Vincere

Los dioses y los hombres

Más allá de lecturas superficiales que emparentan al Mussolini de Marco Bellocchio con el actual primer ministro italiano Silvio Berlusconi, creo que Vincere (2009) tiene que ver con algo mucho más arraigado en el pueblo italiano. Esta película de Bellocchio, al igual que buena parte de su filmografía, exculpa a los protagonistas de sus historias, a los errores que podrían haber cometido, para bucear en la construcción de “lo italiano” como pensamiento único, como un tópico que afecta al espectro político, social y familiar. No hay escapatoria para el embrujo de este complejo. En el caso de Vincere, no se trata únicamente de un film que narra cómo el socialismo y la lucha revolucionaria se transforman en fascismo, sino en cómo un hombre, un cuerpo, termina por transformarse en una idea.

No es algo nuevo en el cine del director italiano, pues hace más o menos un lustro abordó el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro en Buenos días, noche (Buongiorno, notte, 2003); si bien allí describía el camino inverso. Del Aldo Moro como idea, como imagen de la democracia cristiana, al Moro como hombre, como víctima. La película terminaba con el plano más escalofriante de todo el metraje: los miembros del partido y de la Iglesia asistiendo al funeral del político, convirtiéndolo en un mártir de la causa, al tiempo que el Aldo Moro hombre, en una ensoñación, conseguía huir de sus raptores y ser libre.

En Vincere, por contra, empezamos viendo al Mussolini hombre, subversivo socialista, que acabará transformándose en el Mussolini imagen, fascista. La película se divide en esas dos mitades. La primera destaca por su carnalidad y por la imponente presencia física tanto de Mussolini como de Ida Dalser, así como de los actores que los interpretan (Filippo Timi y Giovanna Mezzogiorno). En el primer encuentro de los amantes, Ida mesa los cabellos del futuro dictador y luego observa, con perplejidad, su mano ensangrentada tras el contacto. En esta primera mitad, la película transcurre en la oscuridad: la de las calles en lucha, clamando por la revolución; la del domicilio de Ida Dalser, donde se producen los encuentros sexuales de los dos protagonistas y donde la única luz existente es la que irradian los cuerpos desnudos de ambos; y, finalmente, la oscuridad de las salas de cine, interrumpida en esta ocasión por los haces de luz que despide el proyector sobre la pantalla.

Precisamente es el cine el que poco a poco se apodera del encuadre y que, progresivamente, provoca la transformación: de los documentales sobre la Primera Guerra Mundial al Lenin ondeando la bandera de la Revolución bolchevique, para terminar en una capilla donde se mejoran los heridos en el frente, entre ellos el propio Mussolini, mientras en el techo se reproduce una escena de la Pasión de Cristo (1). Esta es la escena clave de la película, el punto de inflexión. El “suplicio” de Mussolini termina y deja de ser hombre para convertirse en idea, al tiempo que Cristo muere en la cruz. Mussolini “asciende a los cielos” y desaparece del cuadro, se evapora de la película, para convertirse en una presencia fantasmal, salvo únicamente en una escena, aquella en la que visita la exposición futurista de 1917. La vanguardia estética que terminó sucumbiendo al fascismo y que influenció a los cineastas rusos de la época es el escenario del último encuentro entre Mussolini y Dalser. Ella aparece como “última tentación”, con su cuerpo desnudo. Él la besa, pero al final la abandona. En Vincere colisionan todos los referentes de la época: el futurismo, el cine soviético y el católico. La solución: el fascismo.

Tras el último encuentro, la película parece volverse más abstracta porque los protagonistas siguen siendo los dos amantes, pero Mussolini no aparecerá más en pantalla, tan sólo como sueño y recuerdo. Cuando Ida ve a Mussolini en la pantalla del cine, en una imagen real de archivo, ya convertido en dictador, exclama: “Parecía un gigante”. El cine es siempre el elemento catalizador de los acontecimientos: como documento (las imágenes de la guerra, la poderosa imagen de Lenin), como ficción (el Christus de Antamoro) y como propaganda (los discursos de Mussolini). De ahí que el trabajo de Bellocchio, a lo largo de sus más de cuarenta años dirigiendo películas, sea ir en contra de eso, buscando desarticular el poder de la imagen, acabar con su fuerza manipuladora. Si el cine es manipulación, Bellocchio es uno de sus mayores resistentes.

Para destruir a Mussolini no utiliza el habitual discurso crítico, sino que escoge al personaje de Ida Dalser, amante y seguidora incondicional. La película se contamina de la locura de Ida y de todo un país. Un país víctima que se aleja de la realidad (Mussolini hombre) para adorar a un falso Dios (Mussolini imagen). Pero es esa locura la que termina por deslegitimar el discurso y la imagen del fascismo. En el cine de Bellocchio, los locos son los liberadores. Aquellos que para el resto de la sociedad son enfermos, para Bellocchio, que describe comunidades moribundas, son héroes. Héroes involuntarios que desarticulan el discurso de los presuntamente cuerdos. El fanatismo de Ida Dalser se convierte en elemento subversivo. El amor por el dictador se transforma en odio y persecución, en una manifestación del suicidio de todo un país.

La Historia de un país asesinada por todas las convulsiones artísticas antes mencionadas, pasadas por la influencia de la Iglesia católica (tema referencial de Bellocchio), en un Estado que acababa de nacer. Al final, creo que es la propia Italia, como cuerpo, la que sucumbe, junto a Dalser y Mussolini, a la idea de Italia. En los últimos planos de la película, Dalser mira a la cámara, convencida de su locura. Su hijo, fruto de su relación con el dictador, acaba igual. Y mientras, las palabras de Mussolini gritando Vincere se pierden entre las imágenes de archivo que documentan el fin de la guerra. El Mussolini hombre, que desafiaba a Dios al inicio, regresa, por última vez, para ver cómo su busto y su legado son destruidos.

 

 

(1) Imágenes extraídas de la película Christus (Giulio Antamoro, 1916).