flores de los cerezos que caen como las bombas en el campo de batalla. Volvamos mejor a casa. Cantemos juntas. Abracémonos. Tumbémonos las dos en el suelo. “¿Qué ocurrirá con mi cabello, con mis manos, con mis ojos…, cuando muera?”, se pregunta la joven enferma. Sin respuesta racional. Solo una carta de amor, de hermana a hermana, que le dé a entender que alguien le ha querido. Un gesto hacia el otro. Un acto de solidaridad hacia el prójimo, hacia aquel que más lo necesita. Me puedo entristecer, sí, pero perdura la posibilidad del guiño, del afecto que muestra el cine.

Nadie como Naomi Kawase para entenderlo, una directora que cuida el detalle, el matiz, aquello intangible que hace que la vida merezca ser vivida. En Hanezu no tsuki pienso en esa idea que se atribuye al cine de los orígenes, especialmente al de los Hermanos Lumière, y que nos habla de la capacidad de la cámara para revelar el mundo físico. Me refiero a aquello que tan bien filma la directora japonesa: las hojas, la luz, el viento, la lluvia, los alimentos, las piedras…, y, muy especialmente en este filme, el color rojo, que se nos descubre en distintas texturas y tonos. Rojo de la sangre, rojo de la ropa teñida, rojo de los tomates, rojo de las flores, rojo de la puesta de sol. Todos estos elementos se perciben al contemplar su nueva película en la que vuelve a su tierra natal y suspende el relato en el tiempo, hasta el punto de que uno olvida el argumento. Tanto da. De lo que se trata es de captar el sentir de un lugar en el que, tal y como cuentan sus antiguos poetas, uno espera y espera, ajustándose al ritmo de las estaciones. Existe, eso sí, un triángulo amoroso del que son testigos unas impasibles montañas que saben que este cuento de celos y desamor se ha venido repitiendo una y otra vez a lo largo de la Historia. Y se volverá a repetir. ¿Acaso nuestro destino es cíclico? Kawase alterna el drama sentimental con los planos dedicados a la naturaleza, y filma a un arqueólogo que desentierra los vestigios humanos de los que vivieron allí en el pasado. Su empeño no es baladí: nos hallamos en Asuka, la zona donde dio origen la nación japonesa, y de ese corazón de tierra en el que excavamos parten mil y un relatos. El de este filme trascurre en dos tiempos, pasado y presente de una misma familia, que se funden con sencillez. El fantasma de antaño no es una presencia ajena a la realidad sino un recuerdo de los errores de nuestros antepasados. El relato amoroso avanza arraigado a lo local y lo simbólico hasta tomar unas dimensiones graves que, quizás, no alcanzo a comprender del todo dada la distancia cultural. Sin embargo, Hanezu no tsuki es una película que me gusta habitar, en la que renuncio a las prisas de un festival de cine y en la que me reencuentro con un mundo natural palpable. Sí, Kawase vuelve sobre ideas ya tratadas en su obra, pero ella sabe, como los poetas y las montañas de su región, que los relatos se repiten una y otra vez. Solo cambian los matices. Los que hacen singulares cada uno de sus bellos filmes.

Un par de paradas más antes de dar por concluida mi recuperación: Vampire (Shunji Iwai) y The Innkeepers (Ti West). Dos pequeños títulos estimulantes que reescriben el género de terror y en los que, al igual que varias de las películas aquí comentadas, se detecta un relato íntimo, una renuncia a lo truculento, un presupuesto exiguo y un aprecio considerable por los personajes. El vampiro de Iwai es un tipo frágil que arrastra un sentimiento de culpa por sus crímenes. Se cita con sus víctimas a través de un foro de Internet en el que los usuarios/usuarias escriben con el deseo de suicidarse. Incapaz de asesinar, organiza encuentros individuales con algunos de ellos y los seduce para que den el paso definitivo, para que mueran de tal manera que él pueda quedarse con su sangre. En cada cita, la cámara de Iwai plasma los últimos instantes compartidos entre verdugo y víctima, y uno tiene la impresión de hallarse en un terreno muy íntimo, en el que nuestro vampiro ejerce de mediador, de cuidador paliativo ante la llegada de una muerte que es, en realidad, deseada. La relación de afecto es tal que, en ocasiones, el crimen no se produce y el único atractivo de la escena está en la cita en sí, en una conversación en la que dos seres se han encontrado. El género vampírico queda, entonces, reducido a lo mínimo: a dos personajes y un deseo compartido.

En The Innkeepers, West realiza una operación parecida a la de Iwai al despojar a su película de fantasmas (modalidad de casa encantada, en este caso) de la mayoría de elementos genéricos comunes. Al contrario que Alexandre Bustillo y Julien Maury en Livide -que intentan abarcar demasiado tras la desnudez física de À l’intérieur (2007)-, el director norteamericano sitúa en la encrucijada al espectador al alargar la no-acción, la espera, de su anterior (y brillante) The House of the Devil (2009) hasta convertirla en un relato suspendido donde dos jóvenes recepcionistas -un chico y una chica- se entretienen charlando de fantasmas en las últimas horas de un hotel que está a punto de cerrar. Sí, existe una leyenda lejana que justifica el malditismo del edificio, pero West apenas se detiene a explicarla y se centra en trabajar sobre la idea del Miedo, en su vertiente más abstracta. Los personajes, sobre todo ella, parten en búsqueda de lo oculto, de aquello que no comprenden, y la película logra captar su perplejidad con pequeños detalles formales y sin recurrir apenas a los sobresaltos repentinos. No es fácil aceptar el juego planteado por el director -comprendo los silbidos cosechados por el filme en una sesión en Sitges de madrugada-, pero si uno se deja llevar por la experiencia del relato, dará tras una puerta con sus propios miedos, íntimos e irracionales.

 

4. Soy libre: ¡Que todo arda!

La semana ha trascurrido mientras escribo estas líneas y la fragilidad matinal de aquel primer día ha dado paso al cansancio acumulado por el esfuerzo laboral. Lejos queda el festival y cada vez me es más difícil plasmar con precisión lo que ocurría en cada uno de sus filmes. A estas alturas, perduran (solo) las sensaciones y a ellas me remito para hablar de Beyond the Black Rainbow (Panos Cosmatos) y Bellflower (Evan Glodell), las dos películas que me alejaron definitivamente de las penurias diarias y que me arrastraron a la pura experiencia cinética, al placer de ser devorado por bellas imágenes en movimiento ante las que uno, extasiado, nunca repara en su sentido. Describir lo que me transmitieron estas dos óperas primas subyugantes es, quizás, un esfuerzo en balde, pero intentémoslo. La primera, ambientada en los ochenta, nos sitúa en un edificio retrofuturista en el que un científico estudia los poderes mentales a partir de una chica que es su cobaya. Existe una institución, se llevan a cabo una serie de experimentos e incluso se emplean vídeos comerciales para provocar “viajes” inequívocamente lisérgicos, pero la trama pronto queda en segundo plano. No es más que un pretexto para que Cosmatos lleve a cabo un reciclaje estético de distintas formas -el arte conceptual, la cultura pop, el primer cine de David Cronenberg, el Andrei Tarkovski de Solaris (Solyaris, 1972)- y construya un complejo artilugio experimental que proporciona un elevado goce cinéfilo/cinéfago. Ensimismada y morosa, ver Beyond the Black Rainbow es como escuchar a Laurie Anderson. Uno transita entre el rechazo y la fascinación, pero, de pronto, se produce la hipnosis. Entonces descubre la insistencia de unos sonidos -de sintetizador-, de unos colores -centelleantes- y de unas formas -geométricas- y aprecia la lentitud de sus travellings y lo cerrado de sus planos. El formato es analógico, en 35 mm, y uno se embelesa con el grano y las genuinas “imperfecciones” de la imagen que le dan al filme una forma inequívocamente material, tangible. Es cine por el cine. Celuloide dedicado a deleitar al espectador. Y cuando vemos al protagonista conduciendo a toda velocidad, cual doctor Mabuse desatado, olvidamos el mundo y queremos ser poseídos por él, arrastrados a un lugar telepático de imágenes y manchas de colores.

En Bellflower todo podría parecer más evidente. Dos veinteañeros californianos, amigos íntimos desde la infancia, están obsesionados con Mad Max (George Miller, 1979) y se pasan el día construyendo lanzallamas para cuando llegue el Apocalipsis. No tienen excesivas preocupaciones: son guapos, no trabajan -no parece hacerles falta- y arrastran un comportamiento post-adolescente. Podrían salir tanto en O. C. (Josh Schwartz, 2003-2007) como en Jackass (V.V.A.A., 2000-2002), pero el director -Glodell, que interpreta a uno de ellos- no está aquí para juzgarlos sino para acompañarlos en sus desdichas, sin cinismo ni ironía. Por ello, en su primer tramo, uno piensa en el mumblecore de Aaron Katz y en esos instantes de estúpida felicidad que comparten los dos. El espectador, por su parte, permanece pegado a la pantalla, engullido por un paisaje amarillento y por una fotografía quemada que avanza la llegada del fuego. El filme arderá después. Los amigos van de fiesta y conocen a unas chicas. La charla es espontánea: todo parece ser posible. Surge una conexión entre Woodrow (Glodell) y Milly (Jessie Wiseman) y ambos viajan en coche hasta un lugar de Texas, su paraíso particular. El trayecto es embaucador, al son de música pop y a toda velocidad por la carretera, y ella le dice a él: “Nos vamos a hacer daño”. Él la abraza: “Soy fuerte”. Miente, porque luego, cuando irrumpen los celos y las traiciones, no sabe cómo reaccionar. Woodrow no comprende la libertad femenina, no acepta que una chica no le quiera. Y la película se adapta a su mirada, a la de unos hombres (o chicos) ingenuos y desorientados que no parecen comprender la llegada de nuevos tiempos para la masculinidad. El duelo da pie a la destrucción y, entonces, ya no hay lugar para la contención: Bellflower se transforma, tal y como ocurría en Melancholia, a causa del estado de ánimo de un personaje y llega un Apocalipsis sentimental.

Es necesario que la violencia estalle, que las llamas surjan en la pantalla y que el automóvil -ideado por los chicos- expulse fuego por el tubo de escape. Habrá quien piense que todo ello es desmedido, que Glodell peca de autocomplaciente y que sus personajes no dejan de ser unos niñatos incapaces de aceptar un desengaño. No creo que sea cierto. Porque esta es una película realizada desde las entrañas, desde la fragilidad de quien sabe que, a veces, es deseable una catarsis que todo lo libere y que nos permita reiniciar nuestras vidas. ¿Alguien sabe cómo fabricar un lanzallamas?

 


(1) Delorme, Stéphane, Entrevista a Lars von Trier. Cahiers du cinéma España, número 50.