El cine norteamericano contemporáneo y su propensión al exceso

Hacia nuevas funciones estéticas

A lo largo de los últimos años, se ha debatido mucho en las redes acerca de las declaraciones de cineastas como Martin Scorsese en defensa de la vocación artística del cine, un concepto que ha dado lugar a bastantes equívocos. De entrada, los autores que defienden esa faceta simplemente ejercen el reclamo por su prevalencia sobre los aspectos cuantitativos, esto es, que la necesidad por pensar la estética continúe siendo un motivo primordial para la labor cinematográfica. Los medios y las productoras, insensibilizados ante la aceleración desenfrenada del sistema capitalista, se cobijan en las cifras y en la racionalidad gerencial, y si una película no recauda lo suficiente en su primer fin de semana de exhibición, está irremediablemente abocada al fracaso y al olvido. Las películas de Marvel y las series de fantasía y ciencia ficción contemporáneas, que reproducen las mitologías gestadas en los años ochenta, han sido objeto de crítica por parte de figuras como Scorsese o Christopher Nolan no por lo que suponen en sí mismas, sino por la amplitud del mercado de la que se adueñan.

El consumo impulsivo de estos productos en las plataformas entra en pugna con la liturgia que antaño recubría las salas de cine y, en el momento presente, el público no parece dispuesto a acudir a ellas si no se le garantiza una experiencia determinada. Por un lado, la cita con la gran pantalla ha de estar adornada de efectos especiales que justifiquen el precio del boleto y, por el otro, es imperativo atenerse a mensajes simplificados que puedan fragmentarse todavía más a través de fórmulas como el meme o el hashtag. En ese sentido, esta escéptica complacencia en la individualidad ve su trasposición en un modelo pirotécnico que exalta unos cuerpos por encima de otros, mientras tritura los matices entre ellos.

«Oppenheimer»

En el segundo tomo de su teoría estética, que versa sobre la peculiaridad de lo estético, Georg Lukács considera el arte como “una autoconciencia de la evolución de la humanidad”. Por ejemplo, la película Oppenheimer (2023), de Nolan, si se la juzga desde la perspectiva de la artesanía, es una operación de cine táctil y arquitectónico, comprometido con los recursos que utiliza y exhaustivo con la documentación del pasado de la que se nutre. No obstante, este «canto del cisne» del celuloide se dilata hasta tres extenuantes horas, pues Nolan desea hacer partícipe al espectador de la biografía entera de su protagonista, el físico Robert Oppenheimer, y por ello renuncia a la síntesis narrativa y a los vacíos de significado. Se puede hablar, sin duda alguna, de crisis del montaje en el cine de la última década. Las imágenes, pese al compromiso de los directores para que se sustenten por sí mismas, son urgidas a ir hacia delante, a sucederse de forma maquinal para garantizar la atención del espectador, o, paradójicamente, para reducirla. En los tiempos de Tik Tok, del horizonte que prefigura la inteligencia artificial y del enojo de actores y guionistas en las entrañas de Hollywood, lo que hasta nuestra época se ha considerado como una película autocontenida sufre continuas embestidas. Si Serguéi Eisenstein, en El sentido del cine, aducía que la imagen es un todo que integra sus partes por medio del corte, esta función ha sido suplantada por un nuevo régimen de visualidad que aboga por una continuidad inoperante.

La técnica del digital, de manera análoga a la instauración del sonoro a finales de los años veinte, ha delatado de nuevo la irreversibilidad del progreso tecnológico en la imagen en movimiento y todavía debe consolidar sus potencialidades. La comunicación a través del cine, hijo de la reproductibilidad, está abocada desde sus albores a recuperar el tiempo del que las grandes corporaciones nos han privado, a proporcionarnos la opción de que veamos por segunda vez. Ya en el siglo XIX, poetas como Charles Baudelaire o Rainer Maria Rilke lamentaban el aceleracionismo inherente a los procesos de la industrialización, coyuntura que impedía a los espectadores poder elogiar la contemplación, lo que finalmente conllevó, en palabras de Walter Benjamin, a una pérdida del aura con la llegada del siglo XX.

«Barbie»

Oppenheimer, notable filme sobre las ambiciones desmedidas del hombre, pone en primer plano a este científico convencido de la importancia de sus descubrimientos, voluntad que revela la actual devoción ciudadana hacia los artífices de la tecnolatría, tales como el magnate Elon Musk, espejo de una vida de privilegios sobre la que se cimenta el camino endiosado del self made man. El filme sobrevino en calidad de blockbuster con el huracán del Barbenheimer, fenómeno fervoroso que animó al público a confiar en la nueva apuesta de Nolan y en su supuesta némesis, Barbie (2023), de Greta Gerwig. No obstante, el paratexto de ambas películas fagocitó su contenido intrínseco, desde la metódica campaña de marketing hasta el papel autoadjudicado de salvador del cine por parte del responsable de Interstellar (2014).

El caso de Babylon (2022), que aterrizó en las salas a principios de 2023, también es muy determinante, si se tiene en cuenta la figura del director como un catalizador. A partir de la intuición primera de Damien Chazelle, toma forma una película que se alarga hasta las tres horas, poseída por la necesidad de incluir en sí misma el reciclaje de gestos de muchas otras obras precedentes. Lukács, poniendo en dialéctica la subjetividad creadora y la objetividad del mundo, determinó que “en la praxis artística, las condensaciones generalizadoras o los resúmenes llevan a concepto las estructuras originarias para ponerlas en esferas distintas”. Dada su plétora de ideas contradictorias, no es posible concluir si Chazelle, con Babylon, quiere recuperar una tradición o deshacerse de ella y, por tanto, su obra hasta el momento no puede aspirar a ser más que la búsqueda desmedida de un Santo Grial que hoy carece de sentido. Describimos sin embargo un largometraje apasionante en su cinefilia e interesante en su ambigüedad crítica, pues nos habla también de ambiciones, desencuentros y de peones de la industria que se creyeron por encima de sus posibilidades. Babylon se pasea por las postrimerías del cine mudo para rastrear los condicionantes que lo hicieron posible, pero se rinde en última instancia a un sentimiento de nostalgia fosilizada, entregada al lamento agridulce. En sus 180 minutos predomina la impresión de que todo tiene que caber. Su hipertrofia discursiva afecta directamente al montaje, que, debido al cuantioso volumen fílmico que debe aguantar, deviene una herramienta de soporte más que de creación.

«Babylon»

Se evidencia entonces la aparición, en cierto cine mainstream, de un exceso creciente, comenzando por la extensión de los propios filmes y la sobrecarga de información que atesoran. Habitamos un período de constante cuestionamiento de los formatos y la expresión cinematográfica reacciona saturándose, estirando sus relatos y, por momentos, emulando aquello de lo que pretende distanciarse. Las imágenes corren el riesgo de devenir pequeños destellos fotográficos, troceados por un montaje funcional e inerte y sufriendo una pérdida del valor semántico del encuadre. En El ojo interminable, Jacques Aumont reivindicaba el papel de los bordes del cuadro para la limitación de la mirada, pues, según el teórico, se convierten en “operadores activos de la transformación progresiva del campo fílmico”, con la inexcusable apelación al fuera de campo como aliciente para la imaginación. Esta idea se desecha en los casos de las también recientes y holgadas The Batman (2022), de Matt Reeves, y Avatar: el sentido del agua (Avatar: The Way of Water, 2022).

En especial, el macroproyecto de James Cameron, cuyos criterios se miden por el número de películas que tiene previstas desarrollar en clave de saga y por las técnicas avanzadas que empleará, asume que el espectador ya no espera que le fascine una imagen, sino que su naturaleza le suscite una sensación física y vertiginosa. La sobreabundancia de estímulos lleva entonces a una fetichización de la técnica. En la centuria larga que ha tardado la historia del cine en desenvolverse, se ha transitado del «qué va a pasar» al «cómo se ha hecho», concepción arraigada en la progresiva pérdida de lo que teóricos como André Bazin han bautizado como «real». A raíz de este paradigma de espectacularidad efectista, sobre el que se ha disertado en relación con el concepto de cine de atracciones de Tom Gunning, Scorsese efectuó la comparativa de las películas de Disney y Marvel con los parques temáticos, pero no porque su llamamiento al ocio fuese deshonesto, sino porque el diseño algorítmico que rige su distribución pone cualquier tipo de expresión en el plano del «contenido». La hipervisibilidad de la sociedad contemporánea comporta que una imagen carezca de validez por sí misma y, por tanto, que se ancle a una retroalimentación perpetua que pone al mismo nivel todos los elementos que la conforman. En ese sentido, estamos hablando de imágenes amorfas y omniabarcantes, espejo de la actividad maquinal de las grandes multinacionales.

Así pues, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023), el último trabajo del director de Casino (1995), emerge rotundamente para contrarrestar todas esas tendencias. Es un islote en el ancho mar de un panorama uniforme y atomizador, sobre el que es necesario preguntarse qué tipo de cine o qué tipo de imágenes se ajustan más a la predisposición de los espectadores. ¿Qué le exigimos al cine de hoy y de qué modo quienes se preocupan por mantenerlo a flote deben reformular su afinidad de cara a la revelación? La función que las plataformas otorgan al montaje y a la imagen se vincula a una inhibición de la fascinación, pues el público, o el internauta, sólo es impelido a afrontar una regresión indiferenciada de lo mismo.

«Los asesinos de la luna»

El provecto Scorsese, como ya realizara con su anterior monumento, El irlandés (The Irishman, 2019), prosigue en su empeño por releer la historia de los Estados Unidos y, con su este nuevo fresco, es tentador pensar en clásicos del cine del calibre de Avaricia (Greed, 1924), de Erich von Stroheim, El hombre que mató a Liberty balance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford, o La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg. El filme, adaptación del libro homónimo de David Grann, pone en escena el asentamiento del hombre blanco en la comunidad amerindia de los Osage y, en concreto, el cineasta se focaliza en la relación tóxica entre dos hombres. Robert de Niro interpreta a uno de los capataces colonizadores de la región que, ante la llegada en ferrocarril de un foráneo, su sobrino, empezará a idear mecanismos para manipularlo y desgastar a la comunidad desde dentro, expropiando sus recursos y asesinando a sus integrantes. Las lecturas no distan tanto de las constataciones de Babylon y Oppenheimer: la nación americana ha basado su desarrollo cultural en la falsa promesa del éxito y de la felicidad, asunto que las empresas han transformado en una dictadura de las conciencias y en una explotación de los cuerpos dirigidas hacia fines que no justifican los medios.

Scorsese, uno de los máximos representantes del Nuevo Hollywood, ha labrado una prolífica trayectoria consagrada a la disección de la masculinidad, iniciando sus andadas en un contexto de fuerte culpabilidad colectiva, causada por la Guerra de Vietnam, hasta llegar a la era del audiovisual, donde el concepto de memoria ha entrado en una crisis ontológica y nada existe si no es en una imagen. Su mirada, casi arqueológica, es la de un artista en su cúspide, capaz de ceñirse a un sentido de la objetividad y de la ambivalencia que lo señalan como la voz más importante del cine estadounidense de nuestros días. La historia, nos dice Scorsese, no es otra cosa que una sucesión de imposiciones que han marcado el curso de los acontecimientos, y siempre ascienden los poderosos a costa de las víctimas. Para arrojar luz sobre el pecado original norteamericano, afiliado simbólica y prácticamente a la violencia de los patriarcas legisladores, el cineasta nos brinda una película sobria, iconoclasta y desmitificadora. Su gesto creativo trasciende lo propiamente cinematográfico y no es extraño sentir Los asesinos de la luna como un acto político, ético y humano que mengua el frenesí de los ritmos que el audiovisual categoriza como norma. En ninguna de sus escenas predomina una sensación excesiva, y el montaje que articula este discurso plural se ajusta audazmente al recorrido trazado. La cámara repara en el sufrimiento —Lily Gladstone es una extraordinaria actriz de la presencia— sin regocijarse en sus consecuencias directas, pues se hace patente que un director no debe preocuparse por filmar bello ni perfecto, sino justo.

«Los asesinos de la luna»

La proliferación del «contenido» y su inclinación a lo homogéneo pasa por alto la especificidad del factor humano y convierte a las personas en máquinas reificadas. Por tanto, quizá el debate no reside tanto en qué es el cine, sino en qué se pretende hacer con él: si igualarlo constantemente a sí mismo hasta agotar sus formas o beber de disciplinas alternativas, como la historia o la filosofía, para proyectarlo hacia un futuro incierto y sacar partido de la ingente cantidad de materiales de los que se dispone hoy. Quizá la inmanencia del cine nunca ha existido y es un mecanismo desde siempre a la deriva.

 

© Arnau Martín, octubre de 2023

 

 

Libros citados

André Bazin, Qué es el cine

Georg Lukács, Estética (Vol 2)

Jacques Aumont, El ojo interminable: cine y pintura

Serguéi Eisenstein, El sentido del cine