Sitges 2009

Historias de una piñata

Siempre es difícil definir un festival de cine como el de Sitges, incluso a los más veteranos les cuesta hacerlo. Pese a que este año, en su edición número 42, recuperaba para su nombre el adjetivo “fantástico”, en el texto de bienvenida su director, Ángel Sala, señalaba que se había elaborado “una programación que responde a la tremenda pluralidad de un género rico en matices y territorios, que se niega a quedarse petrificado en las estructuras pasadas para invadir nuevos parajes y conservar lo ya conquistado” (1). Acercarse al término “fantástico” desde el Festival de Sitges debe hacerse, pues, en un sentido extremadamente amplio, ya que a las ramificaciones del género deben sumarse filmografías habituales del festival que a veces se desmarcan del fantástico (véase Crows II -Kurôzu zero II, Takashi Miike, 2009-). Y es por eso que en este inmenso magma no es fácil encontrar un centro claro, una línea maestra, y el agotador encuentro puede asemejarse a un ovillo: una de las definiciones que el diccionario de la Real Academia Española da de esta palabra es “montón o multitud confusa de cosas, sin trabazón ni arte”. Quizá Sitges tenga algo de esta última definición, pero tal heterodoxia es más que saludable: la necesidad de una programación ecléctica mantiene viva la reflexión sobre qué es el cine fantástico, como cuando juntamos a dos cineastas que nada tienen que ver y, forzando los parecidos, descubrimos rasgos nuevos en ambos. ¿Es Canino (Kynodontas, Giorgos Lanthimos, 2009) cine fantástico? ¿Y La terre de la folie (Luc Moullet, 2009)? A partir del gran ovillo que es Sitges, tiraremos de uno de los muchos hilos posibles para esbozar cuatro apuntes al respecto (2).

 

1. Empecemos por el principio: la primera película de la lista de Sitges’09 responde al nombre 1 (Pater Sparrow, 2009) y consiste en un relato de ciencia-ficción basado en un ensayo de Stanislaw Lem, autor de Solaris. La idea central del film es que en una librería todos los libros se convierten en un mismo tomo blanco titulado 1; en dichos volúmenes se recoge la información de todo lo que hace todo el mundo en un minuto, configurando un retrato absolutista y lleno de números de la vida humana que provoca la locura a aquellos que lo leen. El resultado cinematográfico de tal idea es excesivamente complicado, lleno de datos difíciles de asimilar y digerir, y pasó por el festival sin pena ni gloria. Pese a ello, el libro que le da título, con su voluntad totalizadora y excesiva, resulta muy ilustrativo de determinadas películas del festival, quizás no las mejores, pero en todo caso sintomáticas de determinadas tendencias contemporáneas.

No conocemos el ensayo de Lem, pero creemos que hoy en día 1 se puede reflejar perfectamente en Internet, tanto por su control de la simultaneidad (los chats, Facebook, etc.) como por su voluntad absolutista, de querer abarcarlo todo, de crear un mundo donde todo es posible. Probablemente el cine, en general, y el fantástico, en particular, sean puertas abiertas a la imaginación donde cualquier cosa puede hacerse realidad, donde todo vale, tanto narrativa como visualmente. Quizás cuando Victor Fleming rodó El mago de Oz (The wizard of Oz, Victor Fleming y otros, 1939) y se reservó el color para el mundo mágico tenía esto en la cabeza, aunque hoy en día un atractivo fuerte de la película resida en la naturaleza medio artesanal, de feria, de sus delirios visuales. Oz es el nombre que recoge Mamoru Hosoda para el mundo virtual de Summer Wars (Samâ wôzu, 2009), un anime que combina dos mundos distintos: por un lado, la reunión familiar convocada para el noventa cumpleaños de la bisabuela de la adolescente Natuski y en la que un amigo suyo, Kenji, debe hacerse pasar por su novio; por otro lado, el mundo virtual de Oz, algo así como un Facebook llevado más allá, una realidad paralela que se impone con fuerza. A la contención de la historia familiar, enturbiada por la innecesaria aparición de un hijo ilegítimo del fallecido bisabuelo, se confrontan los delirios visuales del mundo de Oz, apoteosis algo excesiva de formas y colores donde los avatares de los personajes luchan contra un hacker virtual amenazante. A lo largo del filme se echa en falta una mayor relación entre estos dos mundos, como si estuviéramos asistiendo a dos películas distintas, pero en la batalla final Hosoda resuelve la dialéctica: Natuski se enfrenta al hacker en una versión informática de un juego de cartas tradicional, precisamente aquel que su bisabuela le había enseñado. Tradición y actualidad, realidad y fantasía, contención y fuga imaginativa.

Una dialéctica parecida opera en la última película de Terry Gilliam, El imaginario del doctor Parnassus (The imaginarium of doctor Parnassus, 2009), programada en Sitges en el último tramo del festival y poco después estrenada en las carteleras españolas. La historia de este mago ambulante no se queda en la referencia a Oz, sino que va más atrás, hasta la obra de Georges Méliès: el cine como una barraca de feria con espejo y, por tanto, la pantalla como un espacio donde todo es posible. En efecto, el viejo Parnassus deambula con los suyos de ciudad en ciudad ofreciendo a los espectadores la oportunidad de entrar en su imaginario, un lugar donde cada uno imagina su mundo ideal, ya sea un delirio infantil cuando entra un niño, ya sea un paraíso de zapatos para unas compradoras compulsivas. Como en el Oz de Hosoda, todo es posible en el mundo tras el espejo, incluso resucitar a Heath Ledger en las figuras de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farell; la famosa magia del cine, sin duda. De todos modos, este imaginario no termina de resultar convincente, pues su desbordamiento visual resulta excesivo y parece querer ocultar una trama poco interesante y reiterativa; además, si la contrastamos con Summer Wars, descubrimos una contradicción: mientras los delirios visuales del film de Hosoda son posibles en el mundo imaginario de Internet, en el caso del film de Gilliam, que parece querer reivindicar lo artesanal ante lo industrial, la barraca ante el centro comercial, esta fuga visual se revela como demasiado perfecta, demasiado bien cosida, más parecida a la animación digital de Hosoda que a La ciencia del sueño (La science des rêves, Michel Gondry, 2006).

De todos modos, la película clave sobre esta idea se había proyectado unos días antes y respondía al nombre de Mr. Nobody (Jaco Van Dormael, 2009), un filme extremadamente coherente con su planteamiento: el anciano Nemo Nobody es la última persona que va a morir y cuenta su vida de forma algo confusa: cuando ya conocemos una parte, nos sorprende con otra versión, de modo que el filme se estructura a partir de las múltiples opciones vitales que se le han planteado, apostando por todas ellas y sin decidirse por ninguna, como un libro de “Escoge tu aventura” leído de cabo a rabo. Y si en la vida de Nemo, todo es posible, lo mismo pasa con la película de Van Dormael: aceleraciones, ralentíes, la cámara tumbada noventa grados y multitud de recursos visuales que a la postre terminan resultando algo cargantes, quizás porque el director se enamora de su primera idea y exprime de ahí una película de más de dos horas. Además, queda en el espectador la sensación de que, pese al juego constante con la estética del filme, Mr. Nobody no se mueve en terreno resbaladizo, sino que pisa fuerte y seguro, demasiado seguro.

Mucho más divagadora y alocada fue Panique au village (Stéphane Aubier y Vincent Patar, 2009), a mi juicio el mejor de todos estos filmes de explosión visual por su delirio confesado y su caos asociativo, casi como jugar a palabras encadenadas en una película de animación. En este filme multitud de juguetes de plástico toman vida y las aventuras de un cowboy, un indio y un caballo cambian de lugar y orientación a una velocidad vertiginosa; y si a Alicia en el País de las Maravillas (Alice’s adventures in Wonderland, Lewis Carroll, 1865) se le perdona su imperfección formal en beneficio de la vitalidad de su impulso irracional, lo mismo podemos decir de esta propuesta, creada a partir de una serie de piezas producidas para televisión. En oposición a los casos anteriores, Panique au village es completamente irracional y, en cambio, no abusa de los poderes del digital, sino que se mantiene en una animación de tipo artesanal.

Si Summer Wars representaba Internet como un espacio donde todo es posible, podríamos decir que el filme de Aubier y Patar asimila el proceso de navegación por la Red de forma lúdica, algo que, en unas coordenadas completamente distintas, también hizo la parte central de Enter the void (Gaspar Noé, 2009): durante buena parte de la película, la cámara vaga por varias habitaciones sin ningún tipo de control, alejándose de sus personajes y buscando siempre un objeto redondo, un agujero, por el cual pasar al siguiente escenario. Personalmente este juego me resultó poco interesante y superficial, pero reconozco que debo darle una segunda oportunidad, especialmente teniendo en cuenta que hoy en día un tema de investigación interesante son los cruces entre el cine y las dinámicas lúdicas del videojuego. Cuando la cámara flota sobre las habitaciones de Tokio, el objetivo es, simplemente, buscar el agujero que lleve a la siguiente etapa; y cuando vemos la ciudad iluminada pensamos en un microchip y en cómo la película de Noé propone efectivamente una deriva visual asimilable a la que vivimos cuando, sin un propósito claro, decidimos navegar por Internet.

Podríamos decir que Panique au village y Enter the void nos resultan más interesantes que las otras porque están más limitadas: la primera, por el tipo de animación que propone; la segunda, por su insistencia en un determinado trabajo formal. Las otras tres, sin querer restar sus méritos (especialmente los de Summer Wars), son películas piñata: en las fiestas de cumpleaños de nuestra infancia, cada uno cogía una cuerda, tiraba y el gran envase explotaba para darnos todo lo que queríamos: caramelos, silbatos, muñecos y un largo etcétera. Del mismo modo, los filmes de Hosoda, Gilliam y Van Dormael tiran de la cuerda para ofrecernos explosiones de imaginación y alegría; explosiones sin límite, especialmente en los dos segundos, pues en sus respectivos mundos fantásticos todas las cuerdas de la piñata sirven para abrirla. Y lo que en una fiesta de cumpleaños podría considerarse una solución democrática (¿Por qué solo hay una tira buena? ¿No sería mejor que solo se abriera la piñata si tirara todo el mundo?), en el campo del cine se traduce en una falta de definición.

2. Vamos ahora a explorar un camino distinto. Cojamos la piñata y, en lugar de tirar para que explote, atémosle las cuerdas alrededor, estrujémosla para no dejarla respirar, hasta que sus silbatos se deformen, las piezas de sus muñecos se intercambien y los múltiples cachivaches que contiene cambien de forma. Cuando la abramos, tendremos un panorama desolador: juguetes medio rotos, irreconocibles, y, probablemente por ello, extremadamente nuevos y sorprendentes. Lejos estoy de hacer una apología de la violencia: creo que, si hasta ahora hemos visto piñatas que explotan, ahora es el turno de hablar de Canino.

La historia de Canino es simple: unos padres no quieren que sus hijos tengan contacto con el mundo y el resultado de esta sobreprotección es un enclaustramiento en casa que, para mantenerse, debe alimentarse de palabras que cambian de significado (evitando cualquier referencia al sexo), aviones de mentira que vuelan, un gato convertido en individuo peligroso y un sinfín de artimañas ideadas por los padres para evitar que sus hijos conozcan la vida real. Si en Mr. Nobody todas las vidas son posibles, aquí nos encontramos con el caso contrario: ninguna vida es posible. La fuga imaginativa de Van Dormael no solo es frenada con cinturón de seguridad, sino ahogada antes de que empiece. Y lo más interesante es que precisamente esta represión provoca la aparición del fantástico: el surrealismo en esta casa iguala o supera todo lo que hemos comentado hasta ahora. Solo que aquí el impulso no es centrífugo, sino centrípeto: si en los otros casos el viaje nos llevaba a mundos imaginados, en este caso nos transporta a nosotros mismos, a las arbitrariedades de nuestra educación, a lo fantástico (o siniestro) de nuestro día a día. No hace falta mirar muy lejos para descubrir las alucinaciones más disparatadas.

Hay implícito en Canino un cuestionamiento de las arbitrariedades sociales asimilable a determinadas imágenes del cine del Herzog de los setenta (los músicos de Fata Morgana -1971- o los animales de Stroszek -1977-), así como un dibujo grotesco pero distanciado que lo asemeja mucho a Ulrich Seidl, especialmente a Días perros (Hundstage, 2001). En el festival la película generó opiniones contradictorias y algunos la consideraron una tomadura de pelo. Podemos objetarle que en un determinado momento dejara demasiado al descubierto sus claves narrativas (la secuencia en la que el padre discute con la guardia de seguridad diciéndole que espera que los hijos de esta reciban malas influencias), así cabe señalar también que, al final, quizás el cúmulo de locuras que propone es tan excesivo como los delirios de Mr. Nobody. Pero, pese a ello, es innegable que en un contexto de cine fantástico la película de Lanthimos tiene gran interés por su capacidad de proponer (o, más bien, certificar) una cierta aproximación al género.

El aislamiento como motor de lo imaginario fue un rasgo presente en algunas películas del festival, y no tanto porque este aislamiento pida una fuga (las drogas en Teniente corrupto –The bad lieutenant: port of call – New Orleans, Werner Herzog, 2009- o Morphia –Morfiy, Aleksey Balabanov, 2008-), sino porque el mismo cierre provoca, como en el caso de la piñata estrujada, una nueva visión de las cosas. Es el caso de la mansión de Nucingen house (La maison Nucingen, Raoul Ruiz, 2008) y de la Guerra de Irak en En tierra hostil (The hurt locker) (The hurt locker, Kathryn Bigelow, 2008). En un caso los personajes se mueven como fantasmas y cometen todo tipo de excentricidades; en el otro, la alucinación penetra poco a poco en una unidad de desactivación de bombas, sin perder en ningún momento un sólido retrato de personajes que da a la película de Bigelow una dimensión psicológica sorprendente. En otro terreno, y alejada en principio (como The hurt locker) de los rasgos habituales del fantástico, se encontraba el documental La terre de la folie. En esta película el cineasta-narrador Luc Moullet habla de una región francesa, que él denomina “el pentágono de la locura”, en la que a lo largo de los años se han sucedido crímenes pasionales y brutales; Moullet, cuya familia es originaria de esta región, consigue superar el relato de sucesos de crónica negra gracias a su constante sarcasmo y su inclusión en este microcosmos cerrado. La cuestión del hermetismo rural encontró en el festival otro ejemplo claro, Deliver us from evil (Fri os fra det onde, Ole Bornedal, 2009), aunque si aquí el resultado final era un alegato maniqueo y superficial sobre la recepción de los inmigrantes, en la película de Moullet la narración consigue convertir una enumeración de crímenes en el retrato salvaje de esa tierra de la locura. El aislamiento no crea aquí, como en Canino, un mundo surrealista, pero sí trastornado, al que el director añade sutiles connotaciones fantásticas gracias al título.

Si en todos estos casos la limitación juega un papel esencial para la aparición del fantástico, en oposición a las fugas que hemos comentado al principio del texto, merece la pena, por último, preguntarnos si esta limitación (voluntaria) puede conseguir similares resultados a nivel estético. Por ejemplo, ¿dónde encontrar el fantástico en una película como Independencia (Raya Martin, 2009)? Quizás sea en la larga secuencia de la lluvia, aunque es más estimulante considerar el filme entero y ver ahí la resurrección de un fantasma, un determinado tipo de cine clausurado (el de principios del siglo XX) cuya imagen se explora de nuevo, una decisión formal impregnada de una magia en principio ausente. Una elección estética radical, como la del francés Philippe Grandrieux con Un lac (2008), en el que el acercamiento a los personajes revela la abstracción de los cuerpos, el fantástico en las superficies humanas, algo que nos lleva a pensar en la frase de Paul Éluard: “Hay mundos fantásticos, pero están en este”. En ambos casos, Independencia y Un lac, el rigor de la forma transforma el mundo y lo lleva a una nueva dimensión y, como veíamos en los casos anteriores, este poder precisamente se consigue gracias a unos límites, en este caso los de la radicalidad del cine de autor más experimental, presente en Sitges gracias a secciones como Seven Chances o Noves Visions.

 

3. Llegados aquí debemos volver a 1 y al planteamiento absolutista de ese libro que quería abarcarlo todo. ¿Debe el cine fantástico hacerlo? ¿Qué es más interesante: sus fugas delirantes donde todo es posible o su presencia insospechada a nuestro alrededor? ¿Nos dejamos llevar por la vorágine de Internet o insistimos en mantener un pie en la realidad? Cada uno podrá escoger aquí qué prefiere hacer con esta piñata rebosante de imaginación que es la mente humana y, por extensión, el cine. De momento, el eclecticismo de Sitges nos ha dado algunas pistas sobre ello y esperemos que en futuras ediciones del festival el “fantástico” pueda continuar siendo un adjetivo multiforme y sugerente.

(1) Texto incluido en el catálogo de la 42ª edición del Festival de Sitges, pág. 10.

(2) Es por ello que algunos títulos clave del festival, ya sea en cuanto a premiados o interés cinematográfico, como Moon (Duncan Jones, 2009) o Amer (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2009), quedarán fuera de nuestro comentario. Para una crónica detallada y crítica del día a día de Sitges’09 recomendamos el intenso trabajo de Miguel Blanco Hortas para Lumière.