Enemigos públicos

Vivir (y morir) deprisa

 

En una entrevista reciente preguntaban a Michael Mann acerca de los elementos que más le interesaban en una película. La respuesta del director era tajante: “El drama, desde luego” (1). Para quienes han seguido de cerca la trayectoria del cineasta, el visionado de Enemigos públicos (Public enemies, 2009), su última película, deja clara una cosa: para Mann el drama es, cada vez más, una cuestión formal. Desde hace ya unos cuantos años, con cada nuevo proyecto, Mann está demostrando que su trayectoria se encuentra, al igual que la de sus personajes, en perpetuo movimiento. En Enemigos públicos sigue sorprendiendo la habilidad de Mann para filmar una situación mil veces vista como nunca antes se había filmado (sirva como ejemplo el tiroteo nocturno en el bosque, una de las escenas más comentadas del filme), pero desde Corrupción en Miami (Miami vice, 2006) y, en mayor medida, con esta nueva película parece que el director comienza a necesitar liberarse de muchas cosas para poder renovar el cine en cada plano.

Con Enemigos públicos sucede algo parecido a lo que, hace un par de años, ocurrió con Inland Empire (David Lynch, 2006). En ambos filmes los cineastas, conscientes quizá de haber llevado al límite unas obsesiones temáticas y estilísticas de las que dan buena fe sus respectivas filmografías, deciden emprender sendos viajes al abismo que solo pueden comprenderse enteramente desde la reflexividad autorreferencial. Estéticamente, tanto el filme de Lynch como el de Mann, reafirman el compromiso contraído por ambos cineastas con una experimentación formal repleta de innovadores hallazgos, pero, al hacerlo, también rompen con algunos rasgos de esa belleza sofisticada tan asociada a las imágenes de ambos autores. En el desasosegante uso de la cámara en mano y los ángulos en contrapicado, en la preeminencia de primeros planos muy cerrados y en el trabajo con el desenfoque como herramienta que altera la percepción del espacio convirtiendo a la película en un baile abstracto de luces y sombras, Enemigos públicos está más cerca del último filme de Lynch que de las obras inmediatamente anteriores de Mann, filmadas en HD.

Por otro lado, del mismo modo que Inland Empire podía desentrañarse mejor al relacionarla con Carretera perdida (Lost highway, David Lynch, 1997) o Mulholland drive (David Lynch, 2001), las particularidades de Enemigos públicos salen a la superficie cuando la colocamos frente a la que parece ser su precedente: Heat (Michael Mann, 1995). Pero, por más que haya entre ellas fuertes vínculos temáticos, genéricos, narrativos e incluso estéticos, será mejor dejar claro desde el principio que Heat y Enemigos públicos no son, afortunadamente, la misma película. Si Heat era un filme nacido de la fascinación del cineasta por dos personajes situados en polos opuestos de la ley, Enemigos públicos es un ejercicio manierista que, en todo caso, versa sobre la fascinación misma. En Heat, Mann se apoyaba en una milimetrada progresión de la trama, en unos diálogos brillantes en su agudeza psicológica y en las interpretaciones bigger than life de Al Pacino y Robert De Niro para construir un filme donde el conflicto dramático se hacía visible gracias a la observación minuciosa y detallada del comportamiento y la rutina de sus personajes. En Enemigos públicos, en cambio, ya no queda casi nada de todo aquello. El interés de Mann se ha desplazado: ya no se trata de esculpir al personaje sino de trazar su aura, de capturar -aunque sea fugazmente- su estela.

En una escena de Enemigos públicos Dillinger dice a Billie que el problema de toda la gente que les rodea es que “solo ven de dónde vienes cuando lo único que realmente importa es adónde vas”. Si aplicamos esta sentencia a la filmografía de Michael Mann, obtendremos la clave para comprender las razones por las que muchos admiradores de Heat se han sentido decepcionados tras el visionado de Enemigos públicos. ¿Hacia dónde se dirige, pues, el cine de Mann? Tomemos como ejemplo el cara a cara entre policía y ladrón, una situación arquetípica del cine policíaco a la que Mann recurre tanto en Heat como en su nueva película. En la primera el encuentro entre Hanna y McCauley frente a una taza de café propiciaba una conversación donde ambos revelaban detalles de su vida íntima al otro: sus rutinas, sus anhelos y sobre todo, sus pesadillas. La escena constituía un importante clímax dramático que supo sacar partido del carisma de dos actores que -tal y como se encargó de subrayar uno de los eslóganes promocionales del filme- aparecían, por primera vez, juntos en pantalla. En Enemigos públicos el encuentro entre policía y ladrón no se produce hasta que Dillinger es detenido y se resuelve bajo unas coordenadas muy distintas. Lo que prima en esa secuencia es una ironía autoconsciente (las referencias a la conversación entre Hanna y McCauley son muy evidentes en dos de las réplicas de Dillinger) que permite a Mann trabajar sobre lo implícito y desplazar el clímax a la escena inmediatamente posterior: el traslado de Dillinger de la prisión de Ohio a la de Indiana.

Detengámonos un instante en esta secuencia destinada a ocupar un puesto de honor entre los momentos más potentes de la filmografía de Mann. Su brevedad no debería impedirnos percibir que, en ella, se condensa todo el drama de Enemigos públicos: el drama de vivir deprisa revelado en la imagen quemada, en el brillo de las carrocerías, en las bocanadas de fuego. Dillinger avanza, la multitud se abalanza sobre él. Custodiado por dos agentes de policía, el protagonista es introducido en el coche que le conducirá a prisión. Y ahí, en el interior del automóvil, los dos agentes terminan -literalmente- desapareciendo. Solo queda Dillinger: su sonrisa y su mano saludando filmadas por Mann de un modo casi diabólico. Y los ojos de Depp: los ojos de un Ícaro en éxtasis danzando entre las llamas o -lo que es lo mismo- entre los fogonazos de luz y los flashes de las cámaras. El drama de vivir (y morir) deprisa a cambio de contemplar con sus propios ojos la fragua de su leyenda (la película insistirá en esta idea cuando, en una escena posterior, Dillinger visite las estancias policiales empapeladas con los recortes de prensa sobre sus hazañas).

Suele decirse –incluso Mann lo afirma en la entrevista anteriormente citada- que Dillinger es un personaje para el que solo existe el presente. Pero en ese presente Dillinger no cesa de deleitarse recogiendo la proyección de su imagen: su proyección mediática, pero también su proyección íntima. Durante la escena en que Dillinger asiste al pase de El enemigo público número uno (Manhattan melodrama, W. S. Van Dyke, 1934) Mann monta varios primeros planos increíblemente expresivos de Myrna Loy junto a los contraplanos del protagonista. La escena no solo anuncia la inminente muerte del protagonista sino que, en esa operación de montaje, perfila la única despedida (de Billie) a la que Dillinger puede aspirar. Después, el hombre que abate al gánster a la salida del Biograph visita a Billie para decirle las que cree que fueron sus últimas palabras. Tras pronunciarlas el policía se levanta y, en el penúltimo plano de la película, Mann filma las lágrimas de Billie y sus ojos que se cierran al tiempo que una sombra invade la escena deslizándose como un tornasol por el fondo blanco y acariciando el rostro de la chica.

Por todo ello -y llegados a este punto quizá ya es hora de decirlo claramente- Enemigos públicos es también una película de fantasmas. Un filme donde el uso del HD conspira con eso que Mann llama el “estilo de cinéma vérité(2) para reinventar la cualidad espectral del cine. Y un filme que estrecha lazos con algunos de los mejores títulos del panorama americano (más) contemporáneo –La dalia negra (The black dahlia, Brian De Palma, 2006), Inland Empire, Zodiac (David Fincher, 2007) o Malditos bastardos (Inglourious basterds, Quentin Tarantino, 2009)- al presentar al propio cine como mediador entre esos fantasmas.

 

(1) Declaraciones de Michael Mann recogidas por Rocío Ayuso en la entrevista titulada “Una visión hiperrealista del drama”, Cahiers du Cinéma España, n.º 25.

(2) Ibíd.