¿Ocho apellidos… políticos?
La españolada
Cuando se estrenó Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez-Lázaro, 2014), un amigo catalán me confesaba que le daba pena que la película estuviese teniendo tanto éxito. Se sentía mal por nosotros, los vascos, ya que, según él, el boom mostraba que de algún modo ya estábamos domesticados dentro del aparato cultural del Estado. Dicho de otra manera (y en mi propia traducción): el hecho de que el sentimiento nacionalista vasco fuese el centro de una comedia de tanto éxito —una que hacía del humor regionalista su mejor baza— venía a indicar que ya no había miedo a reírse del mismo, y esto no podía ser más que un indicador de que el conflicto identitario había quedado reducido a mera anécdota porque los vascos éramos ya parte integrante de la españolada. Sobre la película en términos cinematográficos en sí, no dijo nada; de hecho —y esto da una indicación del fenómeno—, él ni siquiera la había visto.
Nueve millones y medio de personas sí vieron en una sala de cine Ocho apellidos vascos. El análisis fílmico es poco dado a fijarse en todo aquello externo al texto y el hecho de que una película sea un éxito de taquilla o un fracaso, por ejemplo, no suele —ni debe— influir en la percepción y lectura de la serie de códigos que determinan el acercamiento. Está claro que ello no hace a la película mejor ni peor, pero también que en este caso sí que la vuelve importante ya que, guste o no, ninguna obra llega a esos niveles simplemente por una buena campaña publicitaria (para hacernos a la idea: si esas entradas se tradujeran en votos, habría conseguido mayoría absoluta).
Tal vez mi amigo tenía parte de razón y, más allá de que la película tocase las teclas adecuadas, esta había llegado en el momento preciso, en ese que marcaba el final de una era —en cuanto a que la tregua terrorista ya estaba consolidada socialmente no solo en el País Vasco sino en España— y se buscaba consciente o inconscientemente transformar a los vascos en el vecino simpático del piso de arriba —más aún después de tantas broncas en la escalera—. La risa actuaba aquí de elemento integrador pero también despolitizador, para lo bueno y para lo malo. ¿Qué ocurre entonces hoy con el estreno de Ocho apellidos catalanes (Emilio Martínez-Lázaro, 2015)? El contexto, desde luego, no es el mismo porque aquí más que de posibles finales se trata de comienzos potenciales. Luego… ¿Cómo desacraliza la película uno de los escenarios políticos más crispados de los últimos años? La respuesta es sencilla: no lo hace.
Ocho apellidos catalanes, a diferencia de su predecesora, no rechaza la gravedad, sino que se instala plenamente en ella precisamente por la ausencia de risas sobre el asunto abordado. En esta ocasión, no hay despolitización ni domesticación posible por la simple razón de que los límites impuestos están más cerca de una autocensura gris que de un humor blanco. Es decir: que allí donde Ocho apellidos vascos recogía explícitamente una serie de elementos políticos para convertirlos en una ramificación del cine familiar (estamos hablando de una comedia romántica donde el protagonista se hace pasar por miembro del Comando Gipuzkoa, se queman contenedores y la policía dispara pelotazos), en Ocho apellidos catalanes la ausencia de gags cáusticos anclados en la realidad catalana (lo más cercano que hay es ese bar donde se esconden aquellos catalanes que se sienten españoles y que tiraron petardos con el gol de Iniesta) son precisamente la razón de que estemos ante un filme tremendamente político. Uno que lo es tanto como la decisión de dar una rueda de prensa desde una pantalla de plasma: evitando el cuestionamiento embarazoso por parte de la realidad de la platea, marcando distancias respecto a lo inevitable y, en ese sentido, resultando absolutamente incómoda para un espectador que no deja de preguntarse continuamente por un fuera de campo que, en este caso, es también un fuera de la sala de proyección.
La pérdida del miedo a reírse de los vascos se materializa aquí en el temor absoluto por decir algo que pueda herir sensibilidades —no se sabe muy bien si españolas o catalanas—. Nos encontramos ante una obra que tiene aprensión a traspasar los límites (o tal vez deberíamos decir las fronteras) del humor pero que, a su vez, tuvo en esa confrontación jocosa una de las claves del éxito de los primeros Apellidos. ¿De dónde viene, pues, ese pánico escénico? Es cierto que estamos más ante un producto que ante una película (hace tan solo año y medio del estreno de la primera parte y concepción de la segunda) y es muy posible que el departamento de producción de Telecinco gestionase desde antes de escribir una sola línea de guión con qué elementos se podía jugar y con cuáles no (en parte por no reducir el target, en parte por no ser esclavos de la actualidad informativa). Pero, ¿quién lidera la producción? ¿Es Mediaset intentando explotar la gallina de los huevos de oro y evitando conscientemente meterse en problemas innecesarios? ¿Es una mera coalición de ideólogos que adoptan esa autocensura como mecanismo interiorizado? ¿O es un Emilio Martínez-Lázaro convertido en el mesías salvador de la cuota del cine español el que dirige el barco?
Díptico de guión
Algo en lo que casi toda la crítica sí coincide respecto al díptico de los Ocho apellidos es en la invisibilidad de su puesta en escena: el director no subraya su propia autoría a través de la cámara, montaje, resonancias temáticas u otras herramientas fílmicas. Se ha acusado a ambas películas de estar más realizadas que dirigidas, pero si por algo se ha destacado tanto la campaña en medios como las lecturas de la película, ha sido por otra cuestión realmente insólita en el cine español (y en los textos al respecto): la preponderancia de los guionistas por encima de la figura del director.
Borja Cobeaga y Diego San José, que en la primera parte firmaban bajo el epígrafe de Guión pero que aquí han sido ascendidos a Guionistas, han dado la voz en multitud de medios, han posado en photocalls y se han convertido en las caras visibles de la génesis de ambas películas. Si a Martínez-Lázaro se le ha achacado ser un autor meramente televisivo, a ambos guionistas se les ha reconocido el talento de haber sabido trasladar a la gran pantalla algunos de los aciertos de su labor previa en la pequeña. Pese a que las dos Apellidos son películas de enredo con una boda como clímax, nadie habla de las anteriores comedias románticas de Martínez-Lázaro, pero sí de los otros trabajos previos en el género de los guionistas. Se destaca incluso que Cobeaga dirigió la excelente Negociador (2014), película que bien puede leerse como el fuera de campo o reverso de los primeros Apellidos, pero que no está vinculada de ningún modo a los antecedentes o consecuencias directas de la misma. El libreto, pues, es tratado como la gran clave del éxito (junto a las interpretaciones de los actores), pero ¿por qué siguiendo el mismo esquema de guión ambas ofrecen intenciones tan dispares? ¿Qué hace que el barco (de nombre Sabino) zarpe hacia tierras catalanas, pero no llegue a atracar nunca en el puerto?
Ocho apellidos vascos era una farsa donde la transformación y el disfraz guiaban la trama. Allí Rafa, el andaluz, tenía que transformarse en vasco para conseguir el amor y engañar al patriarca y para ello construía un teatrillo donde su madre, su novia y su identidad eran ficticias. En Ocho apellidos catalanes se sigue la máxima de que la secuela debe ser lo mismo (ahí está la subtrama gallega, que repite el esquema del protagonista de la primera parte), pero más grande y ahora es todo un pueblo el que ha de hacerse pasar por una Cataluña independiente para que la matriarca pueda vivir (y morir) tranquila. La transformación se convierte directamente en representación, pero este paso del plano medio al plano general impide que se incida en lo local del mismo modo. Por ejemplo: hay un momento en la secuela en que el protagonista asegura que los Mossos d’Esquadra son el equivalente a la Kale Borroka del País Vasco. El símil sería gracioso si la correspondencia fuese tal, pero a la hora de desarrollar el guión Cobeaga y San José convierten los dos personajes de los Mossos en una presencia mínima y en unos entes amables que discuten sobre el amor. No hay acción de personajes, no hay cócteles molotov que hagan avanzar la trama. Incluso aquel gag mordaz de los primeros Apellidos donde se intentaba llamar a la reconciliación a través de la figura del Guardia Civil, aquí queda reconvertido en un chiste sobre primos (en ambas acepciones).
De hecho, la Kale Borroka de Ocho apellidos catalanes no son los Mossos, sino los hipsters (o al menos esa idea extraterrestre de los hipsters que se encargan de plasmar), pero no parece siquiera que los guionistas se hayan dado cuenta de la correspondencia en el trato. Nada más llegar a Cataluña Rafa intenta (de nuevo) integrarse en la tribu dominante y adopta sus atuendos y su idioma, pero ¿por qué escoger a los hipsters como objetivo de las bromas y no a esos Mossos supuestamente equivalentes? Es más, ¿por qué el guión omite todo dardo contra la marea independentista o, al menos, contra la parte más radical de la misma? ¿No serían lo más cercano (que no lo mismo) a la kale borroka en un guión que trata de imitar constantemente a su predecesor? Nadie niega la sobreabundancia de postureo en Cataluña ni tampoco de las palizas propiciadas por la policía, pero en ningún modo el número resulta equiparable a aquellos que salen cada once de septiembre a realizar también otra representación.
El hecho de que no haya un gag donde se intente dar una vuelta a la figura (o figuras) de los independentistas catalanes como realidad solo puede significar una cosa: a diferencia de Ocho apellidos vascos, aquí el acercamiento no es empírico. Por un lado, Cobeaga y San José no son catalanes y sí vascos; por otro, resulta más complicado construir chistes no caducos sobre el ahora que sobre el ayer. En cualquier caso, si en los primeros Apellidos se partía de lo local para construir el gag, aquí se parte de lo general o, lo que viene a ser lo mismo, el aquí pasa a ser el allí: tal vez Ocho apellidos vascos era una españolada releída a través de un punto de vista vasco, pero Ocho apellidos catalanes es únicamente española tanto en su lectura como en su escritura.
Hace ya más de quince años, en la inauguración del Campeonato Mundial de Atletismo de Sevilla, unos manifestantes vascos se hicieron con el disfraz de la mascota de los Juegos e implantaron un cartel en la misma a favor de la repatriación de los presos. Lo curioso del asunto es que la Giraldilla salió a bailar y a cantar al escenario, cumpliendo perfectamente con el papel establecido, y casi nadie se dio cuenta en el momento de que, en realidad, su figura estaba siendo usada para una reivindicación política. Ocho apellidos vascos vino a ser esa misma Giraldilla: una película que no sabía muy bien hacia dónde se movía, a la que le faltaba ritmo, una película vasca disfrazada de española que incluía elementos políticos sin realmente serlo ni salirse de su rol infantil para todos los públicos. En Ocho apellidos catalanes, la mascota carece de una proclama, pero esa ausencia de un catalizador es lo que la convierte en política. No quiere pisar Madrid por miedo a que la categoricen de española, pero en realidad nunca llega a bailar sobre un escenario catalán. Es decir, que ahora el disfraz no está ya en los personajes ni en la trama sino en las estelades, calçots y los castells que se derrumban: el disfraz está en la propia película.
© Endika Rey, noviembre 2015