La breve historia del blanco de ‘En construcción’

 Heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.
 Francisco Umbral (1)

El desciframiento infinito

Acab vio el blanco de la ballena. Lo vio, lo sintió y lo hizo suyo. Porque no era el mismo blanco que realzaba la belleza aún imprecisa del mármol blanco y de los nísperos del Japón. Una pregunta surgía en Acab, como si conociese que el Gran Júpiter se encarnó en un gran toro blanco. ¿Cómo podía horrorizarle el blanco cuando siempre había representado la divina pureza? En la visión de San Juan, túnicas blancas eran entregadas a los redimidos; los veinticuatro ancianos permanecían vestidos de blanco ante el gran trono blanco, donde el Único que allí se sentaba era blanco. De este modo se visiona lo divino en el fin de los días anunciado con horror y esperanza en el Apocalipsis: “luego vi un gran toro blanco, y al que estaba sentado sobre él.  El cielo y la tierra huyeron de su presencia sin dejar rastro” (2).

En lo más íntimo del blanco acecha algo difícil de entender: puede infundir más pánico que el rojo aterrador de la sangre. Notable ambivalencia del blanco tantas veces asociado a lo honorable, a la tela sin mancha. Capacidad del blanco para esquivar su aparente univocidad y esparcirse en múltiples sentidos, como nos cuenta Herman Melville en Moby Dick (1851): “esta elusiva cualidad es la que causa que la idea de blancura, cuando se divorcia de asociaciones más amables y se la une a cualquier objeto terrible en sí mismo, alcance el terror en sus más últimos límites” (3).

Lo mismo sucede en el célebre poema de Samuel Taylor Colleridge La rima del anciano marinero (1798): una escena sobrecogedora dota al color blanco de una tonalidad fantasmal y trágica; se trata de aquella en la que un marinero mata a un albatros blanco, signo de buen agüero, que “permaneció nueve noches, reposó en los cordajes; y entre la bruma la blanca luna brillaba en el blanco paisaje” (4). Tras la muerte, el blanco desaparece y llega una calma total junto a la visión de un barco fantasma que se mueve impulsado por su propia fuerza, sin oleaje ni viento y cuyos dos únicos tripulantes —la muerte y una mujer espectro— son, también, de piel blanca. Decir blanco en este poema, por tanto, es navegar en un barco a la deriva. La palabra blanco rompe la certidumbre, el origen del enlace: “un signo puede ser natural (como el reflejo en un espejo designa lo que refleja) o de convención (como una palabra puede significar una idea para un grupo de hombres)” (Michel Foucault) (5). El blanco no está seguro de su fidelidad. Su tarea era revelar un lenguaje previo repartido por Dios en el mundo. ¿Qué le quedó al blanco cuando los dioses se marcharon y dejaron su lugar vacío? Convertir en presencia lo desparecido, decirse “como lenguaje donde habla la ausencia de los dioses, su falta, la indecisión que aún no resolvió su destino. Parecería que al hacerse más profunda la ausencia, habiéndose convertido en ausencia y olvido de sí misma, intenta convertirse en su propia presencia” (Maurice Blanchot) (6).

Cuando el arte ya no fue una piedra erigida, un grito rítmico e hímnico que nos situaba frente a las estatuas que daban forma a los dioses, se dirigió a sí mismo y se limitó a continuar siendo lo que antes fue sin ser consciente de ello: la expresión de un vacío estremecedor, la morada de la ausencia de los dioses, porque “si los dioses parecen detentar las llaves del origen, si parecen las potencias primeras de donde todo se irradia, la obra aun cuando expresa a los dioses, expresa algo más original que ellos, expresa la ausencia de los dioses que es su Destino, expresa, más acá del Destino, la sombra donde éste habita sin signo y sin poder” (Blanchot) (7). El hecho de que el arte se enuncie anterior a sí mismo y a lo que creía ser nos hace partícipes de que siempre se sustrajo de decir una cosa más acerca de su origen y destino. El arte, como palabra, como ritmo y como imagen, indica un afuera vago y vacío —en el sentido que Foucault da a este concepto en su lectura de Maurice Blanchot­donde sin cesar el ser se perpetúa en forma de… nada. Una experiencia de la fuerza de ese exterior inconmensurable siente el protagonista de un relato de Edgar Allan Poe, Mr Pym, cuando en el océano Antártico el afuera se manifiesta como un íncubo blanco.

“22 de marzo – La oscuridad aumentó todavía más y solo la aliviaba el resplandor del agua que nacía de aquella blanca cortina alzada frente a nosotros. Muchos pájaros gigantescos, de una blancura fantasmal, volaban sin cesar viniendo de más allá del velo blanco y su grito, mientras se perdían de vista. Era el eterno ¡Tekeli-le!

En ese momento Nu-Nu se agitó en el fondo de la canoa, pero, al tocarlo, vimos que su espíritu lo había abandonado. Y entonces nos precipitamos en los brazos de la catarata, donde se abrió un abismo para recibirnos. Pero surgido en nuestro paso una figura velada, de proporciones mucho mayores que las de cualquier habitante de la tierra. Y la piel de aquella figura tenía la perfecta blancura de la nieve” (8).

La narración de Arthur Gordon Pym (1838) concluye con estas palabras y en esta imposibilidad de proseguir un relato que queda inconcluso a falta de dos o tres capítulos perdidos por el accidente en el que murió el propio Pym se dibuja un nuevo afuera para el lector. Relato de Pym resquebrajado por la arbitrariedad del tiempo: parada en la frontera donde termina el relato y empieza lo desconocido; cesura y blanco como la promesa del verdadero canto. No se puede negar que Pym ha visto algo parecido a lo que vio Acab cuando se encontró con la ballena blanca: “un mundo amenazado constantemente con hundirse en ese espacio sin mundo hacia el cual lo atrae la fascinación de una sola imagen” (Blanchot) (9). Encuentro desmedido con otra parte que desea ser el mundo absoluto. La consecuencia es de sobra conocida por todos: Acab se perdió en la imagen, sintió la presencia del afuera, y ligado a esta presencia, el hecho de sentirse irremediablemente fuera de ese afuera. El blanco para Acab está ligado a este fondo de impotencia donde todo cae cuando lo posible se atenúa; reserva fuera del tiempo y en todo tiempo, convertida en un “lenguaje que no pertenece a nadie, que no es de la ficción ni de la reflexión, ni de lo que ya ha dicho, ni de lo que todavía no ha sido dicho, sino entre ambos, como ese lugar con su invariable aire libre, la discreción de las cosas en su estado latente” (Foucault) (10).

«Moby Dick»

Es en ese intersticio y fuga entre lo ya dicho y lo todavía no contado, donde una ausencia se hace presencia, sitúo el uso del blanco de En construcción (José Luis Guerin, 2001). Como antecedente de la aparición de esta estética encontramos el propio testimonio del cineasta. Durante un viaje a Holanda, mientras visitaba una iglesia de paredes blancas, un anciano le explicó que no existía silencio en esas paredes, porque tras ellas estaba la tempestad de todas esas imágenes anteriores tapadas por el blanco y que permanecían todavía allí, aparentemente ocultas (11). Guerin descubrió allí el blanco “como estado casualmente opaco de lo transparente puro, como un vidrio desmenuzado semeja polvo blanco” (Johann Wolfgang von Goethe) (12). Este viaje a Holanda trasciende lo anecdótico si tenemos en cuenta que En construcción era en su origen una continuación de las investigaciones emprendidas en su anterior Tren de sombras (1997), película cercana a un cine de espacios en el que Guerin sitúa a autores como Chantal Akerman, Michael Show o Marguerite Duras. Pocas huellas quedan de ello, sin embargo, en su filme de 2001, pues el dilatado rodaje apartó al cineasta hacia otros caminos en los que el edificio en construcción serviría finalmente como reverberación del paisaje humano de un barrio. Pero la fantasmagoría de los espacios sí se percibe en algunas secuencias de En construcción, precisamente porque el blanco aparece como el material que permite al cineasta expresar el borrado de las huellas de los habitantes de una localización que filmó durante varios años. Que Guerin entienda en su película, como si de Robert Flaherty se tratara, que el tiempo del cineasta no es más importante que el de aquello que está filmando, permite la expresión de un mundo cuya escritura no escribe sino que reescribe con un borrado que incita a pensar que había algo antes.

Dos secuencias de En construcción retratan el gesto de la mano dejando huellas en el espacio y el posterior borrado de dichas huellas a partir del trabajo manual de pintar en blanco. En la primera de esas secuencias unos niños pintan en las paredes desnudas del edificio a medio construir. Pintadas que son pequeños esbozos que retratan casas desde el punto de vista infantil. En posteriores secuencias son manos también las que pintan de blanco aquello que los niños habían dibujado previamente. Guerin encuadra en primer plano el ocultarse de estas pinturas. En ese momento el blanco realmente queda como “transparencia, en cuanto tal, opaca, que se sustenta en lo que lo inscribe” (Blanchot) (13). Como si el blanco pudiese encarnar antes nuestros ojos un juego de desciframiento infinito en el que el porvenir es la expresión de un pasado.

«En construcción»

Esa capacidad del blanco para ser el estado casualmente opaco de lo transparente puro convierte la superficie de la pared en el espacio entre lo ya dicho y lo aún por decir; expresión de lo lleno y de lo vacío utilizando las palabras de Roland Barthes en La cámara lúcida (1980). La imagen llena a la que nada más se puede añadir y la imagen vacía en la que todo aún puede ser dicho. Un cuadro muestra, del mismo modo en el que lo hace Guerin, el porvenir como profecía del pasado que expresa el blanco, y con ello, la inacabable reescritura del mundo. Se trata de la pintura de Pieter Saenredam El interior de Buurkerk en Utrecht (1644), donde el blanco es huella, desvanecimiento y soporte, es decir, el borrado de todas las huellas por medio de huellas.  

«El interior de Buurkerk en Utrecht»

En ella se muestra el interior de una iglesia holandesa protestante producto de la Reforma. Una iglesia despojada de la riqueza ornamental, la estatuaria, los cuadros e iconos que anteriormente revestían este lugar y que pasaron a ser sustituidos por unas paredes inmaculadas sin trazos ni huellas, como si fueran una pintura en blanco. Sin embargo, en la parte inferior derecha del cuadro encontramos una sorprendente escena; una persona que pinta un grafiti sobre una de las columnas. Lo que nos cuenta Saenredam en este extraño detalle es que pintar en blanco no consigue silenciar una forma pasada sino que da lugar al murmullo de algo que no puede ser callado y que el blanco alienta con una transparencia que lo ilumina y dispersa en la ingravidez de lo inimaginable. Blanco que además es trazo que prepara y decide el espacio de los futuros trazos.

El mismo porvenir y sentido tienen las paredes blancas de En construcción. Son la superficie que en el presente retrata un pasado que no cesa de trabajar, de buscar un porvenir en la nueva forma que lo tapa. El blanco, como la carne, funciona entonces como verdad absoluta y como alteridad absoluta. Nos dice Georges Didi-Huberman que la evidencia de lo encarnado solo es accesible mediante la oscilación de una doble travesía; aquella que va desde la superficie hacia la profundidad y al revés. Del mismo modo nos mira este blanco de Guerin; vemos la superficie y somos vistos desde la profundidad que viene hacia nosotros. Este blanco sería una expresión de lo “Uno-en-el-otro(14), de una superficie en la que se alberga una profundidad. No deja de ser significativa la equivalencia de esta estética con las fotografías de pantallas de cine realizadas por Hiroshi Sugimoto: el obturador de la cámara abierto todo el tiempo que dura la película proyectada, obteniéndose como resultado el retrato de la iluminación fantasmal de todo el espacio por parte de una pantalla absolutamente blanca, mientras solo el ligero temblor de los bordes de esa pantalla nos dice que ese blanco oculta o transparenta todas las imágenes que se han sucedido.

Si a algún cineasta remite Guerin en su uso del blanco en En construcción es a Carl Theodor Dreyer, quien hace de ese color la expresión de dos tiempos que no cesan de cruzarse por mucho que uno se encarnase hace mucho tiempo y el segundo parezca buscar todavía una expresión. Es el blanco que posibilita en el cine de Dreyer una planicie ideal de la imagen por la cual cualquier cosa o persona filmada es visible como un primer plano. Dreyer, quien decía de sí mismo que trabajaba “en una elaboración fotográfica absolutamente nueva de la superficie de color, de manera que todos queden en el mismo plano” (15), encuentra en el blanco el material para alcanzar una planicie de la imagen que acoja la alternancia de dos afectos explorados en la película. El blanco como espacio donde aparece fulgurantemente “el acabamiento él nunca mismo acabado” (Gilles Deleuze) (16). Como ejemplo Dies Irae (Vredens dag, 1943), en la que se concreta lo que ya Michael (Mikaël, 1924) había anticipado: la creación de relaciones afectivas a partir de un montaje que establece vínculos entre aquello que se fragmenta cuando la cámara encuadra. Si en Mikaël Dreyer muestra la dimensión afectiva que rodea a sus personajes a través del montaje paralelo, en Dies Irae ese paralelismo deriva en un altar blanco filmado en plano secuencia al final de la película. Espacio cualquiera que sin embargo encierra la reunión, la división, la posibilidad de alternancia y lo posible de los afectos mostrados a lo largo del relato.

El blanco definitivo en la filmografía de Dreyer aparece en el último plano de Gertrud (Gertrud, Carl Theodor Dreyer, 1964), donde se da forma a algo que existe y sobrepasa lo visible y que se refiere a un misterio suspendido en el plano. Una Gertrud anciana, convertida en una figura blanca rodeada de una luz blanca sepulcral, “se sitúa siempre en un punto que está más allá del punto del conocimiento del espectador” (Pascal Bonitzer) (17). Creación de un espacio despojado y plano donde somos expuestos a una conjetura que trasciende el relato, razón por la cual “no es casual que el último plano del film sea el de una puerta, la puerta que Gertrud ha cerrado definitivamente detrás de sí, y tras la cual quedará por siempre guardado el misterio de su insaciable demanda amorosa” (Bonitzer) (18). Secuencia de Gertrud que parece reproducir cuadros de Vihelm Hammershøi como Interior con mujer de pie (1905) o Puertas Blancas (1905).

«Interior con mujer de pie» y «Puertas Blancas»

«Gertrud»

Resulta conocida, por documentada, la influencia e inspiración que la obra de Hammershøi ejerció sobre Dreyer. Influencia por otra parte que el propio cineasta deja explícita en sus propias declaraciones: “sé que a la hora de disponer aquellos interiores me inspiraba Vihelm Hammershøi, cuya especialidad era pintar salas vacías… imágenes muy hermosas” (19). Y si bien es cierto que el propio Dreyer fue cada vez más esquivo a la hora de exponer lo que le inspiraba, todavía en su último film se alcanzan a ver ecos de Hammershøi, hasta el punto que la obra Luz del sol en el salón (1903) es citada en un flashback de Gerturd ubicado en casa del poeta Erland. Planos donde el negativo es sobreexpuesto hacia una luz que provoca que el blanco tome y absorba toda la visibilidad de la imagen para sí mismo. El cineasta francés Philippe Garrel volvió al mismo procedimiento en su película El nacimiento del amor (La Naissance de l’amour, 1993): la luz blanca de lo sobreexpuesto inunda la habitación de hospital de una mujer que pronto va a dar a luz. El blanco como la eternidad naciente de Paul Cézanne, porque como el pintor dijo “todos, más o menos, seres o cosas, no somos más que un poco de calor solar almacenado, organizado, un recuerdo de sol. El prisma es nuestra primera aproximación a Dios, nuestras bienaventuranzas, la geografía celeste del gran blanco eterno” (20).

Mismo blanco eterno al que Gertrud se entrega al final de la película, cuando cierra la puerta blanca, llevando consigo el misterio de su demanda amorosa. La puerta cerrada sirve de lápida y epitafio a Gertrud, que se mantuvo fiel al poema que escribió de joven y que encuentra su máximo sentido cuando, al cerrar la puerta blanca, la cámara permanece sondeando ese espacio ya vacío mientas suenan campanas de difuntos. El deseo de Gertrud y el blanco que la envuelve comparten el intento de rebasar todo aquello que los rodea, como si concluyesen en una repulsión hacia aquello que finalmente no se demuestra afín.

En efecto, hay una clase de blanco que rebasa lo que le circunda. A ese fenómeno de un blanco aversivo a todo color que le rodee David Batchelor lo ha denominado “cromofobia”. Acerca del interior blanco de una casa donde estuvo invitado, Batchelor escribe: “este interior blanco y enorme estaba vacío aunque estuviera lleno, porque la mayor parte de lo que había no encontraba su lugar y pronto sería expulsado de él. Se trataba, principalmente, de personas y de las cosas que habían traído con ellas” (21).  

Cuando muy avanzado el metraje de En construcción los compradores entran en las viviendas que los obreros aún están terminando, el blanco enuncia esa misma e implacable acción erosionadora, porque en cierto sentido ese blanco ya nos está diciendo que nada se puede colocar ahí sin que estorbe. La cromofobia del blanco repeliendo lo que trata de inscribirse en el plano y siendo el espacio que evoca todas las imágenes de la película visionadas hasta ese momento.

«En construcción»

Un blanco que nos mira como la ballena miró a Acab y a Ismael en Moby Dick. Ismael, que comienza la novela de Melville describiendo a la ballena que obsesionó a Acab como un blanco de enormes dimensiones, se ve obligado a mitad del relato a preguntarse cómo esa blancura terrible podía condicionar los ojos hasta abismar la mirada más allá del mundo visible mismo. Ismael y Acab heridos de blancura, con la ballena nublándoles la vista, como si Moby Dick pudiese representar todas las cosas vividas y en su piel blanca quedasen testimoniados “el paso y la impronta del hombre por el mundo” (María Zambrano) (22) en su eterno devenir como borrado.

¿Será ese blanco de Melville, Dreyer y Guerin como la infinitud que vio Bergotte, es decir, la visibilidad que testimonia la memoria de las imágenes enunciando la existencia de un afuera que nos trasciende? Un Bergotte que en La prisionera (Marcel Proust, 1923) realiza un viaje para observar el cuadro de Ver Meer, La vista de Delft (1660), tras leer la existencia de un detalle que él había ignorado:

“Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa, y por último la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla (…) Se repetía: “Detalle de pared amarilla con marquesina, detalle de pared amarilla. (…) Sufrió otro golpe que le derribó, rodó del canapé al suelo, acudieron todos los visitantes y los guardianes. Estaba muerto” (Proust) (23).

Secuencia que describe una mirada ante algo que trasciende al hombre o que tal vez responde a la mirada ya trascendida por el sentimiento de sentirse fuera del afuera, ¿No es eso lo que le sucedió a Acab y no es esa la emoción con la que vemos a Gertrud ante la puerta en la última secuencia que Dreyer filmó en su vida? Es el mismo susurro por el que desapareció el apócrifo cineasta imaginado por Guerin en Tren de sombras, Fleury, cuando cogió una barca y se adentró en la blanca niebla, porque para Guerin filmar “tiene lugar de acuerdo con la exigencia infinita del borrarse” (Blanchot) (24).

«Tren de sombras»

 

 

© Ángel Alonso de la Fuente, febrero de 2021

 

(1) UMBRAL, Francisco, Mortal y Rosa, Barcelona, Ediciones Destino, 1998.
(2) AA. VV, Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1967.
(3) MELVILLE, Herman, Moby Dick, Madrid, Grupo Anaya, 2003
(4) COLLERIDGE, Samuel Taylor, La narración del anciano marinero, Madrid, Alianza, 2009.
(5) FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Madrid, Siglo XXI, 1997.
(6) BLANCHOT, Maurice, El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992.
(7) Ídem.
(8) POE, Edgar Allan, La narración de Arthur Gordon Pym, Valladolid, Edival Ediciones, 1978.
(9) BLANCHOT, Maurice, El libro por venir, Madrid, Trotta, 2005.
(10) FOUCAULT, Michel, El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-Textos, 1988.
(11) José Luis Guerin realizó esta afirmación en la presentación de En Construcción realizada en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Barcelona el 12 febrero de 2002. Véase la transcripción de dicha conferencia contenida en Visions. 1 Cine: José Luis Guerin. Suplement de Visions de Escola Tècnica Superior d’Arquitectura de Barcelona, (2002), pp. 1-14.
(12) GOETHE, Johann Wolfgang, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1987.
(13) BLANCHOT, Maurice, El paso (no) más allá, Paidós, Barcelona, 1994.
(14) DIDI-HUBERMAN, Georges, La pintura encarnada seguido de La obra maestra desconocida, Valencia, Pre-Textos: Universidad Politécnica de Valencia, 2007.
(15) DREYER, Carl Theodor, Sobre el cine, Valladolid, 40 Semana Internacional de Cine, 1995.
(16) DELEUZE, Gilles, La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 1984.
(17) BONITZER, Pascal, Desencuadres: cine y pintura, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2007.
(18) Ídem.
(19) DREYER, Carl Theodor, cita extraída del artículo de Tybjerg, Casper, “Reflexiones del interior: El cine de Dreyer y el ejemplo de Hammershøi”, (2007). En el catálogo Hammershøi i Dreyer: [exposició], Barcelona, Centre de Cultura Contemporània de Barcelona i Institut d’Edicions de la Diputació de Barcelona, 2007.
(20) CÉZANNE, Paul, citado por Le Bot, Marc. La práctica de la pintura, Revue d´Ésthetique, Barcelona, Gustavo Gili, 1978.
(21) BATCHELOR, David, Cromofobia, Madrid, Síntesis, 2001.
(22) ZAMBRANO, María, Algunos lugares de la pintura, Madrid, Espasa-Calpe, 1987.
(23) PROUST, Marcel, La prisionera, Madrid, Alianza Editorial, 2009.
(24) Ver nota 13.