SEFF 2015: Verengo / No Cow on the Ice / La ciudad del trabajo / El nome de los árboles / O futebol / No Home Movie

El cine que resiste (1ª parte)

 

Ante festivales como el Sevilla European Film Festival (SEFF), un par de dilemas aparecen ante el crítico (y ante cualquier espectador): por un lado, los más de trescientos filmes programados lo hacen inabarcable, como casi cualquier festival actual; por otro, cada uno puede trazar su propio camino y, de algún modo, cuasiprogramar su propio certamen. Siempre se nos quedarán películas fuera, pero el ejercicio de la crítica se hace así un poco más interesante. Al menos en teoría, porque en la práctica los títulos que obtienen la atención de la crítica son casi siempre los de las secciones oficiales, y el resto sufre un cierto desamparo cuando, quizás, son los que más necesitan el impulso de una crítica valiente y política. En este sentido, el propio director del festival, José Luis Cienfuegos, aseguraba que “no se puede analizar un festival como el SEFF solo con la Sección Oficial”.

En mi caso, durante la reciente edición de 2015 (entre el 6 y el 14 de noviembre pasados), me sumergí en la sección Resistencias –aquella dedicada al cine español más independiente– y apenas saqué la cabeza de ahí para ver alguna otra película del resto de la programación. Por eso, esta crónica se centra en esos cineastas que resisten, y se pregunta ante qué ejercen su resistencia, contra qué luchan exactamente estas obras. Cada uno de los filmes de esta sección, producidos todos (en mayor o menor medida) en los márgenes de una industria profundamente cobarde y aburrida de sí misma, conlleva implícita una crítica contra la misma. Una reivindicación del derecho a existir, a formar parte de la cinematografía de un país cada vez más condenado a las superproducciones de plástico de las televisiones privadas.

En cada una de las proyecciones a las que asistí, fui encontrando más factores ante los que estos cineastas resisten estoicamente: la crítica y los espectadores. La primera era casi inexistente en la mayoría de estos pases, y eso lo dice todo. En cuanto a los segundos, no ha habido proyección sin una cierta estampida de espectadores. En muchos aspectos, esa industria tan aburrida de sí misma y la crítica palomitera que la aplaude han conseguido convertirnos en espectadores aburridos, que no se plantean que una película pueda ser otra cosa que una buena historia cortada por los patrones de Robert McKee. Nos cuesta aceptar otras formas de mirar y por eso festivales como el SEFF se hacen tan necesarios: porque a pesar de las estampidas, al final de las proyecciones aún quedaban espectadores en las butacas para escuchar a los cineastas tras la proyección. Y los coloquios, moderados por profesores universitarios, se llenaban de críticas, de objeciones, de explicaciones y de matices. En definitiva, de diálogo. Es precisamente esto lo que hace que los festivales sean imprescindibles: la posibilidad de encuentro entre autores y público, de diálogo a partir de las películas, de vivirlas un rato más con sus creadores.

 

“Papá, déjame grabar a mí, déjame ver lo que se ve”

Con esta frase, un diminuto Víctor Hugo Seoane reclamaba la cámara a su padre en aquella comida familiar que da inicio a Verengo. Imágenes de archivo en las que se manifiesta la voluntad de grabar, enlazando con un presente en el que Seoane toma, por fin, la cámara y la dirige hacia esa familia que le rodeaba en aquel vídeo y hacia ese lugar donde se gestó su infancia. Con voluntad pictorialista, el miniDV le permite a Seoane plantear la filmación, en sus propias palabras, “como pesca, y no como caza”, como un largo proceso de espera que pretende capturar el paso del tiempo en un lugar que, paradójicamente, parece fuera de él. La pesca, finalmente, revela poco a nivel narrativo, y eso quizás deja la película un poco a la intemperie, pero es precisamente en esa quietud del relato donde la filmación adquiere su sentido: ¿qué pasa cuando no pasa nada, cuando la cámara simplemente contempla la cadencia del prado? Solo unos pocos acontecimientos sirven de avance al filme, siendo el último el nacimiento del primer hijo del director, la perpetuación de la vida que late agazapada en ese prado, viendo los días pasar, uno tras otro.

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Verengo, de Víctor Hugo Seoane

Desde el otro lado de la cámara, Seoane inscribe su voz en el filme. El diálogo que el propio cineasta mantiene con sus sujetos no solo sirve como contrapunto a ciertas escenas, sino que evidencia el punto de vista e introduce claramente la subjetividad del que filma en lo filmado. Este movimiento, que Seoane realiza desde el off, forma parte de bastantes películas del festival, enlazando generaciones y poéticas diferentes en una misma vindicación que tiene que ver con la subjetividad del cineasta, con la necesidad de hacerse presente en su filme, de resistir a través del mismo.

Si el dispositivo de Seoane introduce su punto de vista en un retrato del tiempo detenido en el lugar que le vio crecer, otro cineasta gallego, Eloy Domínguez Serén, plantea en No Cow on the Ice el cine-diario en pleno exilio económico en Suecia. El cine se erige aquí como lugar de reflexión donde confluyen la familia que queda en Galicia, la situación político-social de un país que ha dado la espalda a sus jóvenes y, por encima de todo, la experiencia vital del cineasta en un país nuevo y extraño al que poco a poco se va acercando. A pesar de su juventud, o gracias a ella, Domínguez Serén demuestra una sensibilidad maravillosa para aunar el drama del exilio, la reflexión política y personal, el amor/desamor y el viaje sin caer en lugares comunes. Así, el cineasta pasa de filmar el lenguaje desconocido a filmar el amor como refugio ante una realidad hostil, para posteriormente romper el caparazón y abrirse, por fin, a la experiencia que Suecia le propone. Un cine de la intimidad que, a la vez, consigue erigirse como película generacional filmando el desplazamiento, el devenir.

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No Cow on the Ice, de Eloy Domínguez Serén

Es maravilloso comprobar cómo las poéticas del cine-diario hacen de la experiencia cinematográfica algo tan íntimo –como espectador, siento que esta película me acerca a una persona, a una sensibilidad, me hace conectar con una visión del mundo muy concreta y muy personal–, y cómo no es necesario tener los noventa y dos años de Jonas Mekas para mirar el mundo a través de una pequeña cámara y extraer belleza, emoción y pensamiento del proceso.

A partir de la voz en off y de una filmación solitaria, La ciudad del trabajo también puede leerse desde los códigos de la autorrepresentación. Es, al fin y al cabo, una película posible gracias a métodos de producción que una sola persona puede abarcar. Primero con la investigación exhaustiva y después con la filmación de un lugar combinada, en la mesa de edición, con diálogos extraídos de películas de la época franquista. Podría decirse que La ciudad del trabajo es un filme de programador; así es como Guillermo G. Peydró compone su ensayo fílmico sobre la Universidad Laboral ­–hoy Ciudad de la Cultura de Gijón–, un megalómano ensamblaje de estilos arquitectónicos que conformaba la máxima expresión del adoctrinamiento franquista, y de sus delirios de sublimación de un espíritu nacional tan delirante como ficticio.

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La ciudad del trabajo, de Guillermo G. Peydró

Para el realizador madrileño, los diálogos de estos filmes sirven como contrapunto para hacer hablar a los edificios, erigiendo en su colisión con las imágenes un determinado espacio imaginario que sirve de contexto al espectador. El sonido como una ficción de otro tiempo que contrasta con el presente de una arquitectura que permanece como huella del pasado, como ruinas de la demencia franquista. Así, el montaje cinematográfico constituye un lenguaje crítico que no solo subvierte aquellos filmes franquistas, sino que es capaz de construir pensamiento a partir de las relaciones entre imágenes, documentos y voces recontextualizadas. Todo ello se estructura desde una voz clara: la del cineasta como pensador, como sujeto que hila imágenes y sonidos en un discurso político propio, subjetivo, nacido de su propia experiencia.

También desde un posicionamiento político que hace revisión crítica del pasado reciente del que venimos, pero mediante un planteamiento estético diametralmente opuesto, Ramón Lluis Bande repasa precisamente las huellas (o su ausencia) del exterminio genocida que el franquismo ejecutó en Asturias contra los fugaos, aquellos guerrilleros republicanos que continuaron la resistencia antifascista ocultándose en los montes. El nome de los árboles constituye el contraplano de aquel monumento fílmico a los desaparecidos que era Equí y n’otru tiempu, filme con el que Bande ganó el premio FIPRESCI en la pasada edición del SEFF. Ante el estricto formalismo de aquel, El nome de los árboles se desprende de todo artificio y plantea su dispositivo desde la absoluta transparencia, acercándose (sin pretenderlo, o al menos sin venderse de ese modo) a la impresión de realidad del direct cinema.

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El nome de los árboles, de Ramón Lluis Bande

La cámara persigue a Ramón Lluis Bande y Vera Robert, recorriendo los pueblos asturianos y preguntando a sus habitantes por un pasado que quedó enterrado en la desmemoria. La filmación es urgente, porque es urgente documentar esos testimonios, hacerlos perdurar desde una forma fílmica que sea capaz de asimilar la memoria oral sin desposeerla de su materialidad, sin convertirla en otra cosa. Desde un posicionamiento político claro –“la historia no hay que reconstruirla desde el cine, hay que invocarla desde el presente” (1), sostiene el cineasta–, Bande y Robert se introducen en el dispositivo del filme para precisamente enseñar todas sus cartas. Una cámara que se sitúa un paso por detrás del director gijonés, filmando cada uno de sus movimientos, mostrando no solo la película que se está gestando, sino toda una búsqueda en los entresijos de la memoria popular que, por sí misma, constituye otro filme, quizás el filme más necesario y urgente que figuró en la programación resistente.

 

“–¿Por qué me filmas así? –Porque quiero mostrar que no hay más distancias en el mundo”

El influjo de la autorrepresentación del cineasta en su obra traspasó secciones, cristalizando en dos de los filmes más destacados del SEFF’15: O futebol, de Sergio Oksman, en Sección Oficial y No Home Movie, lo último que nos queda de Chantal Akerman tras su perturbadora desaparición, en el apartado Nuevas Olas. Ambos filmes tratan la distancia como elemento extraño en la relación de cada autor con un progenitor: madre en el caso de Akerman, padre en el caso de Oksman.

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No Home Movie, de Chantal Akerman

De No Home Movie Manu Yáñez ha escrito ya casi todo lo que yo querría escribir. Compartimos la misma proyección, con una emotiva y certera presentación de Adrian Martin, tras la cual el filme arrancó con aquel plano que abre también la crítica de Yáñez: un árbol aparentemente endeble, pero increíblemente resistente, se ve violentamente zarandeado por el viento en medio de un paisaje desértico. El estremecimiento que me generó este primer plano se mantuvo, en mayor o menor medida, durante todo el metraje, en el que Akerman filma la intensa relación con su madre desde los entresijos de su vivienda familiar, pero también desde la distancia que las separa en sus viajes. En una videollamada, la cineasta enarbola ante su madre esa idea de anulación de las distancias mientras filma el portátil donde confluyen ambos espacios, el de Oklahoma y el de Bruselas. En esa pantalla donde cohabitan Chantal y Natalia Akerman, a miles de kilómetros una de la otra, es precisamente donde surgen los gestos de cariño más emotivos del filme, los continuos piropos, los deseos de verse en persona, los futuros abrazos anunciados. En No Home Movie se diluyen las fronteras del hogar, pero también una creciente distancia –que no tiene que ver con una distancia física, sino con una imposibilidad de comunicar, de compartir vivencias­– se va acrecentando entre madre e hija, especialmente en sus encuentros en Bruselas. Una distancia que nace no solo de las inevitables diferencias generacionales, sino del propio envejecimiento, de la lenta muerte que va difuminando, poco a poco, a Natalia Akerman. Lejos de filmar la muerte, Chantal Akerman se aferra a filmar la vida, o las ruinas de una vida anterior: esos planos recurrentes de la silla en el jardín, las conversaciones en las que emerge levemente una memoria familiar trágica. En definitiva, la vida que resiste, estoica, como aquel árbol ante el viento.

La distancia es también el elemento crucial de O futebol, donde Sergio Oksman recupera la relación con su padre tras veinte años sin hablar. De nuevo, el cineasta como parte del filme, como hacedor del relato a través de su propia vivencia. El fútbol es, quizás, lo único que le permite acercarse de nuevo a su padre, Simão, una de esas enciclopedias andantes capaz de recordar el nombre del árbitro de un partido celebrado hace casi medio siglo. El cineasta le hace prometer que verán juntos el Mundial de Brasil. La promesa se rompe ante la resistencia del padre a faltar al trabajo, y así el filme acaba explorando las tensiones de una problemática relación padre-hijo mientras la celebración del mundial resuena desde el fuera de campo. La férrea metodología de rodaje, con una filmación sistemática de encuadres cuidados y una cronología basada en los sucesivos partidos del Mundial, choca con la emergencia de lo real y tiene que adaptarse a ello: lo que el propio Sergio Oksman ha definido como “algo que se quiebra entre la tenacidad del cineasta y lo salvaje de la realidad”.

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O futebol, de Chantal Akerman

El quiebro en ambos filmes resuena desde un pudor y una contención donde se anula todo dramatismo para mantener una emoción pura. De nuevo la distancia: ante la desaparición, ambos filmes se vacían para seguir filmando la vida que queda, y rendir así homenaje a la que se va. El final que compone Akerman, maestra de esa estética de la ausencia que parte del encuadre y la duración para remitir a lo que ya no está en la imagen, es definitorio: una cámara que sale al balcón de la casa materna y queda encandilada con la luz exterior para cortar, posteriormente, a diversos paisajes inhóspitos de viento y silencio. Finalmente, la cineasta se ata los cordones ­­–aquellos que de pequeña siempre llevaba desatados– y cierra la persiana, en la última imagen que para siempre nos quedará de ella.

 

© Bruno Hachero, diciembre de 2015

 

* Bruno Hachero formó parte del jurado FIPRESCI del SEFF 2015. Aquí se puede leer la segunda parte de esta crónica.

 

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(1) Declaración de Ramón Lluis Bande recogida por Bruno Hachero durante la entrevista que este le realizó en el SEFF 2015 y que publicaremos próximamente en este mismo medio.