La luz de Abel Gance

Entre la tragedia y el melodrama

Es una revelación conocer a uno de los hombres más insondables del cine. Él fue literato primero y cineasta después. Y conocía a todos los grandes filósofos. Incluso llevaba sus reflexiones en un diario que hoy es otra de sus obras maestras. Ahí reflexionó sobre sobre las vanguardias artísticas, sobre Friedrich Nietzsche, sobre la tragedia… el cine fue como un fruto maduro que acabó cayendo en sus manos tiempo después.


Abel Gance (1889-1981) se comparaba con Napoleón como aniquilador de las viejas ideas. No es que Gance quisiera crear un Imperio, pero sí veía en sus manos el destino del Arte. Como el mismo cine, él había nacido en medio de la piedad cristiana, de la novela de folletín, de la literatura burguesa, pero tenía en su poder la máquina más vanguardista de todas, capaz de crear las más potentes imágenes con las que destruir la vieja herencia de la literatura de salón. Si en una escena de su película Napoleón (Napoleon, 1927), el general francés se dirige a adquirir nuevas fuerzas dentro de los muros de la Convención, “desierta en aquella hora, pero todavía reverberando con los grandes ecos de la Revolución”, Gance adquiría poder con el cinematógrafo, de una creatividad incipiente todavía, pero reverberando con la energía de la vanguardia surrealista. Su obra puso en crisis la estabilidad del cine anterior con un montaje de martillazos, de choques de trenes, donde era posible el choque de una rueda y un rostro que se muere y el choque de rostros pusilánimes frente a un alzado Napoleón… Logró plasmar la dialéctica entre lo viejo que se derrumba y lo nuevo que se abre paso y trató de crear, según sus propias palabras, una “nueva forma de arte para hacer elevar la cabeza de los hombres, puesto que ya no miraban más que al suelo” (1).

«Napoleón», de Abel Gance

El cineasta francés ofreció la visión espiritual del mundo mecanizado. Positivista y anti-positivista a la vez, Gance reclamó una experiencia más mística en la sociedad de su momento, al tiempo que se consagraba al estudio de la ciencia; el cine era para él un mecanismo más de la vida moderna, como la locomotora; pero también sabía que si aprendía a utilizarlo podría llegar a expresar el interior mismo de los hombres.

Su profundo dolor fue ese; sabía del constante sufrir del ser humano, de su desgarro, de su colmo de duda y heridas, y conocía también la ilusión de la obra de arte, su carácter etéreo y finito, su condición de engaño. Pretender someter la realidad inmaterial del espíritu a la opresión de la máquina de cine, como la carne encierra al alma invisible, no era más que pura tentativa porque el interior de los hombres es inagotable; a pesar de que se rasgue su abismo interno para intentar comprenderlo en una obra de arte, su interioridad nunca se extinguirá. Una imagen que intentase compendiar el sufrimiento interior, solo podría servir para dotar de apariencia al desconsuelo de la humanidad. Y las apariencias se diluyen con el paso del tiempo, quedan en la nada. Nunca creyó haber llegado a someter al espíritu por completo, pero en su intento creó las más bellas obras. Él escribía que la misma permanencia del dolor era la que esculpía nuestros sueños, unas veces tan bellos, otras veces tan horrendos.

“Bajo pilares a cielo abierto, algunos vitrales se encienden en charcos de lodo. (…) ¿Creer? ¿Por qué?… el dolor les construye tan bellas catedrales”. (2)

«La décima sinfonía», de Abel Gance

Así le ocurre a Enrid, un compositor, en la escena central de La décima sinfonía (La dixième symphonie, 1918), donde el personaje presagia el fin de su matrimonio. El pasado de libertina de Eve, su mujer, amenaza con darse a conocer, en un tiempo en que una mancha en la biografía de una persona podía significar el divorcio. Enrid, ante un desconsuelo que se hace insoportable, en su salón, ante su piano, rodeado de sus amigos y familiares, transformará su dolor en una composición musical. Como Abel Gance, el personaje transfigura su desconsuelo espiritual en un bello monumento. Mientras el compositor se encuentra absorto ejecutando su melodía, sus invitados se quedarán contagiados por la emoción del momento. Cuanto mayor el dolor mayor el impacto de la obra. El salón se convierte en escenario para un melodrama decimonónico, el de las pasiones ocultas, el de las dudas de amor; pero el dolor, lo trágico, es real. Al final de la escena, Eve escribirá sobre la partitura un título para la obra, “La décima sinfonía”, y se desmayará.

«La rueda», de Abel Gance

En La rueda (La Roue, 1923), el melodrama de la vida de un ferroviario es equivalente a la tragedia del mito de Sísifo, como un interminable tránsito de muerte y resurrección. Sísifo, así se llama también el protagonista, se enfrenta a un porvenir que se mofa de él. Le arrebata a su hijo, a su trabajo, le deja ciego. Debajo de esta sucesión desgraciada de melodrama de folletín, yace la tragedia. Como los grandes héroes, este trabajador de clase baja de una Francia mecanizada, este hombre de cara tiznada, estará a su manera en lucha con el Destino. Será arrastrado en la rueda de la Fortuna que todo lo destruye. Tras acabar sumido en la miseria y el dolor, como encargado del funicular del Mont Blanc, encontrará algo de paz gracias al regreso de su hijastra.

En las escenas rodadas en el paraje sublime e inabarcable de las altas montañas nevadas, Gance filmará un renacimiento de tiempos pasados. Un renacimiento de formas que retornan y retornan una y otra vez, como la rueda pagana del Destino, como la rueda de la locomotora, como el baile ancestral de Dionisos. “Mientras muere y renace lo perecedero, el espíritu eterno permanece”, dejó escrito el cineasta (3). La carne es dolorosa y está en continua génesis. El alma se mantiene. Así, el Gance cristiano que cree en la permanencia del espíritu a pesar del dolor que supone la muerte de la carne se une al Gance nietzscheano que sonríe frente al drama del paso del tiempo.

«La rueda», de Abel Gance

En las escenas finales de La rueda, Sísifo y su hijastra están de nuevo felices porque se han reencontrado. Fuera, gentes sencillas de una aldea cercana bailan entrelazadas en medio de un páramo nevado, entre las montañas. La hijastra se unirá a ellos. Pero antes de sumarse a este canto a la vida en medio de la inmensidad de la más sublime naturaleza, antes de cantar a la vida y al paso del tiempo, Norma se mira al espejo, entrevé unas arrugas incipientes en su frente, se entristece, vuelve a escuchar los cantos que provienen de fuera de su habitación, cantos que la llaman y la incitan a seguir viviendo, sonríe con melancolía, deja el espejo, y sale. Mientras, por obra del montaje, intuimos que, en contraposición al baile vivificador, el rostro de Sísifo se apaga. Es la dialéctica entre lo permanente y lo pasajero, entre el espíritu en eterno retorno y el paso del tiempo, entre la rueda implacable y el dolor mortuorio del ferroviario, que en poco tiempo dejará de ser arrastrado por ella. “Imposibilidad de renunciar a sufrir si uno no quiere renunciar a vivir”, en palabras de Gance (4). “El consuelo metafísico de que, en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera”, en palabras de Nietzsche (5). Pero también es la contraposición entre la fórmula melodramática como dotadora de sentido aparente (por ejemplo, el ferroviario que describe su muerte al dejar caer una miniatura de su locomotora al suelo) y lo real trágico (por ejemplo, el baile de Dionisos).

«Yo acuso», de Abel Gance

En el último tramo de Yo acuso (J’accuse, 1919), Jean Díaz ha perdido toda su cordura; el haber presenciado la matanza de la Gran Guerra le supera, y exclama su denuncia contra el Sol, testigo de la barbarie, como si se tratara de un poeta romántico. Su actitud es semejante a la de una poesía de Novalis, un autor que se desesperaba por la neutralidad del universo ante el sufrimiento del hombre.

“¿Puedes tú ofrecerme un corazón eternamente fiel?
¿Tiene tu Sol ojos amorosos que me reconozcan?
¿Puede mi mano ansiosa alcanzar tus estrellas?
¿Me van a devolver ellas el tierno apretón y una palabra amable?” (6)

A la vez hombre trágico y teísta, Gance aprecia en Dios, como en la luz, al hacedor que no se ve pero que hace que todo exista. La luz parece estar imbuida de un sentido divino. En la última escena de Yo acuso, tras la denuncia de Jean Díaz, un rayo de luz solar se cuela por la ventana de su habitación, dejando intuir una presencia divina que no acaba de manifestarse, una esperanza casi palpable, décadas antes de los planos equiparables que filmarán Andrei Tarkovski en Stalker (1979) o Béla Tar en Sátántangó (1994), movidos en la duda, entre la intuición de un trascendentalismo y la atmósfera de un vacío. Gance, como uno de los últimos dialécticos negativos y, al tiempo, uno de los primeros cineastas modernos, pone lenguaje a la angustia haciendo uso del melodrama y se pregunta con sus imágenes si es la mirada del hombre la que desvela los signos como divinos, o si transfigura el hombre su dolor en un sueño de luz. Se debatió entre la moral y el abismo, entre la tranquilidad que le proporcionaba la forma dulce y apolínea de la narración y el dolor dionisíaco del conocimiento de lo que somos. Como romántico cristiano se preguntaba si algún Dios captaría su mano alterada y como nietzscheano dudaba de si nadie le guardaría jamás de su infortunio. En definitiva, su pulsión conservadora le impelía a creer en el ángel de la historia que quiere detenerse para reparar lo destruido y, como conocedor de la tragedia esquílea, nunca pudo olvidarse de la resignación a entregarse a lo que estaba por encima de él.

«Sátántangó» (Béla Tarr) y «Stalker» (Andrei Tarkovsky)

“He llegado al movimiento circular de Nietzsche, todas las cosas indefinidamente repetidas, pero intentaré ir más lejos: al girar siempre, resultará que los soles cambiarán de luz, que los sonidos se harán cada vez más divinos y que el ser espiritual se hará cada vez más perfecto; y esto no según las leyes del círculo, sino según las leyes de la espiral, esta rueda que avanza por su centro, ese tifón magnético de las energía contrarias”. (7)

 

© Alejandro Mucientes, abril de 2020

 

 

(1) GANCE, Abel; Prisma: Apuntes de un cineasta, Cactus, 2014
(2) Ver nota 1
(3)Ver nota 1
(4) Ver nota 1
(5)NIETZSCHE, Friedrich; El nacimiento de la tragedia, Biblioteca Nueva, 2007
(6) NOVALIS; Himnos a la noche, Cátedra, 2004
(7) Ver nota 1.