Curtocircuíto 2016

Ghost in the machine

 

La evocadora imagen del fantasma en la máquina alude a la forma algo despectiva con la que se refería el filósofo Gilbert Ryle a la teoría descartiana de la desunión entre cuerpo y mente: el padre de la filosofía moderna postulaba que mientras el cuerpo se mueve en un mundo material y espacio-temporal, los dominios de la mente pertenecen a la aventura interior, que no puede escapar del tiempo pero sí del espacio. Si el cuerpo es una máquina, la mente es una máquina espectral. El cine ha recogido el anacrónico concepto y le ha dado razón de ser: el cinematógrafo como máquina creadora de fantasmagorías, con anclaje en la realidad pero que va mucho más allá de la recreación mimética del mundo material. Una auténtica máquina expresionista.

ghost_in_the_machine_cover-the-policePero Ghost in the Machine también es el nombre de un álbum del grupo The Police, donde el pop desdramatiza la filosofía hard en canciones como Spirits in the Material World. Y esa vulgarización de la materia filosófica ya apunta a la confusión absoluta entre lo sagrado y lo profano, entre apocalípticos e integrados que caracteriza a nuestro presente. El volumen de información y la multiplicidad de voces han aplastado las diferencias y ahora es el sujeto social el encargado de confeccionar su universo cultural día a día sin más guía que su intuición y sagacidad para separar el grano de la paja. Todos los arquetipos culturales conviven ahora en la misma habitación, con todo lo que ello tiene de bueno y de malo.

En esa misma dualidad espiritual y de formas de representación, operan muchos de los trabajos proyectados en esta nueva edición del festival compostelano de cortometrajes Curtocircuíto, cita inexcusable a nivel internacional para rastrear tanto los nuevos trabajos de autores ya consagrados como los de los nuevos jóvenes caníbales de la cinematografía, y también para apuntar las direcciones que toma el campo del cortometraje, senderos tanto más interesantes en cuanto no tienen por qué coincidir con los emprendidos por su hermano mayor, el largometraje. Este año nos hemos encontrado, a través del rastro de imágenes que dejan los sagaces programadores del festival, con obras que hablan de presencias, de fusiones temporales, de sombras que imitan la vida, de huellas del pasado, de desapariciones espaciales, de proyecciones mentales y de la vida interior y las formas de reflejarla utilizando lo real, lo táctil y hasta el humor y lo desmitificador: lejos de ser meros ejercicios solipsistas de haute couture, trabajos como los de Chema García Ibarra o Mark Rappaport utilizan técnicas de guerrilla cinematográfica sin perder un ápice de potencia y pertinencia.

 

La reapropiación del pasado

La nueva película del gran documentalista Jay Rosenblatt, When You Awake (2016), es como una sesión de ouija, de hipnotismo colectivo donde las imágenes de vídeos educacionales y nudie films mutan su significado naïf en arcanas letanías ocultistas donde lo importante es el subconsciente, el flujo libre de pensamiento y las asociaciones sorprendentes –y también humorísticas–. Las tormentas rodadas por ignotos cineastas anónimos de grano rugoso y celuloide frágil, al contacto con otras imágenes de fuerte carga poética, se convierten en transmisoras del eco de trabajos previos de cineastas underground como el George Kuchar de Wild Night in El Reno (1977). Asimismo, las coreografías hollywoodienses revelan su innegable pulsión homoerótica, al igual que sucede en Hail, Caesar! (2016), la última película de los hermanos Coen. Por su parte, Mark Rappaport continúa con Chris Olsen: The Boy Who Cried (2016), su estudio del margen del cine industrial americano, poniendo esta vez el foco en un actor infantil de rostro genérico, convertido en eterno huérfano de acogida de las familias más famosas de la historia del cine. Su currículum supera el del legendario John Cazale, e incluye rodajes con Alfred Hitchcock, Vincente Minelli, Douglas Sirk o Nicholas Ray, en los que poco a poco se pierde en mundos artificiales. Para cuando el tránsito a la madurez concluya y el adolescente eche la vista atrás, solo hay simulacro, vida inhumana en una infancia que no fue tal.

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When You Awake (Jay Rosenblatt, 2016)

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Chris Olsen: The Boy Who Cried (Mark Rappaport, 2016)

Por otra parte, en Vintage Print (2015) Siegfried A. Fruhauf ejerce de moderno Houdini e insufla vida tumultuosa a la fotografía de un paisaje de finales del siglo XIX, en los albores del cine: en la truca consigue la ilusión del temblor, del movimiento a través de la acumulación de capas de la misma imagen –a la manera del impresionista e impresionante Brouillard passage #14 (Alexandre Larose, 2014), visto en la Mostra S(8)–, como si sacara el alma (el ghost, que diría Mamoru Oshii) de la fotografía. En cambio, la labor de Xurxo Chirro, Fernando Redondo e Isabel Sempere es mucho menos invasiva: en Retransmisión da chegada dos restos de Castelao a Galicia. A pérdida da inocencia no relato da transición (2015) utilizan las imágenes de archivo del atribulado último acto de Castelao, la figura liminar de la cultura gallega, para construir una serie de notas a pie de imagen, una autopsia del propio evento que ilumina muchas cosas: cómo la política represiva afecta hasta la posición moral de una cámara y cómo la propia realidad transmite un temblor al discurso oficial, al lenguaje reaccionario del poder establecido imposible de anular y que se contagia a la narradora, Teresa Navaza, despedida días después por hacer su trabajo. Un lamento por una Radio Televisión de Galicia en la que los seres humanos aún podían expresarse como tales.

A la contra, Velasco Broca, en Nuestra amiga la luna (2016), da un paso al frente y ejecuta una invocación desde el ahora de los fantasmas del pasado en un celuloide rodado en 16 mm que parece sacado de una filmoteca fantasma: el hilo argumental de un extraño en tierra extraña se deslavaza a cada segundo y prima la impresión de asistir a una historia arcaica que no logramos entender aunque nos hable en primera persona, una narración a medio camino entre Sherezade y el sabio loco Abdul Alhazred. Misterio de la imagen, un triunfo en estos tiempos de subrayado hasta la náusea.

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Nuestra amiga la luna (Velasco Broca, 2016)

 

El tiempo como campo de batalla

El trampantojo que propone Three Moments in Time (Pim Zwier, 2016) consiste en superponer tres imágenes capturadas en distintos periodos temporales. El movimiento dentro del cuadro se tiñe de colores primarios, irreales. Solo lo estático, lo inmutable, permanece con su apariencia real –pero qué es real–: el resto es vida evanescente fluyendo, incapaz de aprehender, de comprender, de analizar. Y los directores Helena Girón y Samuel M. Delgado, que ya deslumbraron en el festival el año pasado con Sin Dios ni Santa María (2015), vuelven a sus imágenes telúricas, fieras, de celuloide descompuesto y naturaleza descontrolada. En Montañas de fuego que vomitan sangre (2016), los realizadores recuperan la concepción de Athanasius Kircher del interior de la tierra como un insondable laberinto de fuego. Establecen las coordenadas míticas de las cuevas y los caminos subterráneos que comunican los volcanes de la isla de Lanzarote, y que utilizó la resistencia antifranquista en su día, para convertirlos en agujeros de gusano que conectan tiempo y espacio como una cuarta dimensión en la que el presente se alimenta de un pasado mítico que no debe ser olvidado jamás. Savia vieja para nuevas luchas que en el fondo son la misma.

Por su parte, Elena López Riera, tras Pueblo (2015), reincide en los rituales con Las vísceras (2016) y recupera una vieja leyenda –presente también en el Il racconto dei racconti (2015) de Matteo Garrone– para capturar el momento exacto en que los niños ven lo que se oculta tras la cortina de seguridad familiar: los abuelos aquí son como miembros de tribus prehistóricas que viven en pueblos estancados en el tiempo y despellejan conejos que un minuto antes eran mascotas ante los ojos desorbitados de los niños. El resplandor de una hoguera y los susurros de leyendas sobre corazones devorados a mordiscos conforman la fascinante cotidianeidad de lo salvaje.

Live to Live (Laida Lertxundi, 2016)

Live to Live (Laida Lertxundi, 2016)

Y mientras tanto, en Live to Live (2016) Laida Lertxundi prosigue infatigable su mapeado de paisajes desérticos mezclados con la autobiografía hierática –para ejemplificar las emociones que experimentó en un momento determinado, nos muestra un electrocardiograma: reflejo exacto del estado de su corazón en esa época– y el propio ejercicio de hacer cine reafirmando orgullosa la condición artificial y técnica de la construcción de las imágenes. Una maravillosa paleta cromática de lugares vacíos lo suficientemente extensos como para albergar al propio espectador y su mochila emocional.

 

De la vida de las sombras

El shadow flicker es un efecto producido por los aerogeneradores que provoca que en las viviendas cercanas se proyecten sombras parpadeantes. Esto puede causar reacciones cerebrales anómalas en algunas personas que sufren de epilepsia. Las directoras de Ocean Hill Drive (2016), Lina Sieckmann y Miriam Gossing, utilizan ese fenómeno tan plástico y sugerente para construir una narración elíptica de casas vacías y seres humanos ausentes que cuentan sus experiencias en off visual. Al final, el efecto natural es una extensión de la vida alienada, de los no-lugares que muestra el Jem Cohen de Chain (2004), de las presencias de otro tiempo que invaden la casa de Tren de sombras (José Luis Guerin, 1997) y de la amenaza sorda e indefinida del relato Casa tomada (1946), de Julio Cortázar. El cortometraje funciona asimismo como apropiada puerta de entrada para tres obras muy diferentes que giran en torno a lo incorpóreo y son de lo más interesante que se ha visto en el festival.

Mata Atlántica (201) supone el retorno de una dupla tan imprescindible como la que forman el cineasta Nicolas Klotz y su inseparable guionista Elizabeth Perceval –aquí también en labores de codirección–. Su vuelta a la arena cinematográfica cinco años después de Low Life (2011) y un documental para TV es un mediometraje elíptico, un relato que se descompone en muchos otros. A partir de una idea que parece sacada del imaginario animista de Apichatpong Weerasethakul –la desaparición de una joven en un bosque situado en el centro de la megaurbe de Sao Paulo, rescoldo indomable de la primitiva selva– la pareja de directores construye una narración mutante, frágil y asincopada que funciona como metáfora política y social sobre el Brasil racista del presente y sobre los ecos salvajes del pasado, muy cercana a una concepción del fantástico sutil y equívoca que infecta de manera invisible nuestra realidad.

La disco resplandece (Chema García Ibarra, 2016)

La disco resplandece (Chema García Ibarra, 2016)

Por su parte, La disco resplandece (2016), el nuevo trabajo del creador de ciencia ficción mínima que es Chema García Ibarra, se engloba dentro de un extravagante proyecto colectivo sobre las relaciones turco-armenias, pero que funciona igualmente como pieza autónoma y supone una evolución interesantísima en su particular universo: un fantástico acercamiento sin paternalismos ni discursos moralizantes innecesarios a la vituperada juventud de extrarradio de chonis y ninis sin futuro. El realizador, a través de planos estáticos en 16 mm descolorido y cierta iconografía esotérica que recuerda al Kenneth Anger de Lucifer Rising (1972), muestra la vida banal y enérgica de un grupo de adolescentes que tienen encontronazos con la policía y se citan en lugares abandonados para hacer botellón y construirse un espacio propio sobre las ruinas de un pasado poco memorable. En una escena de enorme poder evocador, los jóvenes se introducen en una discoteca abandonada –la ruta del bacalao convertida en eco legendario– y conectan a la vez sus iPhones para escuchar un reggaetón que suena brillante –que diría Joe Crepúsculo– en medio de la oscuridad de las ruinas del templo de baile. La juventud ya no baila: resiste.

Y como broche de oro a este repaso parcial y forzosamente incompleto del 13º Curtocircuíto, cabe certificar que el japonés Daïchi Saïto prosigue su cruzada contra el tiempo y llena la pantalla de sombras en CinemaScope y 35 mm con Engram of Returning (2015). Su cortometraje es un sorprendente diario de viaje fílmico radicalmente subjetivo, más mental que espacial y atendiendo a las sensaciones antes que a la narración del trayecto. Dice el propio realizador: “Mis películas son la trasposición visual concentrada de mi sensación de naturaleza, fragmentaria y en flujo constante” (1). Las texturas matéricas de la película nos llevan al cine del deslumbramiento de Stan Brakhage y a conceptos tangibles como arriba y abajo o intangibles como cielo e infierno, imágenes de alto voltaje que parecen ilustrar un alucinado pasaje de la descomunal prosa de Cormac McCarthy: “…los relámpagos iluminaron el desierto a su alrededor, azul y árido, grandes extensiones estruendosas surgidas de la noche absoluta como un reino diabólico invocado de repente o tierra suplantada que no dejaría rastro ni humo ni ruina llegado el día, como los deja una pesadilla” (2). Dulces sombras y portentosas pesadillas las que nos ha proporcionado Curtocircuíto 2016.

Returning (Daïchi Saïto, 2015)

Returning (Daïchi Saïto, 2015)

 

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(1) Daïchi Saïto en la compilación de sus textos en Moving the sleeping images of things towards the light (Ed. Elena Duque, 2013).

(2) McCARTHY, CORMAC: Meridiano de sangre, Random House, 2004.

 

© Javier Trigales, noviembre 2016