Jerichow

Jugando con fuego

No suele ocurrir muy a menudo que un director coseche un considerable éxito con dos películas que transitan un terreno parecido y su siguiente paso sea hacia lo concreto y eluda ahondar en un estilo que ya se empezaba a asociar con su nombre. El alemán Christian Petzold es uno de ellos y hay que celebrarlo porque el “atrevimiento” tiene mucho de certero y adecuado.

Gespenster (2005) y Yella (2007), dos excelentes films que jugaban la baza de lo onírico y la realidad paralela, con guiones bien construidos pero no precisamente “de hierro”, abiertos, con espacio para las interpretaciones y lógicamente para tomar las elipsis por simples agujeros, le habían procurado un hueco entre los mejores realizadores centroeuropeos del momento. Todo funcionaba gracias al control de la atmósfera, la contención de las interpretaciones -muy codificadas y minimalistas- y un trabajo de encuadre y fotografía imaginativo y sugerente.

Jerichow (2008) cambia de registro en la puesta en escena para virar hacia el más absoluto clasicismo, más adecuado para esta historia cotidiana con aires (y solo eso, el género en sí queda lejos) de cine negro y un claro andamiaje sobre El cartero siempre llama dos veces de James M. Cain. No es ninguna novedad para Petzold la utilización de un esquema previo conocido: Yella contenía un buen número de elementos de Carnival of souls (Herk Harvey, 1962), un clásico recuperado del underground americano, y Gespenster era en cierto modo una variación sobre Alicia en las ciudades (Alice in den städten, Wim Wenders, 1974).

Las novedades llegan en el tono y la mirada. Jerichow es un intenso tour de force, elemental en su ejecución sobre cómo sacar todo el partido posible a la pura narración sin preocuparse por resultar previsible y plano, trampas que elude con soltura y empeño. No hay mayor recompensa que esa perfección. Desde la apertura y hasta su conclusión, Petzold despliega, sin adornar ni modernizar más que en lo circunstancial, una estructura conocida, recreándose en la ejecución de cada escena y en la comunicación fehaciente de las relaciones, la tensión, las medias verdades y las mentiras entre los personajes, dejando en off -y no en el limbo, que es muy distinto-, datos que utilizará en el momento adecuado y que retroalimentarán la trama.

Petzold, como David Cronenberg en Una historia de violencia (A history of violence, 2005) y como su compatriota Fassbinder cuando quería, demuestra una precisión admirable y aún más si se tiene en cuenta que nadie la esperaba ni probablemente la necesitaba, dada la tendencia generalizada de muchos directores a invitar a los espectadores a “participar” en sus films, haciéndolos “más ricos” porque cada cual imagina lo que falta o lo que no parece muy claro a su manera, algo que habría facilitado mucho el trabajo a Alfred Hitchcock aunque sus películas serían ahora la mitad de excitantes.

Si se analiza un poco más en profundidad el ángulo de aproximación de Petzold a esta archiconocida historia, encontramos que por primera vez desde la versión de Visconti –Obsesión (Ossessione, 1941)-, el personaje masculino no toma la iniciativa. Es mucho más, yendo a los matices, alguien que vuelve a su ciudad natal derrotado (degradado) que un buscavidas, pero no parece que crea que la vida le debe algo ni que tiene menos de lo que merece. Tal vez por la existencia de un conflicto bélico de fondo (la guerra de Afganistán, de la que ha vuelto, parece, con deshonor) que rebaja considerablemente las expectativas vitales de cualquiera, Thomas no parece necesitar mucho más. Duerme en un colchón a ras de suelo en una casa un tanto desvencijada, se levanta temprano con buena disposición para el trabajo y desea antes que codicia. Ella (como el personaje que interpretó en su día Clara Calamai, prematuramente envejecida) procura poder por fin vivir a su manera tras años de sentirse como una mercancía…, aunque sea a costa de su marido.

De esta manera, la pasión entre los amantes, que brota (para él) a hurtadillas, culpable y furtivamente, no tiene ningún elemento liberador ni arribista y compensa (para ella) de alguna manera los malos tratos sufridos, alejándola de las versiones de Tay Garnett y, sobre todo, de la de Bob Rafelson, ambas para mi gusto todavía las mejores.

Son precisamente los resortes que hacen que el personaje que interpreta Nina Hoss participe en el juego mortal lo menos desarrollado del film o lo más discutible finalmente. Su marido, un inmigrante turco que no se fía de nadie ni de nada, es presentado, muy forzadamente tal vez, como violento y celoso, utilizando este recurso como detonante para que se ponga en marcha el plan, compensando un elemento que parece que ha perdido fuerza como catalizador de crímenes pasionales: la diferencia de edad entre Nina y su marido, que no existe o es mínima en este caso.

El probable esquematismo no hace perder fuerza al film, que tiene una importante carga subterránea de incertidumbre.