Americana 2020

Huir hacia adelante

 

La película de Carlo Mirabella-Davis, Swallow (2019), tiene un plano inicial de lo más interesante. La cabeza de su protagonista, la bella y joven Hunter (Haley Benett), aparece de espaldas oteando el gris horizonte desde la terraza de su casa. Su primer gesto consiste en pasarse la mano por el pelo para confirmar que todo en su cuidado peinado está en su sitio. Con un ambiente sereno, Mirabella-Davis nos hace una presentación de la paz y la sencillez que parecen emanar de la vida de esta mujer perfeccionista, pulcra y delicada. Los posteriores planos acaban de definir su personalidad vemos a Hunter recogiendo hojas de la piscina, retocando la cómoda de su habitación o mirando los colores rojizos de una canica al trasluz. Pero también observamos, por obra de montaje, el degollamiento de un cordero, la cocción de su carne y el bocado poco hecho que se lleva la protagonista a la boca en una cena familiar. Lo bello, superficial y cotidiano es transgredido desde el primer momento por la brutalidad, la visceralidad y el hambre que parecen inscritas en las convenciones sociales.

«Swallow»

Fake it until you make it

Este cuento desgarrador sobre una mujer con tantos contrastes, atrapada en su escasez de asertividad pero a su vez con una presencia muy firme y concisa, consiguió el Premio del Jurado Joven en la sección Next de la 7ª edición del Americana, festival de cine independiente norteamericano de Barcelona, celebrado del 3 al 8 de marzo de 2020. Pese a situarse en un contexto totalmente diferente, Swallow podría considerarse una película sintomática sobre esa toxicidad social, que describiría a grandes rasgos no ya solo un confrontamiento entre individuo y sociedad, sino también los tiempos de enajenamiento que estamos viviendo en la actualidad, en los que el contacto social parece de pronto no encajar más en los planes del individuo por motivos de supervivencia.

Hunter, por su parte, lucha por equilibrar su vida a solas en casa y su vida marital. Trata de ensamblar al mismo tiempo su comportamiento de perfecta ama de casa con su nueva filia por devorar objetos no comestibles. En otra escena de la película, el personaje de su suegra Katherine (Elizabeth Marvel) le regala una frase para alcanzar la felicidad marital, que podría resumir muy bien las aspiraciones propias de Hunter: “Fake it until you make it”. Seis palabras que manifiestan un comportamiento intrínseco en el carácter de la protagonista, ansiosa porque sus sombras no devoren sus luces, deseosa de poder compaginar su parte socialmente agradable con sus filias más personales.

«Swallow»

La estética global del film de Mirabella-Davis parece diseñada con sumo detalle, en constante diálogo con el relato y la psicología de sus personajes: un campo de colores cálidos para la intensa y pasional Hunter, más fríos para su marido, Richie (Austin Stowell), distante a toda clase de entendimiento del problema que está perjudicando su matrimonio. En la puesta en escena, se trabajan los planos simétricos y conceptuales aprovechando la arquitectura de la casa. Además, la cuidada planificación facilita que la inserción de los elementos más escatológicos no resulte del todo apabullante. Existe, pues, belleza en la (auto)destrucción de Hunter, pues toda imagen desestabilizadora se organiza de manera equilibrada o sutil. En su día a día es posible convivir con ese retoque del cabello que se va repitiendo en numerosas ocasiones, con la recogida de los objetos evacuados en el inodoro, con su boca manchada de estiércol o con las imágenes de una placenta en un vídeo sobre nutrición post-parto. Cara y cruz de un mismo trastorno. Los motivos traumáticos no faltan en un guion, escrito por el mismo Mirabella-Davis, en el que la herida termina aflorando en un transcurso de los hechos más orgánico de lo que pudiese parecer en un comienzo; así como en unos diálogos que parecen querer afianzar un discurso feminista sobre la propiedad del cuerpo. El director estadounidense trabaja constantemente con la idea de emancipación y, en una escena significativa, la extrapola a un terreno más universal filmando a todas las chicas que entran y salen de un baño público cualquiera después de que Hunter abandone la estancia hacia un futuro incierto. Aquel donde la cultura occidental, y todos sus festivales y congregaciones, se dirige en estos momentos.

Cuando existían los festivales de cine

El hecho de escribir hoy sobre el Americana resulta ser un privilegio con el que no contaba, ya que fue uno de los últimos festivales de Barcelona que se salvaron de su supresión. La preocupación ante el COVID-19 a nivel mundial no solo ha cambiado nuestro día a día de manera tajante, sino que se ha llevado toda oferta cultural de las calles, dejando únicamente la nostalgia de que una vez —hace ahora poco más de dos semanas— existieron los festivales de cine en los que era posible programar un ritmo de nueve o doce pases de suma calidad cada tarde y, con ello, concentrar a más de un centenar de personas en una sala sin medidas de distanciamiento. En su lugar, los discursos alarmantes sobre infecciones y escasez de recursos han viralizado ya de por sí los medios de comunicación, las conversaciones y los relatos. La ciencia ficción parece haberse instalado en nuestra rutina y tratamos de convivir en el aislamiento por un mal invisible, la desconfianza hacia los desconocidos y la evasión del contacto social. Realizar una crónica de algunas de las películas que se pudieron ver durante el Americana bajo el prisma de esta crisis global otorga una nueva dimensión vírica sobre el estado de la sociedad y del individuo casi a cada narrativa que pudimos presenciar en los cines Girona. Ante un colectivo infecto en el que no parecen encajar, los protagonistas de muchos de los filmes exhibidos en el festival persiguen constantemente su identidad o se reafirman en la misma.

Una imagen de la entrega de premios del Americana 2020

Pero esta búsqueda no solo afecta a las ficciones y documentales del Americana, sino también al propio festival que, en su séptima edición, muestra claros indicios de grandeza y de extensión de miradas en su programación. La proyección de Matthias y Maxime (Xavier Dolan, 2019), Mano de obra (David Zonana, 2019) o Chicuarotes (Gael García Bernal, 2019) en el festival ha sido posible gracias a una nueva política en la organización, desde la cual se ha decidido ampliar por primera vez el área geográfica de selección de películas, incluyendo los dos países que completan el territorio norteamericano: Canadá y México. La apertura de fronteras encuentra su justificación en que algunas de las narrativas incorporadas dotan de una mayor visibilidad lingüística al festival y comparten en espíritu ciertas características del indie estadounidense que pudimos conocer en pasadas ediciones. A rasgos generales, estas películas presentaron una cierta crítica a un estado socioeconómico influenciado por el país vecino; ficciones desplazadas de las poblaciones que acostumbran a colmar el grueso del cine más comercial y, por tanto, representaciones de zonas rurales o más despobladas y la inmigración que ello manifiesta; y un gusto por una puesta en escena naturalizada, que evita fuertes manierismos a favor de una narrativa que prima por encima de la estética.

Encuentros en Norteamérica

La nueva película del quebequense Denis Côté vendría a recoger gran parte de estas características, además de adelantarse extrañamente a esa amenaza del exterior que nos confine en estos momentos. El director presentó su Antología de un pueblo fantasma (Répertoire des villes disparues, 2019) ante una sala abarrotada. Su título resulta muy descriptivo si tenemos en cuenta que Côté relata los cambios físicos y mentales que sufre un pueblo gélido y remoto de Quebec desde el suicidio de Simon, uno de sus habitantes, y la aparición de unos extraños niños con caretas siniestras. Los traumas colectivos se presentan aquí en forma de fantasmas impasibles en lo que resulta un cruce de miradas entre la tristeza perenne de A Ghost Story de David Lowery (2017) y el juego con el fantástico integrado en la cotidianeidad del retrato social, visto recientemente en Atlantique, de Mati Diop (2019). Todo tipo de exaltación queda reducida bajo el filtro sombrío de un pueblo sumido en la quietud y una pátina de niebla, lo cual afecta también al tono del film. El cineasta, que adapta la novela homónima de Laurence Olivier, es fiel, en cierto modo, a lo que promete el título de su filme (“Repertorio de pueblos desaparecidos”, en el original francés) y muestra la intención de describir desde lo particular el estado real de un Canadá vacío.

«Antología de un pueblo fantasma»

Las piernas de un hombre inerte, al que no llegamos a verle el rostro, asoman en la oscuridad de unas escaleras. El plano se mantiene tan fijo como la extraña quietud del cuerpo que retrata, como si de alguna manera Côté quisiera señalar la permanencia del recuerdo, aunque este mismo se intente desechar de la conciencia colectiva. Su película antológica es una suerte de ficción próxima al documental antropológico, con un ritmo narrativo pausado y gran diversidad de personajes. Amante de las llanuras más solitarias que pueblan gran parte de su filmografía, Côté vuelve a acercarnos a un paraje natural que invita a la contemplación y lo hace mediante una fotografía granulada por su escasa exposición, tan oscura en algunos momentos como resplandeciente en otros en los que la nieve y la niebla ciegan la visión. Los momentos más sobrenaturales son filmados en plena luz del día, casi como si surgieran al margen de la tradición dominante del género de terror, de cuartos oscuros y pesadillas nocturnas. Aquí sí hay casas vacías con fantasmas incluidos, pero lejos de ejercer el susto, llegan a formar una parte intrínseca en la cotidianeidad de los personajes que, en cierto momento, dejan de sorprenderse por las presencias extrañas o entender el porqué de las cosas. Solo el protagonista, Jimmy (Robert Naylor), hermano del fallecido Simon, sigue atormentándose por la causa de su suicidio.

En las antípodas de la película de Côté se encuentra The Vast of Night (2019), segundo largometraje de Andrew Patterson presentado en la sección Next bajo el preámbulo del crítico Antonio José Navarro, gran conocedor y estudioso de la cultura norteamericana en el cine. La cinta, que sí comparte con Côté el gusto por el fantástico, ostenta uno de las coreografías entre puesta en escena y montaje más interesantes del festival. Del uso de la cámara se desprende una entidad omnipresente, capaz de independizarse de la figuración y moverse por sí sola. Realiza diversos planos secuencia dinámicos que deambulan a ras de suelo o se cuelan por las ventanas de un instituto, como el comienzo en el que seguimos el viaje que realiza Everett (Jake Horowitz) desde el centro escolar donde se juega un partido de baloncesto hasta la oficina telefónica donde Fay (Sierra McCormick) trabaja de noche. Pero cuando la trama necesita la máxima atención del espectador, la velocidad se vuelve detenimiento, permitiendo que los efectos de sonido y el diálogo primen por encima de las virguerías formales durante varios minutos. Es en estos instantes cuando la cámara se va acercando al rostro del intérprete con una lentitud pasmosa, milímetro a milímetro. Lo hace durante dos notables secuencias: cuando Fay intenta contactar con un radioyente que asegura haber oído a unos extraterrestres, y cuando la pareja de protagonistas entrevista a una mujer mayor en su casa. El tiempo parece paralizarse en un momento en el que únicamente existe el relato que se narra y el efecto que el mismo tiene en los rostros de sus personajes. En otras ocasiones la imagen parece ausentarse, dejando al espectador a oscuras por un breve período de tiempo, únicamente absorbiendo lo que el sonido permite descifrar. De regreso a la acción, el montaje se vuelve hábil, con planos muy breves y travellings que intensifican el dramatismo del misterio.

«The Vast of Night»

Patterson basa en los movimientos de cámara y la disposición escénica casi todo el conjunto expresivo de su película, pero también se ciñe al género en el que está enmarcada. Cuando en su comienzo retrata el salón de una vivienda en la que únicamente encontramos la presencia de un televisor encendido y mediante un travelling lento el plano se va colando en el interior de la pantalla, el relato televisivo se convierte en nuestro relato. En el interior de la máquina, efectivamente la historia se asemeja en forma y fondo a un capítulo de La dimensión desconocida (The Twilight Zone, Rod Sterling, 1959) o las primeras historias sci-fi de Steven Spielberg. El director estadounidense no esconde sus referentes, a los cuales rinde un sincero homenaje. The Vast of Night se recrea en la oralidad y el misterio propio de las historias contadas alrededor de una hoguera, con la firme voluntad de recuperar una tradición fantástica que prefiere sugerir en palabras antes que mostrar en imágenes. Cabría esperar de Patterson una carrera prometedora, aunque su aspecto más interesante resida en un estilo todavía por pulir, pues todavía no se equilibra la balanza entre aquellas decisiones formales genuinas y aquellas otras en las que los referentes no son demasiado sutiles.

Una huida hacia adelante

Las identidades fluctuantes fueron una constante en estos seis días de cine indie. Pienso en obras como Seberg (Benedict Andrews, 2019), película de clausura del festival en la que la popular actriz de la Nouvelle Vague Jean Seberg (Kirsten Stewart) busca la manera de involucrarse en el activismo contra el racismo en Estados Unidos. O la vibrante Give Me Liberty (Kirill Mikhanovsky), en la que un conductor de pasajeros de movilidad reducida (Chris Galust) lucha por encontrar el punto intermedio entre ser civilmente solidario y un buen empleado. Pero me llaman especial atención la cantidad de obras que giraron en torno a una idea de masculinidad preestablecida (heteronormativa, violenta, escasamente comunicativa o insensible) para explorar las posibilidades de que sus personajes encuentren un rol de género que se adecúe a su forma de ser. Es el caso de La mejor defensa es un buen ataque (The Art of Self-Defense, 2019), sátira de humor negro del guionista y director Riley Stearns con un Jesse Eisenberg traumado por una experiencia desagradable, pero también de Mickey and the Bear (2019), ópera prima de Annabelle Attanasio, quien sitúa un drama paterno-filial en un escenario tan desolado como los suburbios del estado de Montana. En la película, Mickey (Camila Morrone), una joven obligada a cuidar de su padre, un veterano de guerra adicto a las drogas y el alcohol, trata de encontrar el balance entre su parte más femenina, vinculada a su pasado ligado al recuerdo de su madre fallecida, o su presente masculino, en el que viste y se comporta de manera desenfadada para no suscitar en su padre deseos involuntarios.

En un momento determinante de la narración, Mickey huye de casa corriendo por la carretera, y el plano, que acompaña a la chica en su frontalidad, se vuelve cada vez más inestable. Su movimiento vibratorio la sigue con cada paso y cada exhalación. La silueta de Mickey es cada vez menos nítida y las ondas de su pelo se van fundiendo con la oscuridad de la noche. Se desprende de esta huida cierto recuerdo a François Truffaut y su Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959), con la diferencia de que la joven no tiene mar (ni destino) al que llegar. Pienso también en otras películas recientes donde la protagonista estalla en sus ansias de correr mediante el mismo motivo visual de la huida hacia adelante sin un rumbo fijo, como la noruega El viaje de Nisha (Hva vil folk si, Iram Haq, 2017) o la española María (y los demás) (Nelly Reguera, 2016).

«Matthias y Maxime»

La reafirmación de cierta masculinidad también llega al colectivo homosexual de la mano de uno de sus abanderados más reconocidos en el cine independiente francófono: Xavier Dolan, que vuelve a la dirección y la interpretación con Matthias y Maxime (2019). La película relata la extraña relación que se produce entre dos amigos de toda la vida después de que, por exigencias del guion —real y ficticio— deban darse un beso en la escena de un cortometraje. La premisa del filme acerca de los sentimientos de cada personaje, supuestamente heterosexuales, no impide a Dolan insertar una de sus habituales relaciones tortuosas con la maternidad y algunos de sus juegos con las formas cinematográficas, vinculados directamente a la psicología de los personajes. La escena del espejo en la que de pronto desaparece la mancha de nacimiento en el rostro de Maxime (Dolan), cargada de simbología sobre la propia aceptación, está dotada de cierto realismo mágico a la altura, en cuanto a calidad imaginativa, de la secuencia de Mommy (2014) en la que su protagonista consigue agrandar el formato de la pantalla de un 4:3 a un 16:9. La imagen acelerada, la música pop y la visión subjetiva no faltan en una historia que señala hacia un retorno del Dolan más genuino pero también hacia una sobrecarga de los vicios gestuales y muecas que el enfant terrible canadiense ha adoptado con sus dotes interpretativas.

Por su parte, el drama social mexicano Mano de obra, que también estuvo presente en la pasada edición del Festival de San Sebastián, comparte muy bien ese espíritu faker de identidades simuladas que le ha hecho compararse con, ni más ni menos, que la surcoreana Parásitos (Gisaengchung, Bong Joon-ho, 2019). La grieta en el sistema es clave en este filme para que por ella puedan colarse los obreros ninguneados y así acceder al espacio privilegiado de un chalet recién construido. El diseño de producción de Ivonne Fuentes destaca por el contraste entre el hogar precario con tendencia al horror vacui y el casoplón minimal de clase alta, pero también cómo evidencia visualmente la colonización gradual de las habitaciones de paredes vacías, como si de un lienzo en blanco se tratase, esperando a ser pintado con vida. Francisco (Luis Alberti) es un obrero que no duda ni un segundo en coger lo que piensa que le pertenece: la vida cómoda que tanto le ha sido negada. El problema, según deja entrever la película, es que el cambio de estamento requiere un cambio de mentalidad, y ello no casa bien —literalmente—con las puertas abiertas del comunismo que todavía rigen en su mentalidad.

Nuestro lugar en la sociedad

La protagonista de la absurda (pero brillante) Greener Grass (2019), de Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe, realiza el trayecto inverso al protagonista de Mano de obra. En el típico barrio de clase media-alta estadounidense los residentes compiten para ser los mejores en todo: la crianza de sus hijos, el cuidado de sus piscinas y, por encima de todo, el mejor vecino. Por ello, y aun a riesgo de arrepentirse, Jill (la misma DeBoer) le regala a Lisa (Luebbe) su propio bebé. Esto será el comienzo de una pesadilla en la que sus privilegios y su credibilidad como madre irán menguando a medida que su entorno más próximo se va transformando. La inadaptación y, nuevamente, el consentimiento prolongado —factor en común con la citada Swallow, aparte de su estética cincuentera—, conforman la gran crítica hacia un insostenible American Way of Life que se desprende ya desde la presentación de los créditos iniciales de la película, donde la híper-forzada sonrisa de una mujer en primer plano conceptualiza lúcidamente la falsedad a la que tanto sistema como personajes están sometidos.

«Greener Grass»

La estética kitsch con colores pastel en el conjunto de la escenografía —vestuario y  decorados—, el comportamiento naíf de sus intérpretes y una arquitectura de Playmobil que mima cada detalle con flores de plástico o guirnaldas excesivas definen una comedia deudora de los sketches humorísticos televisivos. Si antes hablábamos en términos de viralidad, Greener Grass es una de las películas del festival que fuertemente se van extendiendo en el cerebro, incluso después de su visionado, debido a la potencialidad de sus gags visuales, su imaginación ilimitada y una fuerte crítica social que se despliega en múltiples capas con cada diálogo. Lástima que sus directoras, dúo humorístico que promete una sólida carrera con una fresca mirada, no pudiesen viajar a Barcelona a presentarla ante la creciente preocupación por el coronavirus.

El próximo gran paso del Americana en esta consagración como festival de referencia podría derivar en una búsqueda de espacios más amplios de proyección, con una calidad óptima de imagen y sonido como el cine Phenomena, responsable este año de la inauguración. Por el contrario, establecerse en los Girona supondría afincarse como cita anual en los cines de barrio que lo han visto crecer, donde gana ese ambiente familiar, confidente y apasionado por las pequeñas historias. Por el momento, el festival de Xavi Lezcano y Josep María Machado crece a buen ritmo y plantea interesantes incógnitas sobre la envergadura que puede llegar a abarcar en un futuro si sigue apostando por una mayor cantidad de películas de un considerable calibre autoral, tal y como apunta. Pero sobre todo afianza un público interesado en un cine indie que, si bien hace tiempo que dejó de serlo por completo debido a la entrada en el sector de grandes financiadores y personalidades creadoras no tan desconocidas, sustenta un interés muy concreto en la narración de pequeñas grandes historias locales, que reflejan un estado social determinado y un sentimiento de enajenación del individuo en el entorno más inapropiado.

 

© Alberto Richart, marzo de 2020