Low Life
Carmen, probablemente
A Queco. Por lo que habrá sido
Imaginemos la escena. Un paciente entra en la consulta de su médico de cabecera, se sienta y le expone su caso: “Mire doctor, no sé qué me pasa exactamente pero me encuentro mal. Vivo en un estado de cansancio casi permanente. Me cuesta desarrollar mis rutinas, me siento incapaz de concentrarme en mi trabajo”. A lo que este le responde: “Tiene que decirme algo más concreto. ¿Le duele algo en particular? ¿Se marea? ¿Tose?”. Prosigue el paciente: “No, qué va, no me duele nada. Se trata de un malestar general, no sé cómo explicarle… Lo noto, lo noto sin más.” De nuevo, el doctor: “¿Es continuo? ¿Le ocurre a cualquier hora del día”. El visitante concluye: “Bueno, sí. Bueno, no. No sé. Es que ha llegado un momento en el que ya no le presto atención. Como siempre parece estar ahí, no sé si en algún momento remitirá.”
Ante las imágenes de Low Life (Nicolas Klotz, 2011) debemos comportarnos como si fuéramos ese doctor. Observarlas con detenimiento, interrogarlas e intentar diagnosticar qué les pasa a partir de los síntomas que evidencian claramente. Son imágenes que se presentan mostrando un malestar desde la primera escena, sin ambages, sin medias tintas: una joven actriz de teatro camina por la noche de la ciudad recitando el monólogo de Ofelia en el segundo acto de la intensísima Hamlet Machine de Heiner Müller (1)↓: “Yo soy Ofelia. La que el río no retuvo. La mujer con la soga al cuello. La mujer con las venas rotas. La mujer de la sobredosis. La mujer con la cabeza en el horno. NIEVE SOBRE SUS LABIOS. Ayer por fin dejé de suicidarme…” Está ensayando, pero el gesto marca una intromisión de la puesta en escena en el núcleo de una situación de aporía: nuestro tiempo, nuestro presente. Todo lo no-vivido devuelto por la historia. Un ritual que convoca, resucita y corporiza el espectro de Charles de El diablo probablemente (Le diable probablement, Robert Bresson, 1977) y el de la Carmen que filmó Godard en 1983. Ambos se suicidaron dejando visiones negativas de la juventud de su tiempo.
El punto de partida de Low Life son herencias tan incómodas como estas. Sus imágenes aparecen como una máscara, un decorado, una copia perfecta del Bresson de los setenta porque son, ante todo, imágenes que no llegaron a cumplir su presente. Son pasado, un desfase temporal, un corte histórico con el tiempo desde el que se miran. Por lo tanto, no pueden ser más contemporáneas: “el presente no es otra cosa más que lo no-vivido de todo lo vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su demasiada cercanía), no logramos vivir en él. El cuidado puesto a esto no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, regresar a un presente en el que nunca hemos estado.” (2)↓
Charles y Carmen han sido pareja. Comparten casa y grupo de amigos. Todos son estudiantes universitarios comprometidos con su tiempo. Y todos están reunidos en la noche, en una plaza, esperando para intervenir en la detención ilegal de unos inmigrantes. Se confirma que los polis han entrado en una casa. Acuden rápidamente a la manifestación que se ha montado. Allí todos son jóvenes, pero no son iguales. Un grupo ha aparecido desde el mismo escenario donde antes habíamos escuchado las palabras de Hamlet Machine. Ocultan su cara, queman un coche y hieren a un policía con un cóctel molotov. Su pierna arde. Un inmigrante le socorre. Entre otros inmigrantes y sus compañeros policías le suben hasta la casa donde se estaban realizando las detenciones. Aparece la extrañeza; todos están allí, en esa habitación, alrededor de la mesa en la que yace el policía herido. Incluso algunos de los manifestantes. Reina la calma. Parece como si la “acción” se hubiera desplazado hasta la tramoya de un teatro, y que la manifestación, en el exterior, en la calle, no hubiera sido más que la representación de una obra de teatro espectacular, necesaria para producir una lucha rentable para ambos bandos utilizando como pretexto la misma víctima. El inmigrante. Que circula como si fuera una palabra vacía que nada tiene que ver con la identidad a la que denota. Los polis han producido el espacio público por donde se ha distribuido. Los manifestantes se han apropiado de ella integrándola en un lenguaje social que deviene en un gesto político vacío. El resto ya se sabe. Son noticias. Hoy. Así es como entre todos se sostiene una revolución preventiva que apacigua cualquier tipo de revuelta verdadera. Bueno, todos no. Se me olvidó apuntar que Charles decidió no acudir a la manifestación. Se fue por otra parte. Dimitió de este penoso ritual de la política clásica. De ese activismo y sus viejas recetas de los sesenta que convierten en una figura estéril a toda contestación, reivindicación o movimiento social. La revuelta en la que creé Charles está por inventar y de ella se intenta hacer cargo Low Life. Se ha reconstruido el escenario. Ahora solo falta hacerlo posible.
Charles
Como se ha apuntado un poco más arriba, Charles nace de las ruinas de El diablo probablemente. Santiago Fillol y el propio Nicolas Klotz (3)↓ nos recuerdan que la película arrancaba en un “meeting político donde se proclamaba a gritos la ‘destrucción’ de todo. Charles preguntaba: «¿Destruir qué?, ¿para qué?», y las voces de los militantes lo silenciaban. Entre los gritos, Charles susurraba débil, «nuestra única fuerza…», «nuestra única fuerza…», y la gente lo mandaba callar. Y él se callaba.” Pero en Low Life vuelve para recobrar su voz y toma la palabra para completar la frase allí donde la dejó: nuestra única fuerza es la creación. Crear música, pintura, baile. Y escritura cinematográfica, añado yo. Cuando supere su casposa cinefilia y asuma que es un género literario como cualquier otro. Es decir, un arte. Como decía Juan Goytisolo en Nuestra música (Notre musique, Jean-Luc Godard, 2004): “Si nuestra época ha alcanzado una interminable fuerza de destrucción hay que hacer la revolución que cree una indeterminable fuerza de creación, que fortalezca los recuerdos, que precise los sueños, que corporice las imágenes.” Artes que sean capaces de construir nuevos espacios sensibles donde se pueda llegar a establecer un nuevo tipo de comunicación al margen de cualquier perversión del lenguaje. Charles da alguna pista cuando mira a un bailaor flamenco a través de una ventana. En los pies siente un fulgor latente en la tierra, y su cuerpo, respondiendo a una libertad íntima, es capaz de dibujar un gesto que nos interpela de igual a igual, abriendo todas las posibilidades de un mundo sensible. Algo así como la espacialidad que construía la voz de Miguel Poveda en La cuestión humana (La question humaine, 2007).
Todavía no hemos abandonado los primeros minutos del film. Cuesta avanzar porque en ellos se acumula demasiada intensidad. La situación lo requiere. Partimos de vidas de “baja intensidad”, de inquilinos de una existencia exiliada, de analfabetos emocionales. Es decir, de nosotros mismos y el desierto que atravesamos. Nosotros, que sabemos cómo han sido abstraídas nuestras pasiones, palabras, gustos e inclinaciones, para ser sustituidas por intereses. Low Life pretende extenuarnos mostrando sus latencias. Recuperar aquello de lo que hemos sido desposeídos siempre y cuando estemos dispuestos a participar en una guerra. Una guerra en latencia, de territorio, que se libra mi más allá ni más acá de donde estamos. Una guerra en la que ya no se debe tomar partido, sino posición. En nombre de nadie, en nombre de la existencia misma que no tiene nombre. No tiene frente, ni ejército ni batallas decisivas. Es una guerra que ha estado siempre ahí, aunque las democracias hayan tratado de ocultarla poniendo la paz en su horizonte. No existe nada más opuesto al Estado moderno que esta guerra que late bajo nuestros pies, que cortocircuita las imágenes y que al mismo tiempo fluye entre los cuerpos: mientras los estados luchan por la homogenización de los individuos, la guerra lo hace por su dispersión. Esta dispersión es un hecho. Un hecho comunitario que puede formar una verdadera comunidad. Una comunidad en movimiento. El movimiento solo se puede desplegar cuando existen esas distancias. Charles quiere explicar esta guerra (civil) a sus compañeros. Le mandan callar. Pero esta vez no tiene ninguna intención de suicidarse. Esta será su praxis política.
Charles realmente se encuentra en huelga. En una huelga humana con la que intenta recuperar sus deseos huyendo de la condición de máquinas de supervivencia que nos viene impuesta a todos. Como si todos estuviéramos programados para avanzar hasta derrumbarnos en medio de otros cuerpos que marchan bajo el mismo signo. Cuerpos como los que se encuentra todas las noches. Cuerpos de parejas en ruina que dormitan sobre fríos suelos. ¿Es esto el amor? Charles es el único de todo el grupo que no tiene pareja. Perdió a Carmen o lo dejaron. Quién sabe. Pero toda la fuerza de su amor la guarda intacta cerca de su corazón como un tesoro. Sabe perfectamente que toda fuerza no empleada, todo aquello que queda sin uso, es una potencia que destruye silenciosamente al cuerpo. Ese amor es ahora una abstracción vacía, una zona de penumbra donde es posible que se produzca un acontecimiento, algo que no entra en la ley inmediata de las cosas, algo sorprendente en un mundo donde están prohibidas las sorpresas. Un amor que no es posesión, sino contingencia. Un amor que facilita las condiciones para una vida que va haciéndose poniendo en marcha nuevas experiencias del mundo. Mientras tanto el diablo se parte de risa.
Carmen
En Nombre: Carmen (Prenom: Carmen, Jean-Luc Godard, 1983) la protagonista también se suicidaba. Pero lo hacía después de no haber disparado al vigilante de seguridad que había llevado a la ruina. Le conoció en el atraco a un banco, él se enamoró y la siguió ciegamente. En el último golpe, cuando estaban acorralados, decidieron matarse mutuamente como declaración de amor. Pero ella no disparó. Lo hizo él. Carmen quedó moribunda mientras él era detenido. Sus últimas fuerzas las empleó para efectuar un último disparo que venía a constatar que estaba enamorada de otro. De su tío Jean-Luc, con el que se había insinuado una relación incestuosa. De su tío que, además, había ocupado el lugar del padre. Sobre el mito de Carmen aparecía el de Electra. Historia sobre historia formaba un palimpsesto inmemorial. Una carga que había atravesado a un cuerpo impidiéndole amar plenamente. Low Life también parte de esa imposibilidad.
Carmen se enamora de Hussain, un inmigrante afgano que estudia en Francia. Se conocen en la manifestación y Low Life va regulando su intensidad en función de las fases que va atravesando la pareja: encuentro, pasión física y separación. Sin embargo, la última les viene impuesta por causas ajenas. Hussain recibe una carta de expulsión, un documento que suspende todos sus derechos, toda su vida en el país durante los tres años que lleva residiendo en él. La relación a partir de ese momento comienza a debilitarse, se resiente. El acontecimiento desborda su amor, porque ese amor es en realidad un trágico estado amoroso. Algo así como una imagen de lo que es, y que por eso mismo puede ser fácilmente desbordada. Ese estado gobierna un amor que vela la capacidad de amar plenamente. Ese estado es la herencia que nos han dejado las políticas de Mayo del 68. Y es, ante todo, una condición que se padece. Todo o nada; tal es la figura de un amor que impone un enmascaramiento de todas las tonalidades que puede llegar a tomar. Las demás parejas del film, como Djamel y Julie, también sufren de manera parecida. Pero en el montaje, en la contraposición de los diferentes matices con que las parejas gestionan sus crisis, Low Life efectúa un sabotaje revelando que lo importante no es el objeto compartido, sino el modo contingente en que se comparte. Siempre por construir.
Tras la aparición de ese documento, volvemos a ver a los mismos africanos que habíamos dejado olvidados al comienzo del film. Conocemos a Julio, un inmigrante “enfermo” que yace en una cama. El poder se ha introducido, literalmente, en sus huesos. Como testimonia, ha conseguido descubrir biológicamente su fecha de nacimiento. Ni él mismo la conocía. No hemos visto su detención, ni lo que le han hecho con su cuerpo; no merece la pena perder el tiempo. Ya lo sabemos, lo imaginamos. Las malas películas hubieran sacado mucho partido de ello. Su situación es la cama en la que yace y debe actuar desde ahí. Con las pocas fuerzas que le quedan consigue levantarse y reunirse con una pequeña comunidad de inmigrantes. Por las noches llevan a cabo un ritual, una especie de conjuro sobre los documentos que acreditan su expulsión. Estos documentos son devueltos a los polis. Como si se tratara de una maldición, aquel que lo recibe muere accidentalmente. La vuelta, la revuelta contra aquello que lo produjo revela en el orden de lo visible aquello que falta. Aquellos que han sido excluidos; los inmigrantes, los no rentables económicamente. Primero se emplean ingentes medidas para que no puedan entrar a un territorio. Después se les controla y captura con todo el entramado panóptico que configura el espacio público. Finalmente se les invisibiliza hasta que son definitivamente expulsados. No cabe otra razón para emplear tantas fuerzas; en ellos se encierra una fuerza humana tan grande como la que intenta diezmarla. Una fuerza que puede, que da miedo.
Cuando escuchamos a un negrata rapear, cuando nos percatamos de cómo su voz puede a su cuerpo, sentimos algo parecido a cuando nos llega la voz de un cantaor flamenco o vemos a un baialor lidiando con sus soledades. Toda la densidad de sus gestos se presenta para iluminar un mundo sin relieve. Lo propio de una cultura que guarda celosamente los restos de una memoria incandescente se muestra como una cualidad diferenciada en un mundo que solo podemos ver en su unicidad indiferenciada. Esta luz es la que puede hacer ver: este es el primer paso de toda revuelta. Como Hussain en el metro, poder ver los diferentes matices que afloran de la expresión de un rostro. La melancolía, la tristeza, la dulzura, la angustia. Pero antes es necesario poder mirar con atención sin sentir vergüenza. Ni el que mira ni el que es mirado. Mirar y ver, siempre un trabajo duro. Siempre un trabajo que comienza con cada nueva imagen. Ello ocurre cuando reclaman las fotografías que Carmen toma en el metro a las 6 de la mañana, para llegar a distinguir, a partir en un gesto de sueño o de derrota, si una persona vuelve a casa o se levanta para ir a trabajar. En ese umbral es donde se juega la política de Low Life. En ese umbral es donde las vidas pueden, pese a todo, llegar a ser algo diferente, pleno e inaudito.
¿Cómo hacer?
Carmen y Hussain son detenidos en un control a la salida del metro. Les piden la documentación y les retienen junto a unos inmigrantes africanos. Uno de ellos sale corriendo y la pareja aprovecha para escapar. Llegan a casa, a su cama. Yacen sobre ella desnudos. Les cuesta moverse, levantarse. Los dos son ahora cuerpos sin identidad. Cuerpos que se confunden con su propia alienación. Cuerpos gloriosos que solo pueden contemplar cómo desfila ante ellos su humanidad vacante. Al día siguiente llega la poli con una citación para Carmen. Acude a la comisaría con Charles, aunque solo ella accede al edificio. Le muestran todo el sistema de vigilancia que gobierna el espacio público. Le instan a que delate a Hussain. Quieren saber dónde está: un poli ha muerto y en el bolsillo llevaba su documento de expulsión. Quieren saber dónde está: todavía debe abandonar el país. Carmen se niega a colaborar. Declara su insurrección, se niega a que controlen lo más íntimo; el amor verdadero que ha nacido en el roce entre los cuerpos ruinosos. Como Charles, se declara en huelga humana. Dimite, no dirá nada. También se niega a que tomen muestras biológicas de su cuerpo, a que la poli se introduzca en su boca. Pero ¿su gesto, su sacrificio, ha conseguido desacralizar su cuerpo glorioso y en consecuencia el de su amado?, Carmen abandona la comisaría y corre a esconderse en un bosque. Charles la ha visto salir y la persigue a distancia. Se acabó. El verdadero punto de partida de Low Life ahora es este.
Una vez que los cuerpos han sido separados de su potencia, de lo que pueden, solo podrán reinventarse a partir de su impotencia. De lo que pueden no hacer. Low Life se presenta como un manual de posibilidades de cómo hacer en medio de la catástrofe. Gracias a la contemporaneidad de sus imágenes, a su condición anacrónica, configuran un espacio impropio donde se puede maniobrar políticamente. Las películas que pretenden representar el presente pegándose a él, obtienen como resultado todo lo contrario a sus objetivos. El lamento “¿cómo hacer?” viene de una aporía como esta: las imágenes se muestran como un lugar propio a todo aquel que las mira, tan cercano, que resulta imposible abrir una distancia, un corte histórico sobre el que se pueda llegar a desplegar un movimiento. El movimiento de la imaginación. Hoy por hoy, la única herramienta capaz de desacralizar, de profanar las imágenes, de darles otro uso. Un uso de lo que se puede no hacer con ellas. Porque con ellas hacer, lo que se dice hacer, no se hace nada. Solo se puede. Se pueden tomar como punto de partida. Haciéndolas tomar posición.
Low Life es un punto de partida para lo que viene. Un punto de partida cual sea. Si las imágenes son ya un elemento indisociable de la vida, es el momento de creer en que algunas películas pueden llegar a ser algo más que un mero producto de consumo o el discurso espectacular de una cinefilia mutante. En ellas se pueden encontrar restos, supervivencias de experiencias indestructibles, ecos de fulgores lejanos, para convertir el peso, la carga incómoda del pasado, en una fuerza. Para que la historia de los padres que representaba La cuestión humana no acabe siendo, otra vez, la pasión de los hijos que toman ahora protagonismo. La revuelta, pese a todo, llegará. Y probablemente será definida por un lema que nadie podrá enunciar: no cambiar nada para que todo sea diferente.
Llamamiento: Sería muy grave que está película no llegara a distribuirse (en España). Es demasiado importante.
(1)↑ MÜLLER, Heiner. Máquina Hamlet. Losada, 2008.
(2)↑ AGAMBEN, Giorgio. ¿Qué es lo contemporáneo? En Desnudez. Anagrama, 2011.
(3)↑ Introducción a Low Life. La comunidad o algo por el estilo. En la interesante y completísima web sobre la película. [La web dejó de estar disponible unos meses después de la publicación de este texto]
© Ricardo Adalia Martín, junio 2012