No todo es vigilia
Escenas del ocaso
En el interior de lo que parece ser un ascensor metálico, Felisa le reprocha a Antonio haber solicitado el ingreso en una residencia de ancianos. Antonio, tumbado en una cama de hospital, no le responde. Ella continúa con su retahíla arremetiendo contra la vida en esas instituciones con una gracia que no empaña las duras verdades que dice.
Así comienza No todo es vigilia (2014), filme en el que Hermes Paralluelo explora la vida de sus abuelos después de seis décadas de matrimonio, cuando los cuerpos fallan, el tiempo se escapa y la soledad se acentúa. Situado en ese rico espacio que se abre cada vez más entre documental y ficción, No todo es vigilia constituye un retrato sencillo de la vejez empapado de un humor cómplice y cimentado en una cercanía, una confianza y un respeto inmensos por unos protagonistas que, sin quererlo, desgarran la pantalla.
“¿Cómo viviste el proceso de rodaje?”, preguntaba una espectadora tras la proyección del filme en el Festival de Cine de Autor de Barcelona (D’A). “Estaba más joven, aunque me veo vieja. Pero ahora estoy más vieja…”, respondía Felisa sin más. Su historia se cuenta sola, siempre que se sepa escuchar y se sepa observar. La mirada de su nieto es paciente, sabe jugar con los tiempos y la repetición, se aproxima a su manera a las poéticas de la presencia de cines como el de Tsai Ming-liang o Roy Andersson y se detiene en los gestos, precisos y cargados de sentido. En definitiva, sabe entender perfectamente la vejez sin necesidad de deformarla desde la parodia o tensarla desde una realización forzada. Sabe dejarla latir, aún en su ritmo apenas perceptible. Sabe poner en escena la relación natural y pausada de dos personas que lidian con el ocaso de sus vidas desde una lucidez, un humor y una confianza mutua emocionantes, y lo hace con una mirada que se proyecta, a pesar de la intimidad que la acoge, desde la vasta distancia que se extiende desde un nieto a sus abuelos, una distancia que cubre toda una vida. Es palpable este vasto espacio en un filme que respira y fluye, que nos deja habitarlo.
Además de todo lo anterior, y del inmenso trabajo de rodaje –doce semanas repartidas a lo largo de ocho meses lidiando con los achaques y limitaciones físicas propias de los protagonistas–, No todo es vigilia es una película profundamente íntima y sencilla, una de esas pequeñas películas en las que el cine abraza la realidad y la eleva hacia aquello en lo que se convierten las historias cuando se cuentan en la gran pantalla. Y precisamente allá donde el relato clásico encontraba su catarsis y su final, en el beso y la unión, tiene esta historia su remoto origen, materializado en el retrato filmado de Antonio y Felisa cuando eran una joven pareja. En la penúltima secuencia del filme, el matrimonio anciano lo observa desde la cama con nostalgia, alabando su belleza ya arrebatada por el tiempo. A su edad, les queda la pura compañía desde la que contemplar el fluir del tiempo, líquido y espeso. Eso, y que no haga demasiado frío. Y de esa pureza somos habitantes por un ratito.
El final, aunque próximo, está por contar, pero seis décadas después de aquel retrato, el tiempo aún no ha arrebatado todo, y Paralluelo ha sabido dar testimonio fílmico de la historia de dos seres que, desde ya, serán inmortales a través de su palabra y sus gestos filmados. Qué pena que tantas historias no encuentren un acomodo tan dulce como el que Felisa y Antonio encontraron para pasar a la posteridad.
© Bruno Hachero, mayo 2015