Malditos bastardos
La verdadera historia
Hablar de la cultura popular (o de masas) siempre ha resultado problemático. Es posible que si nos remontamos a la década de los sesenta, dedicarle un estudio tal y como hizo, por ejemplo, Umberto Eco tuviera algo de gesto sanamente provocador, además de una voluntad de mirar hacia delante y situarse en unas coordenadas afines a la época (la nouvelle vague, la música pop, los cómics). Sin embargo, a día de hoy podríamos reprocharle a estos textos cierta incongruencia en la aproximación a su objeto de estudio, ya que el análisis (e incluso defensa) que hacen del mismo se basa no tanto en su naturaleza intrínseca como en su significado contextual, en los potenciales vínculos que se establecerían entre esta cultura de masas y la tradición clásica, la alta cultura. Y no es, ni mucho menos, que dichos vínculos no puedan darse, sino que parecería que la validez de lo popular dependa exclusivamente de este factor, como si necesitase una autorización paterna para acceder a según que sitios. La otra cara de esa moneda la encontraríamos en Randy Dreyfuss y los hermanos Harry y Michael Medved con su libro The fifty worst films of all time (and how they got that way). Publicado en 1978, el volumen recoge un subjetivo listado de lo más hórrido del séptimo arte y el tono de sus reseñas se caracteriza por un humor despectivo propio de un matón de patio de escuela. Quedaba claro que los autores no sentían ningún tipo de empatía por aquellas películas y sus chanzas no hacían otra cosa que afianzar un punto de vista crítico extremadamente conservador (1)↓. Ambos casos se sitúan lejos, muy lejos, de verdaderos degustadores de lo bizarro como Tim Lucas, Pete Tombs o John Waters. Este último, sin ir más lejos, supo darle la vuelta a un concepto tan discutible como el de los guilty pleasures confesando compungido su admiración por los filmes de Pasolini, Godard, Fassbinder o Marguerite Duras, la particular cruz con que se veía obligado a cargar el tantas veces proclamado -¿a su pesar?- pope del trash.
Si algo sabe Quentin Tarantino es que el placer jamás es culpable, no importa la fuente que lo provoque. Su corazón cinéfago late como los de Lucas, Tombs o Waters y se acelera ante lo mismo: lo improbable, lo inesperado, aquello que no tiene cabida en la corrección. Lo extraordinario, en definitiva. Pocas cosas hay tan gozosas, al menos para quien esto firma, como descubrir un film que le lleve a uno de una sorpresa a otra, que fulmine expectativas y lo abandone a su suerte en un territorio extraño (2)↓. Cualquiera puede ver las carencias en una película de Ed Wood o Lucio Fulci, pero no todo el mundo sabría o querría apreciar sus fogonazos de extraviada belleza. Porque esa y no otra es la auténtica arma del también llamado “cine bis”: la caligrafía irregular entendida como máxima expresión del genio. La desmesura en lugar del equilibrio, el tsunami frente a la calma chicha, la gárgola en vez del misionero. Y si creen que esto es patrimonio exclusivo de los programas dobles, los autocines o el Festival de Sitges, quizás harían bien en repasar las obras más destacadas de autores como Darío Argento, Brian de Palma o Pedro Almodóvar, todos ellos directores que no destacan tanto por su pericia narrativa como por las particulares leyes que rigen su universo, por la osadía de sus highlights, porque su grandeza reside en que en sus películas vamos a ver cosas que no pasan en el “cine normal”. También les une el hecho de ser, en especial los dos últimos, cineastas-espectadores y sus filmografías se pueden leer también como una colección de filias cinematográficas, algo que también podríamos decir de Quentin Tarantino.
Hay directores para quienes el hecho de enfrentarse a la creación parece ser algo tortuoso, doloroso incluso, en cambio el autor de Jackie Brown (1997) siempre da la sensación de que se lo ha pasado en grande haciendo sus películas. Casi tanto como se lo debe pasar viéndolas luego. Y no, no es una cuestión de ego (que lo tiene de proporciones elefantiásicas, no cabe duda), sino de que de un tiempo a esta parte se ha hecho evidente que sus filmes siempre acaban hablando del placer de ver cine. El género es la excusa, el marco necesario para que se active la erótica de la sala a oscuras, el peep-show de fetiches de videoclub que electrocutan el espinazo. Y el mérito, el verdadero toque de genialidad, está en hacerlo sin que nos importe su condición de objeto premeditado, su sustrato teórico. Vendría a ser el equivalente fílmico de Elvis Costello, alguien que conociendo a la perfección la historia del lenguaje que trabaja (en su caso la música popular en su acepción más amplia) y haciendo arqueología del mismo sabe, a su vez, crear nuevos clásicos de apariencia espontánea y natural, perfectos y autoconscientes. Solamente en Death proof (2007) se le fue ligeramente la mano a Tarantino al quererse situar pon encima de su película, como si su discurso fuera suficiente para mantener en todo momento el interés, mostrándose rácano donde el habitualmente menor Robert Rodríguez sí supo darlo todo en la torrencial Planet terror (20007). Quizá podríamos achacarlo al problema que Tarantino comparte con su amigo Almodóvar y es que, desde el fenómeno Pulp fiction (1994) dejó de ser simplemente un director de cine para convertirse en un icono (a veces incluso en una marca) del cual el público esperaba unas cosas muy determinadas, entre ellas que sus películas fueran igualmente icónicas. En su día Jackie Brown frustró a algunos (hoy no cabe duda de su excelencia) pero Kill Bill vol. 1 (2003) sí satisfizo a muchos, al ser una especie de ensoñación colectiva de lo que debía ser una película de Tarantino, por más que el tiempo ha demostrado que es la que menos características comparte con la realidad del resto de su obra, estando basada principalmente en el movimiento constante, en la acción, desterrando casi por completo la dialéctica, elemento esencial en su escritura. Kill Bill vol. 2 (2004) actuaba de reverso perfecto y explicaba la verdadera naturaleza de su cine: su pausa contrariaba expectativas a la vez que creaba una maraña de relaciones y sentimientos que elevaba su potencial al infinito hasta desembocar en un desenlace que prefería la hemorragia interna al surtidor de sangre. Creíamos estar asistiendo a la historia de una venganza cuando lo que acontecía en pantalla era un amor imposible marcado por la fatalidad. Tras este extraordinario díptico, su genuino y definitivo objeto pop, el director pareció querer acentuar la vertiente reflexiva de su cine, aquella que trataba “sobre” el pop. De ahí surgen la deshuesada Death proof y la novísima Malditos bastardos. La audacia de ésta última la encontramos en el hecho de estar ambientada durante la Segunda Guerra Mundial, en una época donde existía la cultura popular, pero no el concepto de pop tal y como lo entendemos hoy. Y aunque sus personajes hablan, y mucho, de cine (Pabst, Chaplin, Riefenstahl…) e incluso trabajan en su industria, los diálogos que mantienen son de una naturaleza muy distinta a los de Reservoir dogs (1992) o Pulp fiction, ya que les falta la suficiente perspectiva histórica, les falta Madonna, los pilotos frustrados de series de televisión, los cuartos de libra con queso, los Delfonics y tantas otras cosas que definen su día a día.
Quizá lo que pretende el que una vez fuera imitador de Elvis en Las Chicas de oro no esté tan alejado de lo que defienden Nicole Brenez y otros críticos y teóricos de nueva generación: Que la historia del cine no tiene por qué estar donde nos han dicho siempre, que sus desvíos son tan o más apasionantes que la carretera principal ¿Por qué debería ser más importante Edgar G. Ulmer que Stan Brakhage, Seijun Suzuki o Riccardo Fredda? ¿Acaso podemos prescindir de alguno de ellos? Al menos a quien esto firma le sería imposible. Pero Tarantino ha decidido apostar totalmente por la tercera vía y darle la vuelta a la tortilla, colocando aquel “cine bis” del que hablábamos al principio en un primer plano, dándole la relevancia que él cree que merece y, sobre todo, hablando su mismo idioma, usando sus herramientas, jugando con sus reglas. Por eso siempre preferiré su mirada sobre este tema a la de otros, porque en ella no hay distancia, sino comprensión y disfrute sin ataduras. Es cierto, la maestría con que mide la tensión en cada secuencia (las de la granja y la posada se cuentan ya entre lo mejor de su trayectoria), con que elabora unos diálogos para enmarcar (3)↓ y perfila una colección de personajes servidos por un elenco sin mácula (4)↓ revela una educación que ha tenido muy presente los clásicos, pero su espíritu se basa siempre en la interrupción, el anacronismo y la mezcolanza de imposibles, en hacer sonar al Bowie de los ochenta en plena década de los cuarenta, en usar modos de blaxploitation para el retrato de uno de los soldados o en recordarnos que el western es y será siempre un estado mental. Y lo bien que le queda. Eso es lo bueno de su cine, que en ese desorden manifiesto todo parece estar en su sitio. Por eso nadie debería sorprenderse de que esta película ni sea un remake de Aquel maldito tren blindado (Quel Maledetto Treno Blindato, Enzo G. Castellari 1978), conocida en Estados Unidos como The inglorious bastards (aunque sí comparta con ella un alma igualmente libérrima) ni que los bastardos del título acaben como secundarios dentro de su propia película. O quizás es que esos bastardos no son solamente Aldo Raine y sus muchachos, sino todos los personajes de la función. No, no solamente ellos, también las demás criaturas del universo Tarantino. Pensándolo bien, es muy posible que Malditos bastardos fuera uno de los filmes de cabecera de Vincent Vega o Jules Winnfield. Porque este es su mundo, esta es su Historia, con mayúsculas. Una Historia según la cual el director de Hostel cose a tiros a Hitler y un cine en llamas se convierte en tumba del nazismo (5)↓. La verdad, a mí también me hubiera gustado más ese final.
Medio mundo parece andar siempre buscando películas que le cambien la vida (eso no se busca, simplemente te das de bruces con ellas). Tarantino ha hecho algunas capaces de ello, algo con lo que cualquier artista se daría por más que satisfecho. Ahora, además, puede presumir de haber cambiado algo más. Sí, era verdad aquello de “history is made at night”. Concretamente en las sesiones golfas.
(1)↑ Ojito, porque en el libro de marras se arremetía por igual contra clásicos de culto genuinamente psicotrónicos y títulos de Resnais, Antonioni, Peckinpah o Eisenstein.
(2)↑ Eso ocurrió por última vez hace apenas unos días, cuando un buen amigo me descubrió las delicias de Nazareno Cruz y el Lobo, inenarrable fábula licántropa dirigida por Leonardo Favio en 1975.
(3)↑ Si sacamos Deadwood de la ecuación, esta película debe ser con toda probabilidad la obra mejor dialogada del audiovisual americano reciente.
(4)↑ A uno le dan ganas de llorar y revolcarse por el suelo al pensar que hasta ahora no había tenido noticias de la existencia de Christoph Waltz. Bueno, en realidad lo vi hace eones en Criminal y decente (Ordinary Decent Criminal, Thaddeus O’Sullivan 2000), pero que me aspen si recuerdo algo de esa película.
(5)↑ Es de justicia señalar, eso sí, que la cultura popular americana ha tenido siempre una fijación con este tema, y antes ya habíamos podido ver a personajes como el Capitán América o Rasca y Pica zurrándole la badana al führer. Por no hablar del Wolfenstein 3D…