Derribando las ruinas de la imagen cinematográfica
Quiero ver
En la década que acabamos de abandonar, sus cineastas más interesantes han advertido insistentemente sobre la necesidad de higienizar nuestra mirada y ponerla en forma para que no quedase obsoleta ante los cambios que estaban produciéndose en el estatuto de las imágenes cinematográficas, derivados del advenimiento del mundo digital. Muy al contrario de lo esperado, las imágenes no devinieron en volubles, fugaces y vaporosas. Su destino resultó más catastrófico: después de rendirse a las nuevas amenazas que las rodeaban desde el universo audiovisual, la condición transmisora en la que basaban su eficacia mutó hasta lo meramente comunicativo.
El problema derivado de la reconfiguración de la vocación de la imagen, radica en su constitución estructural casi exclusivamente informativa. Es decir, describe de forma neutra la realidad mientras la acota. Hace de ella un monumento permanentemente visible bajo la legitimación que otorga el derecho a ella que nos ampara a todos. Aunque errónea o falsa, seguirá siendo información y como tal no podrá ser cuestionada. Pero lo visible no siempre es lo real, y en ese lugar se situaba generalmente la imagen cinematográfica para operar vinculando lo visible con lo invisible hasta hacer ver lo que esconde tras de sí el universo mediático y facilitando, de paso, el trasiego de sentido desde su inutilidad inmaterial.
De esta manera, nos encontramos con dos tipos de imágenes cinematográficas que proponen miradas radicalmente distintas. En primer lugar, las que todavía aspiran a ser una forma de expresión artística interpelando a una mirada que debe operar del sujeto al objeto. El reclamo de sus formas -requiere un trabajo activo con el que atravesar el fetiche de las imágenes sobre el vínculo que ofrecen- hasta alcanzar una zona desconocida a la que se tiene prohibido el acceso. Por el contrario, y en segundo lugar, las imágenes con raíz informativa que reducen la mirada al órgano. A la vez que le seduce con la imagen de sí mismo, masajea al ojo regalándole información pura. Así es como la mirada queda neutralizada tras haber sido eliminada la distancia que normalmente debería recorrer para evitar que el sujeto que la articula no quede desvinculado del objeto de su mirada.
1. EL TRÁNSITO DE LAS IMÁGENES
Todos sabemos quién proclamó la culpabilidad del cine por no haber estado en el lugar que le correspondía. Seis décadas después de haber faltado a su condición de arte del presente, el sentimiento de culpabilidad se reactivaría de forma involuntaria en el subconsciente general. Tras los sucesos del 11-S, las facilidades que ofrecían las, por aquel entonces, nuevas tecnologías digitales propiciaron que la herida que había dejado el cine por su falta se tratara de suturar de nuevo con el registro continuo de la realidad. Si el cine no podía estar presente, debía hacerse todo presente como parapeto ante la amenaza que se había reactivado tras la caída de las Torres Gemelas.
De esta manera, las técnicas y códigos propios del cine se escamotearon para ser aplicados de forma amateur, hasta dejarlo perplejo por la disolución de su presencia en una realidad cultural preocupada por organizar todo lo registrado en un archivo total de información. La imagen informática, aprovechando su poder para almacenar de forma infinita, lograba aunar en una misma cifra numérica imágenes, sonidos y textos, hasta hacer de ellos información pura. Su paradigma lo encontraría hoy en las redes sociales, con Facebook a la cabeza, donde todos los contenidos se reducen a perfiles de información.
El cine dejaba de ser mirado, su poder de instrumentalizar la realidad había disminuido y además se mostraba incapaz de crear nuevos imaginarios que compitieran con los de la televisión y los videojuegos. La primera, sin crear material sensible nuevo, se impuso en la carrera infiriendo a sus programas un tiempo más real que el propio presente. El fenómeno del “está pasando” se erigió de esta manera en el referente de cómo crear siempre el mismo imaginario de forma instantánea.
Entonces, no debería sorprendernos el fenómeno inflacionista del género documental al que estamos asistiendo, ni la celeridad con la que el cine adscrito a la etiqueta de lo social pone en imágenes la actualidad que utiliza como sustrato. Sin embargo, resulta difícil creer cómo la ficción en su sentido más estricto celebra gustosa su nueva condición. Cuando miramos películas como Corrupción en Miami (Miami Vice, Michael Mann, 2006) o El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008), tenemos la sensación de que llegamos tarde a un acontecimiento que está pasando a una velocidad tan elevada como para que nos resulte imposible acceder a él.
En un tiempo en el que solo existe lo que es mirado, las imágenes que pretenden sobrevivir proclaman su utilidad comunicando información; es decir, imponiendo una relación unidimensional con su espectador. “¡No me toques!”, parecen gritar para disimular la escisión con que median de forma insalvable entre sujeto y objeto. ¿Cabe entonces alguna duda de por qué somos incapaces de dar un nombre a una década en la que nos hemos relacionado mayoritariamente a través de imágenes de cualquier condición?
2. EL PLIEGUE DE LA IMAGEN INFORMATIVA
La imagen informativa es ante todo una imagen homogénea. La fuerza que la lleva a colocar en un mismo plano a todo aquel que la mira, es la misma que consigue eliminar las fronteras entre aquí y el otro lugar donde se fabrica la noticia. Aunque dentro de un informativo existan diferentes categorías de información, el plano horizontal sobre el que se ordenan todas sus imágenes asegura su irreductibilidad.
Sin embargo, cuando se produce un suceso excepcional, deja entrever por un instante su debilidad. Por ejemplo, en un suceso que podríamos considerar normal dentro de la actualidad, desde un plató de televisión se conecta con un reportero desplazado al lugar donde tiene lugar un acontecimiento. Desde allí, nos hará un breve comentario del vídeo al que dará paso. Sin embargo, en una guerra o desastre humanitario, el reportero se convertirá en enviado especial y el comentario al vídeo informativo se enunciará desde un lugar elevado desde el que podemos ver una panorámica del espacio donde se está produciendo una acción.
Aunque toda enfermedad tiene su cura. Y la mirada del enviado especial nos interpela a que no miremos ese espacio al que da la espalda. En el breve período de tiempo en que comenta lo que está pasando detrás de él, su mirada frena lo que podría ser un comienzo para la nuestra. El vector por el que debería discurrir la imaginación queda neutralizado hasta que la entrada en imagen del vídeo que ha sido grabado en el lugar que representa el fondo de la imagen viene a desactivarla por completo, y a recordarnos que lo que estamos viendo es información. Un monumento que no cabe derribar.
3. QUIERO VER LA MIRADA
La imagen inaugural de Je veux voir (Joana Hadjithomas, Khalil Joreige, 2008) se presenta como un contraplano perfecto a la imagen arquetípica del enviado especial. Catherine Deneuve nos da la espalda mientras mira al Beirut posterior ala Segunda Guerra del Líbano. “Quiero ver”, afirma sosteniendo una mirada que transformará en aventura junto al actor libanés Rabih Mroué, gracias a la distancia que media entre ella y la realidad convertida en objeto de información, y explorando ese hueco que dejan las imágenes que solo pretenden comunicar.
Lo que en un primer momento parece ser una visita turística por lo que ha quedado del Líbano, enseguida se revela contra su propia condición documental para reflexionar sobre el estatuto de las imágenes. El trayecto nos conducirá por diferentes lugares del imaginario informativo para enfrentarse a ellos mostrando la impotencia de la cámara ante el registro de su verdad: “Lo que ha tenido lugar allí”. De los edificios en ruinas de Beirut, viajaremos hacia la frontera con Israel atravesando un irreal paisaje verdoso donde se ubica la aldea donde nació Rabih. En el viaje de vuelta a Beirut, mientras avanzamos junto al mar, veremos como se lanzan a él todas las ruinas de un país.
Al mismo tiempo que se expone a su límite un registro puramente informativo, a base de zooms y barridos, se le confronta con imágenes en un continuo tránsito hacia la abstracción. El choque provocará la sacudida de unas imágenes monumentales con la ruina como símbolo. Entendemos entonces el ejercicio de demolición puesto en forma sobre la ruina/información hasta hacerlas desaparecer con la promesa de reencuentro con lo esencial de la imagen cinematográfica. Es decir, con un espacio vacío donde la mirada puede volver a ver.
Ya no existe imagen sin imaginación, pero tampoco muchos lugares donde se puedan conjugar para superar la mercancía audiovisual. Lo que queda del cine debe sacudirse de todas las ruinas que ha construido en su seno derivadas de las amenazas audiovisuales a las que se plegó. Dejar pasar lo que ha pasado supone ofrecer un espacio en el que se pueda volver a construir una relación íntima entre mirada e imaginación que posibilite recuperar la transmisión perdida. Como la que establecen al final del metraje Catherine y Rabih. De la que celebramos gustosamente el poder ver la Y.