Anticristo

Redentores. Una crítica a la crítica

 

En el caso de ciertos autores, entre ellos Lars von Trier, el espectador cinéfilo acude muy pocas veces a la sala para ver sus obras, por decirlo de alguna manera, “virgen”. La personalidad del danés, y no digo personalidad artística sino personalidad sin más, es un lastre con el que sus películas tienen que cargar -para bien o para mal, según-. Ocurre entonces que afrontamos la obra de una manera prejuiciosa (1): la mayoría de las veces no vamos a poner a prueba nuestras opiniones, sino a reforzarlas. No se trata de evaluar, de poner en crítica nuestras percepciones, sino de encontrar más argumentos para sostenerlas. No se ve «Anticristo«, se ve «Anticristo, de Lars von Trier». La ampliación de las comillas es un elemento sustancial.

La aceptación de esta tesis supone darnos cuenta de la influencia del autor no solo a priori durante la gestación de la pieza, como es natural, sino también a posteriori. En este caso, el carácter polémico y decididamente poco simpático del director empobrece el análisis sincero (si queremos, libre) de su obra. La controversia suscitada por la película en el pasado Festival de Cannes puso en evidencia, una vez más, los problemas de tomar en consideración ese a posteriori del que hablábamos. Entre sus detractores encontramos a los de siempre, o casi, y entre sus partidarios también (2). Ninguna sorpresa.

Otra, a una película

Pero vamos a justificar ya el emplazamiento de este texto: en ocasiones es difícil decidir el límite entre la genialidad más absoluta y el ridículo más espantoso. Resulta que dichos extremos se hallan muy próximos. Sin embargo, y pese a los amores y odios tan extremos que ha suscitado, el caso de Anticristo (2009) no parece ni uno ni otro. La película arranca con un prólogo sobradamente comentado -y, al parecer, bastante celebrado incluso entre aquellos que han rechazado el resto del film- en el que no sorprende tanto aquello que se cuenta (sin duda de un contenido impactante) sino cómo se cuenta. La escena se filma en cámara lenta a ritmo de ópera con la anodina y fría hiperestilización de una publicidad de perfumes. Dicho fragmento fija el precedente narrativo y estético del resto del film, que continuará con imágenes de similar inspiración hasta el momento en que se produzca la ruptura en su último tercio.

La narración después de este primer episodio se articula en una suerte de cuento o fábula (el bosque, los animales parlantes), como si Lars von Trier hubiese ensayado un remake contemporáneo en clave de thriller histérico de terror psicológico de una de las obras de los hermanos Grimm. No nos referimos a las historias edulcoradas proporcionadas por Disney, sino a los relatos originales escritos por los escritores alemanes, mucho menos amables -de hecho, su intención inicial nunca fue escribir para niños- y con una carga sádica (3) y sexual explícita que se vieron obligados a rectificar una vez fueron populares. Las referencias al incesto, al sexo, etc. fueron eliminadas, pero aún hoy se mantiene la violencia en los relatos, cuya función era la de hacer más dramática la lucha entre el Bien y el Mal. Por tanto, todo lo que en los hermanos Grimm era crueldad medieval es aquí un extremo y angustioso survival horror de pretensiones psicoanalíticas, en el que la dicotomía se establece entre la brutal naturaleza de los instintos humanos y su domesticación, para finalmente llegar a la necesaria supervivencia física y mental a través de la supresión del contrario: la liberación del dolor. Los tiempos cambian, los cuentos también.

Desde ese punto de vista el film no está carente de interés, sin embargo, el autor falla en su intento de postular cierta crítica respecto de las imágenes contemporáneas. Como decíamos, ya desde el prólogo se adivina el propósito de dinamitar desde dentro el discurso estético y narrativo y las expectativas del espectador. Pero, tras la frialdad y vacuidad de las escenas que preceden al estallido final no se advierte una podredumbre escondida tras una apariencia de normalidad, es más, cuando la violencia hace aparición, estas imágenes también se ven contagiadas de la vacuidad precedente. Belleza superficial, vacía, horror igualmente superficial, vacío, ¿qué diferencia hay? El espectador encuentra mucha más incomodidad frente a películas como La pianista (La pianiste, Michael Haneke, 2001) -¡qué sutil perversidad!- que ante esta de Lars von Trier, en la que la voluntad de agredir es tan evidente que no hace daño. No se entiende por tanto la postura de quienes atacan el film basándose en la supuesta violencia de sus imágenes. Lars von Trier perdió esta batalla. Se encuentra mucha más violencia -explícita, implícita- encendiendo un televisor a casi cualquier hora.

Mala suerte. No será el danés, con sus inofensivos puñetazos, quien nos salve del bostezo especular. Al menos no en esta ocasión. Sin embargo, el ejercicio divierte…

 


(1) Dicho en su sentido más literal, es decir, emitir un juicio antes de experimentar el hecho.
(2) No faltan, por supuesto, análisis serios y bien razonados para explicar una u otra postura: FONT, Domènech y REVIRIEGO, Carlos: Cahiers du Cinéma, n.º 25, julio – agosto, 2009, págs. 28-30.
(3) En la versión original de Blancanieves la madrastra era castigada a bailar hasta morir calzada en unos zapatos de hierro ardiente. Aún las modernas versiones, más refinadas, resultan a veces crudas. A saber, niños vendidos por sus padres (Pulgarcito), antropofagia (Hansel y Gretel), niños abandonados en lo profundo del bosque para asegurar la supervivencia económica de sus padres (otra vez Hansel y Gretel), etc.