La imatge permanent

La familia que resiste


Desde que el universo empezó a latir
todo tiende a separarse, en realidad no hay nadie
que no se esté separando: los objetos expandiéndose
en la luz del amanecer, tu hija creciendo
como una planta carnívora que sujeta
al insecto de manera religiosa.


Con estos versos rozando el criptograma absurdo, Laura Ferrés invoca en su primer largometraje la lírica de Fabián Casas. Concretamente, el Puro heavy metal de su compendio Últimos poemas en prozac (Emecé, 2019). Pero La imatge permanent no gira en torno a este profeta del urbanismo zen. Sus versos son un detalle más de este complejo tapiz de tiempos y espacios a medio camino entre el drama y la ironía. De hecho, hay una escena que bien podría tomarle la temperatura a este debut extraordinario. En ella, Carmen, que encarna la actriz natural María Luengo, recita a Casas en fuera de campo mientras dos buques mercantes navegan en el horizonte del litoral barcelonés. El personaje declama que todo tiende a separarse y los barcos culminan su lento desplazamiento agrupando su contorno en uno solo. Como si toda la materia del universo en expansión redujera sus infinitas posibilidades en un abrazo esporádico. El debut de Ferrés —Espiga de Oro en la Seminci— estimula abstracciones como ésta. La quietud de sus planos, la distancia alienante de los elementos respecto a la cámara —quizá la versión tierna del cine de Chema García Ibarra— y una distensión ocasional entre lo que se ve y lo que se escucha refuerzan una puesta en escena cargada de fugas y desvíos. Como si la película fuera una habitación con las ventanas siempre abiertas. Como si todas las imágenes a las que da cobijo fueran el resultado de una mirada receptiva que parte de un relato maternofilial —coescrito con Carlos Vermut y Ulises Porra— para ir sumando distintas capas de lectura. Suena disperso, tal vez confuso, pero lo cierto es que La imatge permanent es puro cine juguetón. Un enigma escondido en el núcleo de una cebolla.

Todo empieza con una pista. El retrato inquietante de una familia en blanco y negro. Antonia es una adolescente descarada de la Andalucía rural de posguerra que interpreta la debutante Saraida Llamas y que posa sentada junto a su madre, Milagros. Detrás suyo, cuelga una cortina oscura. De repente, la imagen corta a negro al compás de un disparador. Según Ferrés, lo que sucede a continuación define la película. Los personajes se van revelando en un fundido de apertura. A mano izquierda, Antonia. A mano derecha, Milagros. En el centro, un fantasma. Y, de nuevo, la encargada de explicar esta imagen no puede ser otra que María Luengo. El pasado andaluz ya no existe. En su lugar, un presente catalán irrumpe como un giro copernicano partiendo el relato en dos. Por lo visto, la foto, ahora plastificada en un álbum familiar, se hizo mediante una doble exposición entre el retrato de madre e hija y otro del patriarca que desapareció en la Guerra Civil. Los tres aparecen encadenados en un mismo encuadre, clausurados en una misma memoria, pero las protagonistas son ellas.

Por un lado, Antonia, la joven rebelde de una España en los márgenes que sueña con ver el mar por primera vez, que aprende a leer en voz alta un cartel publicitario de la Virgen del Carmen —Santa Bayer, la llama— y simula pelar un plátano con los dedos. Su vida podría seguir por este camino, pero se queda embarazada de un bebé al que decide renunciar y escapa. Décadas más tarde, conocemos a Carmen, ciudadana contemporánea de un barrio también en los márgenes que, cuando no está recitando versos de Fabián Casas, trabaja como asistente de casting en una agencia de publicidad y visita a su madre. Como la madre del episodio anterior, también se llama Milagros —¿o será la misma?— y le encanta merendar medio plátano en compañía de su hija.

Finalmente, está Antonia. No la niña que escapó, sino la mujer que interpreta Rosario Ortega —otra actriz natural—, que se dedica a la venta ambulante de perfumes elaborados por ella. Algunos, incluso, con aroma de plátano. Articulando estas pistas, Ferrés hace coincidir a Carmen y Antonia en cuatro momentos clave resueltos de forma ingeniosa. Primero, uniendo sus miradas en el hueco de una estación de metro. Como si el marco fotográfico dispuesto en la introducción mutara en otro de carácter esporádico. Segundo, Carmen se encuentra en plena búsqueda de “gente auténtica” —un eufemismo utilizado en su empresa para detectar personas de clase baja para un spot electoral— y se topa con Antonia en la esquina de un edificio de El Prat. Sin conocerla todavía, empieza a grabarla frontalmente y provoca su ira. Lo que queda registrado es la imagen borrosa de Antonia dirigiéndose hacia la cámara. Tal vez un rastro de ese revelado por el que transitan paulatinamente los personajes hasta alcanzar una identidad nítida. Tercero, cuando la búsqueda de perfiles para el casting deriva en la búsqueda de Antonia, llega una hermosa escena que marca el inicio de su relación íntima. Carmen está sentada en un cine vacío donde se proyectan aguas marinas —las mismas que Antonia nunca vio de pequeña— y Ferrés las agrupa en un espacio que, como la película, ayuda a preservar la memoria y estrechar lazos. Cuarto y último, el destino quiere que las tres mujeres celebren su reencuentro comiéndose un plátano en una estampa final entre lo cotidiano y lo sublime donde lo femenino es sinónimo de sororidad reconciliadora. En este sentido, La imatge permanent destila ideas nobles. Pero también se lee como una comedia radical por su capacidad para despertar la risa, ese espasmo que —según la autora— “revela la falta de razón”.

Un retrato íntimo

No por casualidad, su anterior trabajo aprovechaba la problemática social para abordar la herencia y los afectos sin descuidar el sentido del humor. Los desheredados (2017) —mejor corto documental en los Goya y en la Semana de la Crítica de Cannes— deslumbró con el seguimiento de los últimos días de una pequeña empresa de autocares regentada por el padre de la directora, Pere Ferrés. Cuestiones como el desempleo, la resaca de una crisis económica todavía latente y la necesidad de reinventarse a los 53 años adquirían una dimensión plural. La dignidad del patriarca quedaba impresa, pero sin renunciar a lo cómico. Un baile catártico en la discoteca a ritmo de Joe Crepúsculo o la venganza de un chófer que dejaba en la estacada a unos clientes que lo habían humillado en plena borrachera servían de contrapeso al punto de vista de un héroe crepuscular en pleno tránsito vital. De algún modo, en La imatge permanent se recupera la vocación por el retrato honroso —desplegando una saga entre mujeres que se reencuentran de un modo casi cósmico— y amplía su discurso a toda una generación de emigrantes llegados a Cataluña que Ferrés incorpora a partir de entrevistas que intercala en la ficción a la manera de Elena López Riera en su magnífica El agua (2022); y propone una serie de escenas a cuál más bizarra donde bromea e incluso trolea sobre el cinismo del márquetin, las cárceles del prejuicio, la condición proteica de la inteligencia artificial y hasta el incesto involuntario. Quizá el gran problema es que dichas cuestiones nunca llegan a desarrollarse. Solo se esbozan en una película un tanto caprichosa y críptica que parece alimentada por varias placentas.

No obstante, a Ferrés no se le puede negar el riesgo ni la honestidad. La imatge permanent es como un salto sin red. Una acrobacia de naturaleza polisémica a caballo entre la primera vez y la segunda oportunidad, las raíces del pasado y las distancias del presente, en un conjunto de feliz heterodoxia donde los cantares andaluces y las coplas de la abuela dialogan con el karaoke de bar y los cubatas de tubo a ritmo de Soy una feria de Gracia Montes. Porque sí. También hay fiesta y jarana en este desafío radical a los códigos y convenciones narrativas que, en el fondo, configuran otra herencia: la nuestra como espectadores y espectadoras que, tal vez, nos hemos acostumbrado a ella. Aun así, Ferrés no pretende dividir a nadie. Más bien al contrario, parece desmontar y reconstruir mitos de una élite y un patriarcado para reformularlos a través de una mirada más abierta, más flexible, más lúdica y, en definitiva, más equilibrada. ¿Acaso recuerdan una directora que haya filmado un abrazo entre dos barcos? ¿O que haya fundido los rostros de una madre y una hija en uno solo? Quizá suena absurdo pero, detrás de todas esas filigranas, solo queda un deseo de resistencia contra el tiempo. Un acto de amor para que la familia permanezca. Aunque solo sea en forma de memoria.


© Carles Martínez, diciembre de 2023

 

[Leer aquí la entrevista publicada en TRANSIT a Laura Ferrés]