Mes séances de lutte

Un método peligroso

 

Un hombre (James Thiérrée) y una mujer (Sara Forestier) se reencuentran. No sabemos mucho de su relación anterior, solo que hubo algo entre ellos que nunca llegó a consumarse. Él la tacha de inestable, ella se mofa de sus inseguridades. Él la acusa de haber flirteado, ella le reprocha su desinterés. El conflicto entre ambos se hace patente ya en los primeros compases del filme. La palabra es un cuchillo afilado con el que provocan a su contrincante y ridiculizan sus debilidades. Pronto, además de con la palabra, empezarán a luchar con sus cuerpos.

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Mes séances de lutte (Jacques Doillon, 2013) sucede en un entorno rural y aislado donde el único vestigio de civilización es un tren que, en la primera escena del filme, cruza el plano a toda velocidad. La acción se desarrolla en el interior de dos casas de campo y en sus alrededores (monte, caminos de arena, una ciénaga…). Durante su segundo encuentro, tras un enfrentamiento físico espontáneo, él sugiere que deberían mantener sesiones de lucha diarias, de este modo ella estaría preparada para afrontar los problemas familiares que la atormentan, vencer al fantasma del padre muerto y reclamar su parte de la herencia. Pero lo que comienza a modo de broma, con la provocación sarcástica de un amante herido, termina convirtiéndose en un ritual irrefrenable y adictivo que adquiere proporciones desmesuradas. La grandeza de Mes séances de lutte consiste en sumergirnos en la dinámica febril de esta pareja, en esta lógica demente que acabamos aceptando como algo natural, como la única vía posible para su relación.

La esgrima verbal precede al combate. Palabra y cuerpo se convierten en instrumentos de lucha. Los encuentros de los protagonistas son, a la vez, intensos enfrentamientos físicos y sesiones psicoanalíticas extremas. Mes séances de lutte no oculta su obsesión por la idea del trauma y su reconstrucción, ni tampoco su fijación con las operaciones de proyección y desplazamiento de la fantasía. De hecho, cada encuentro gravita sobre un conflicto particular que es abordado mediante una forma específica de terapia. Y esto es lo que induce a los protagonistas al combate. Sus peleas no solo provocan su desgaste físico, sino que también terminan facilitando la exteriorización de los sentimientos, la liberación de la ira, la catarsis.

Mes séances de lutte se inscribe en una corriente cinematográfica específica —la exploración psicosexual/existencial de la pareja llevada a cabo por directores como Bernardo Bertolucci (El último tango en París [Ultimo tango a Parigi, 1972]), Alain Tanner (Una llama en mi corazón [Une flamme dans mon coeur, 1987]), Roman Polanski (Lunas de hiel [Bitter Moon, 1992]) o Andrej Zulawski (Szamanka, 1996)—. Pero, al mismo tiempo, el filme reinventa esta tradición al abordarla desde una perspectiva física insólita, convirtiendo los juegos de poder, la indagación sobre el deseo y la experiencia del éxtasis en una lucha de cuerpos literal, explícita y salvaje. Los actores reptan, gatean, pierden el aliento, se arrastran por el suelo, jadean, se abalanzan sobre el otro, lo atacan, lo golpean, forcejean para liberarse de él, gimen, gritan, se animalizan. Sus respiraciones se entrecortan, la piel de sus cuerpos enrojece ante la presión del contrincante y, a medida que avanza el metraje, los arañazos y moratones se vuelven cada vez más numerosos. La duración de las escenas está en perfecta sintonía con la energía de los actores y la lucha solo termina cuando ellos han agotado sus fuerzas.

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El filme adopta la forma de un gran combate. Con su perfecta estructura musical compuesta por quince secuencias, Mes séances de lutte empieza alternando los encuentros de los dos protagonistas con las apariciones de tres personajes secundarios (la hermana, una amiga, un afinador de pianos) que interactúan con ella. Sin embargo, en su segunda mitad, el filme pasa a encadenar los asaltos sin dejar apenas pausa entre ellos. En el medio: un sueño que funciona como punto de inflexión, haciendo desaparecer los elementos que empañaban las sesiones de lucha de los amantes, permitiéndoles enfrentarse en el aquí y el ahora, cara a cara, cuerpo a cuerpo, sin lastres, solo con sus sentimientos. Si los combates de la primera parte habían sido una especie de calentamiento para ahuyentar a los fantasmas y despejar el camino, los de la segunda mitad son un torbellino desbocado de violencia, donde el sexo y la agresión avanzan de la mano, en progresivo crescendo. El deseo, camuflado de indiferencia y desdén en la primera parte de la película, se revela entonces como la razón última de este ritual.

Gracias a una combinación mágica entre la coreografía y la improvisación, escenas que parecen extremadamente difíciles de ejecutar son rodadas en tomas largas que desprenden una naturalidad abrumadora. Incluso los diálogos más extravagantes encajan perfectamente con la personalidad y la actitud de los protagonistas. Doillon puntea con pausas tanto las luchas verbales como las físicas, permitiendo a los actores encontrarse consigo mismos, dejando que el texto y el gesto fluyan de forma natural, rítmica y dinámica, nunca atropellada. James Thiérrée y Sara Forestier forman una pareja perfecta. Él es todo estrategia, control, dominio; ella, en constante lucha consigo misma, es un saco de nervios, electricidad pura, desgaste de energía: un cuerpo poseído por movimientos inquietos, un pequeño diablillo que disfruta mofándose de las enseñanzas filosóficas de su contrincante. Juntos ofrecen uno de los trabajos actorales más excitantes y arriesgados del cine reciente.

Doillon sabe cómo trabajar con la tensión a pequeña y a gran escala, en cada uno de los asaltos y en el arco global del combate, y esto hace de Mes séances de lutte un filme apasionante y sorprendente a cada momento, una experiencia cinematográfica de una intensidad poco frecuente, un psicoanálisis salvaje en el que el espectador se sumerge con una mezcla de fascinación y temor, consciente de que lo que está viendo es el resultado de la aplicación de un método peligroso (dentro y fuera de la ficción).

 

© Cristina Álvarez López, junio 2014