Venecia 2012

Entre el 29 de agosto y el 8 de septiembre de 2012 se celebró la 69ª edición de La Mostra de Venecia. Estas cinco crónicas se redactaron desde el Lido, durante los siete primeros días en que transcurrió el certamen cinematográfico.

1.Introducción, Mira Nair y Kiyoshi Kurosawa

2.Ramin Bahrani, Ulrich Seidl, Michael Cimino y Kirill Serebrennikov

3.Terrence Malick y Paul Thomas Anderson

4.Olivier Assayas, Jazmín López, Paul Negoescu y Takeshi Kitano

5.Manoel de Oliveira, Harmony Korine y Marco Bellocchio

 

 

29 de agosto. Introducción, Mira Nair y Kiyoshi Kurosawa

Alberto Barbera, director artístico de La Mostra tras la marcha de Marco Müller en 2011, ya estuvo al cargo del festival de Venecia en las ediciones de 1999, 2000 y 2001. Durante su primera etapa, que terminó bruscamente con la entrada al gobierno italiano de Silvio Berlusconi, logró que el festival creciera en número de secciones y títulos a concurso, y apostó por incluir en la Sección Oficial a cineastas poco reconocidos por aquel entonces como Xavier Beauvois, Jia Zhang-ke, João Pedro Rodrigues, Kim Ki-duk o Ulrich Seidl. Su atrevimiento se veía compensado al programar también a directores más obvios —Campion, Yimou, Altman, Ruiz, Panahi, Loach, Linklater o Garrel— y al estrenar una serie de títulos de Hollywood que garantizaban la presencia de estrellas en la alfombra roja.

Si uno revisa la lista de los que compiten por el León de Oro este año, apenas descubre un par de autores desconocidos y sí en cambio a una serie de cineastas emblemáticos, cuyos títulos se ajustan al elevado caché de Cannes. Sin duda, Paul Thomas Anderson, Brian de Palma y Terrence Malick conseguirán que Venecia sea el centro de atención cinéfila estos días, pero ello no debería deslumbrarnos, ya que, durante la etapa de Müller, lo que definía este festival no eran los grandes nombres sino el riesgo, la radicalidad, que uno hallaba tanto en la Sección Oficial como, sobre todo, en la paralela Orizzonti, que ahora parece haber perdido su razón de ser al renunciar al cine experimental. Dicho todo esto, no querría prejuzgar las decisiones de Barbera que, entre otros méritos, ha suprimido Contracampo —una sección-gueto dedicada exclusivamente a producciones italianas—, ha incorporado clásicos restaurados a la programación, ha abierto un mercado para atraer a la industria y ha racionalizado los horarios con una selección menor de filmes que podremos asimilar sin las prisas habituales.

Venecia es, pues, más pequeña y conservadora, pero sigue siendo agradecida con los realizadores que alcanzaron aquí su fama. Es el caso de Mira Nair, que se llevó el León de Oro por La boda del Monzón en 2001. Su nuevo largometraje, The Reluctant Fundamentalist, ha inaugurado La Mostra y ha dejado el listón bajo mínimos. El filme sigue el devenir de un ciudano pakistaní y abarca un marco temporal de diez años, en que nuestro hombre alcanza el sueño americano como asesor financiero en Nueva York y renuncia progresivamente a él al ver cómo Estados Unidos se opone a todo lo musulmán tras los atentados del 11-S.

Historia de autodescubrimiento y transformación, The Reluctant Fundamentalist aspira a desentrañar los motivos que llevan a un exitoso capitalista a convertirse en un potencial terrorista. Tamaña empresa, que incluye una inane historia de amor interracial y un secuestro, es abordada de forma esquemática, con un guión que acumula infinidad de situaciones forzadas y azarosas que inevitablemente llevan al protagonista a un punto opuesto al original. La previsibilidad del conjunto no sería un problema tan grave si Nair hubiese cuidado las formas, pero su película no es solo convencional sino tosca, con un uso equívoco de los zooms y un montaje que resulta un desesperado intento por convertir la trama en un thriller, algo que solo intuimos cuando aparece en pantalla Kiefer Sutherland, cuya presencia nos hace añorar 24. Lo dicho, un filme muy por debajo de los mínimos exigibles.

El mal sabor de boca dejado por la directora india se apaciguó durante la proyección de Shokuzai (Penance), el nuevo trabajo de Kiyoshi Kurosawa. No teníamos noticias del prolífico cineasta japonés desde la lejana Tokyo Sonata (2008) y en Venecia dio a conocer su miniserie de 270 minutos que, tras ser emitida recientemente en la televisión nipona, se ha presentado internacionalmente en el certamen italiano. Se trata de la adaptación de una novela de Kanae Minato, una autora que ya fue llevada al cine recientemente por Tetsuya Nakashima en la estupenda Confessions (2010). La acción transcurre como en aquella en un colegio y en la trama emergen también conceptos propios de la tradición cristiana como la expiación, la redención, la purga, el pecado, el sentimiento de culpa y, claro, la confesión. No en vano, el título de la obra —Shokuzai— significa literalmente penitencia. ¿Y quiénes son las penitentes? Pues cuatro chicas que arrastran desde su infancia el peso de no haber ayudado a una amiga, que fue violada y asesinada mientras ellas no fueron capaces de reaccionar.

Si la versión que Nakashima perpetró de Confessions se movía felizmente en la hipérbole y en el éxtasis, la adaptación que Kurosawa lleva a cabo de una novela de Minato es, pese a sus excentricidades, comedida, austera y reposada. Los tiempos y los planos se estiran y el cineasta japonés nos descubre a cada una de sus protagonistas con meticulosidad en capítulos individualizados. En la introducción inicial, donde vemos jugando a las cinco amigas antes de que se cometa el crimen, el director de Cure (1997) evidencia su dominio del off al desplazar al fuera de campo a la chica que va a ser asesinada. Parece un gesto sencillo, pero la miniserie está plagada de este tipo de detalles, de decisiones precisas de puesta en escena que determinan qué se debe ver y qué no. No sorprende, pues, tampoco la sutil aparición de fantasmas en algunos planos, con una naturalidad que hace de ellos elementos cotidianos.

Otro de los puntos fuertes del cine de Kurosawa se encuentra en las localizaciones. A excepción de Tokyo Sonata, en la que varios planos de situación evidenciaban que nos encontrábamos en la capital japonesa, la mayoría de sus películas transcurren en Tokio y sus alrededores sin que apenas reparemos en ello. No hay espacios reconocibles sino no-lugares intercambiables, en los que los personajes suelen encerrarse del mundo exterior y lidian con sus traumas. Shokuzai no es una excepción. Por mucho que la trama transcurra en buena parte en el exterior, hay al menos cuatro espacios equivalentes a los de sus anteriores trabajos: un loft sin amueblar, un garaje claustrofóbico, una comisaría destartalada y una casa semiabandonada. En esos escenarios, los personajes suelen ser filmados en planos generales y uno percibe su incomodidad mientras se mueven; su no pertenencia a unos lugares que no se ajustan a sus necesidades.

La sola contemplación de las localizaciones ya genera, pues, una cierta angustia en el espectador, que, en la miniserie, se ve violentado por una trama en exceso folletinesca, pero que vive junto a las protagonistas su desamparo. Sí, Kurosawa trata suficientes temas como para llenar una agenda social —el bullying, la pederastia, la infantilización de las relaciones de pareja, el ascensor social, los matrimonios de conveniencia—, pero lo hace partiendo de sus propios personajes, nunca sitúandose por encima de ellos. De este modo, el mosaico que expone Shokuzai gana en veracidad y uno tiene la impresión de entender mejor el sentir de los ciudadanos del Japón contemporáneo.

30-31 de agosto. Ramin Bahrani, Ulrich Seidl, Michael Cimino y Kirill Serebrennikov

En Un café en cualquier esquina (2005) y Goodbye Solo (2008), Ramin Bahrani coqueteaba con una mirada neorrealista en relatos mínimos, que se construían alrededor de un individuo y su trabajo. La primera seguía los pasos de un vendedor ambulante y la segunda, de un taxista, y en ambos casos el cineasta estadounidense escapaba de la condescendencia y permanecía a ras de suelo, cerca de sus personajes. At Any Price representa un paso adelante (probablemente en falso) en su carrera, pues se trata de un relato coral, de mayores aspiraciones dramáticas y con tres rostros reconocibles en los papeles principales: Dennis Quaid, Zac Efron y Heather Graham.

La película, que ha recibido una buena dosis de silbidos en la sesión de prensa, habla también del trabajo, pero lo hace desde la perspectiva del gestor, del terrateniente. El personaje de Quaid vive en un pueblo de la América agrícola y conduce su negocio al son de un lema capitalista expansionista que verbaliza con distintas frases, tales como Expand or die o Get big or get out. La compra-venta de tierras, los pactos con los clientes, las reuniones de la cooperativa y las estrategias tecnológicas de la vida rural (tractores con GPS, uso de Internet para valorar los terrenos, semillas manipuladas genéticamente, etc.) ocupan una parte importante de la ficción, que se dispersa en dos tramas superficiales: una dedicada a las carreras Nascar y otra, a un personaje femenino secundario. Por momentos, la discreta realización y el escaso nivel de las interpretaciones nos acercan a lo telefilmesco, pero Bahrani acaba encontrando el tono adecuado al centrarse en la comunidad y en la herencia familiar. At Any Price se acerca entonces al cine de un John Sayles o un Jeff Nichols y dibuja la parábola del hijo pródigo con ambivalencia: sí, la tradición perdura, pero existe un lamento soterrado.

La religiosidad y el patriotismo, que están muy presentes en el filme de Bahrani cuando se reza comunitariamente el Padre Nuestro y el himno de los Estados Unidos, aparecen también en Paradise: Faith, la segunda parte de la trilogía que Ulrich Seidl inició con Paradise: Love, presentada este mismo año en Cannes. El método del cineasta austríaco —distanciamiento formal, morbosidad y sarcasmo— sigue aquí impasible en el retrato de una mujer que abandona la vida de pareja tradicional por la beatería y el proselitismo, con la idea de que su patria (Austria) vuelva a ser católica. Sus hábitos religiosos, que al parecer nacen de un personaje real que Seidl conoció durante su documental Jesus, Du weisst (2003), ocupan la mayor parte de los planos, que acaban resultando paródicos por acumulación: el rezo del rosario, la autoflagelación, la adoración a la cruz, la penitencia de rodillas, la compra de vírgenes, la repostación del agua bendita, la interpretación de melodías religiosas con un órgano… En este panorama, que se expone frontalmente y despierta risas complacientes en la audencia, lo más estimulante es la relación de la protagonista con su marido musulmán e inválido. Por muy inverosímil que parezca el matrimonio, Seidl logra que entre ambos nazca una cierta ternura que ayuda a sustentar un filme que, en ocasiones, resulta frívolo y arbitrario. El tour de force de Maria Hofstätter —a quien recordarán por ser la cargante autoestopista de Días perros (2001)— incluye, eso sí, un erotismo perturbador en su deseo sexual (literal) por el cuerpo de Cristo, que da lugar a algunas de las escenas más incómodas de una película que, pese a intentarlo, no epata ni convence.

Tanto At Any Price como Paradise: Faith palidecen frente a La puerta del cielo (1980), la obra maldita de Michael Cimino, que ha sido restaurada digitalmente gracias a un acuerdo entre MGM y Criterion. La nueva copia del filme —de 216 minutos y con una mejora sustancial en el color— ha abierto la nueva sección Venice Classics y lo ha hecho con la presencia en la sala de su responsable, que también ha recibido un premio por su trayectoria. Visiblemente envejecido y agradecido, Cimino ha visto hoy, por primera vez, la versión completa de su película en una pantalla de cine —la leyenda cuenta que existe una primera edición de más de 300 minutos, pero el montaje aquí presentado es el que se ajusta mejor a los deseos del cineasta estadounidense— y compartir la proyección con él ha sido realmente emocionante. Hasta el punto de que, al terminar la sesión, ha habido una ovación espontánea y Cimino ha roto a llorar mientras se abrazaba con su fiel productora, Joan Carelli.

Más allá de que alguna alteración digital de la copia no estaba tan lograda como uno desearía, poder contemplar La puerta del cielo en el marco de Venecia nos invita a hacerla dialogar con algunos de los cineastas aquí presentes, como son Paul Thomas Anderson y Terrence Malick. Habrá que esperar al fin de semana para ver sus nuevos trabajos, pero es evidente que la grandilocuencia de los planos secuencia del primero debe mucho a Cimino, que simboliza lo que un día fue el New Hollywood. Hoy en día, Anderson es uno de los pocos autores estadounidenses que manejan con libertad superproducciones como las que un día dirigió Cimino. No sorprende, pues, que The Master se vaya a proyectar en 70 mm, como ya se hizo con La puerta del cielo en 1980. Los vínculos con Malick son todavía más evidentes, ya que ambos forman parte de la misma generación y varias de las escenas entre Kris Kristofferson e Isabelle Huppert en plena naturaleza bien podrían pertenecer a Días del cielo (1978) o Malas tierras (1973). Se percibe en ellas la misma vitalidad, pasión y belleza.


Saltando de generación y completando el círculo, Kirill Serebrennikov ha declarado que Paul Thomas Anderson es uno de sus cineastas de cabezera y lo deja entrever en Betrayal, que contiene travellings de una elegancia digna del responsable de Magnolia (1999). Las filiaciones terminan aquí y el quinto largometraje de este realizador ruso se mueve entre el drama sentimental (¿se acuerdan de Tuesday, After Christmas?) y el thriller a lo Brian de Palma. Todo empieza con los celos: los de un hombre y una mujer que descubren que sus respectivas parejas tienen un affaire y deciden actuar.

¿Qué hacer? Primero, preguntarse porque ya no son deseados y después, seguir los pasos de los amantes, tal y como hacía Scottie con Madeleine en Vértigo (1958). Un banco. La estatua de un ciervo. Una cafetería. Una habitación de hotel. El recorrido les lleva a la guarida de los adúlteros, donde pueden observarles y follar para traicionarles. Después, todo se vuelve más y más confuso. Hubo un accidente. Hay un crimen. Habrá una tormenta. Ella devora tierra y los pelos que ha dejado su marido tras afeitarse. Luego: una deslumbrante elipsis nocturna. La película se desnuda y se viste con un nuevo ropaje, tal y como lo hace su protagonista. Todo arranca de nuevo, pero de otro modo. Es una variación del relato adúltero inicial y, en ella, Serebrennikov logra que la extrañeza se adhiera a nuestro recuerdo, así como el humor caústico, tan absurdo como la vida y la muerte. Betrayal es parcialmente fallida, pero es lo mejor que le ha ocurrido hasta ahora a la Sección Oficial.

 

1-2 de septiembre. Terrence Malick y Paul Thomas Anderson

 

a) To the Wonder

Unas imágenes pixeladas, casi propias de una cinta de vídeo, abren To the Wonder y, por unos momentos, uno imagina que Terrence Malick ha rodado una película de guerrilla, en apenas unos meses y sin el perfeccionismo estético de antaño. Pronto reaparecerán la nitidez y la luz de las escenas familiares de El árbol de la vida (2011), pero ese arranque ya nos ha avanzado uno de los elementos que sustentan su nuevo filme: el recuerdo. ¿Pero el recuerdo de quién? Principalmente, el de Marina (Olga Kurylenko), que vuelve constantemente a través de flashes a su romance con Neil (Ben Affleck). Su voz en off domina a las del resto de personajes y va apoderándose de un relato que, gracias al libérrimo montaje, fluye en distintos tiempos y lugares. No importa qué ocurre primero y qué después porque Malick sabe, como sabe Terence Davies, que la memoria es cíclica, así que organiza su película en base a ello.

Tal y como ocurría en El árbol de la vida, los planos son breves, escurridizos y cortantes. Uno apenas se ha fijado en un detalle, cuando el cineasta estadounidense ya se ha detenido en otro. En ese crisol de imágenes fragmentarias hay lugar para el amor y el desamor, para la lujuria y la ingenuidad, para el dolor y el reencuentro. Los personajes apenas tienen líneas de diálogo y aparecen en constante movimiento, guiados por la música o la voz en off. No se puede pensar en ellos como actores que interpretan un papel, sino como presencias que desfilan por la pantalla; seres que nunca alcanzan profundidad psicológica. Uno de los problemas de la película podría encontrarse ahí, en la incapacidad de Malick de hacernos partícipes de los devenires sentimentales de sus criaturas. Es admirable su talento para construir imágenes con suficiente expresividad que le permiten no recurrir a la palabra —en To the Wonder lo logra ocasionalmente con planos del agua y el viento—, pero este filme parecía necesitar una base más consistente, ya fuera dramática o contextual. La propuesta es muy osada, pero la emoción y la intución no son, esta vez, suficientes.

En ocasiones, uno puede asociar el nuevo trabajo de Malick con El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961). No solo porque ambas historias giran alrededor de lo que ocurrió en un bello edificio y sus jardines (en To the Wonder, Neil y Marina se enamoran en el monasterio de Mont Saint-Michel), sino también por la opacidad de algunos personajes simbólicos, por los elegantes movimientos de cámara y por la ya citada importancia de la memoria, que se manifiesta en el uso constante de la voz en off. El misterio de la obra maestra de Resnais se diluye, sin embargo, en la película del cineasta estadounidense, que, tras algunos tramos prometedores, se regodea una y otra vez en una serie de instantes que agotan su fuerza por acumulación. Los árboles, los cielos, el agua, la luz del sol, los paseos, los juegos y los besos no nos llevan, pues, a la epifanía y carecen de la intensidad que Malick sabía dotarles en otros de sus filmes. Sí, son postales bellas, pero acaban saturándonos, tal y como lo hace una historia de amor excesivamente reiterativa y relamida. La torpe reivindicación de la gracia cristiana (que representa un sacerdote interpretado por Javier Bardem) acaba por estropear el conjunto y convierte a To the Wonder en la película menos relevante de la trayectoria del responsable de maravillas como El nuevo mundo (2005).

 

b) The Master

A medida que pasan las horas desde su proyección, se hace más evidente que The Master es el reverso de Pozos de ambición (2008). Si la segunda se construía desde el exceso y la grandilocuencia de los paisajes, la primera lo hace desde la contención y la sencillez de los interiores. Los lazos entre ambas emergen, sin embargo, en una serie de recursos formales que se van asentando en la cambiante caligrafía de Paul Thomas Anderson: una estructura lineal (con ligeras elipsis y flashbacks), la concentración en escasos personajes (lejos queda el caleidoscopio de Magnolia, 1999), un uso muy preciso de los travellings y los planos secuencia (adiós al exhibicionismo) y una apuesta radical por el distanciamiento emocional (que hace imposible sentir empatía por sus protagonistas). Su nuevo trabajo es, si cabe, más ambiguo, arisco e indescifrable que el anterior.

Joaquin Phoenix es un tipo desquiciado, un animal. Su brutalidad bien podría ser equiparable a la del personaje de Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición. Pero, ¿cúales son sus motivaciones? Daniel Plainview era un oilman, un capitalista en ciernes, un conquistador. Nada parecía interesarle, más allá de la codicia, del ansia de expansión. Freddie Quell (Phoenix) estuvo una vez enamorado, pero tras la Segunda Guerra Mundial solo parece existir en él un deseo sexual irrefrenable. La escena inicial en la playa es, en este sentido, significativa, pues le vemos fornicar (o intentarlo) con una mujer hecha de arena y después masturbarse violentamente frente al mar. La intensidad de dicho arranque —que genera una extrañeza similar a la excavación inicial de Pozos de ambición; ambas con la perturbadora música de Jonny Greenwood— es un avance de lo que será su personaje, un tipo incapaz de razonar y movido por impulsos, un hombre que de alguna manera necesita una redención.

The Cause, la organización pseudoreligiosa que lidera Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), le acogerá y le convertirá en su perro guardián. La introducción de Freddie en esta secta en ciernes —inspirada, según ha declarado Anderson en Venecia, en la Cienciología y su fundador— dará lugar a aquello que hace grande la película: la atracción / rechazo entre los personajes de Phoenix y Seymour Hoffman. ¿Quién es el maestro y quién el aprendiz? En un principio los roles parecen claros, y Lancaster adoctrinará a Freddie —en una serie de pruebas filmadas con una precisión acongojante— para que sea un miembro más de su clan. Sin embargo, el líder de The Cause manifestará progresivamente su debilidad hacia el macarra, de quien estima su libertinaje y descontrol, características ajenas a la rectitud de su organización. Por momentos, la relación entre ambos se volverá paterno-filial, y a un hijo, ya se sabe, se le perdona todo… Incluso los excesos alcohólicos y violentos.

Uno de los recursos más bellos de The Master es el uso de los primeros planos, que logran dar entidad a unos personajes que solo manifiestan su esquiva humanidad con sus rostros. Estos semblantes, que presumimos todavía más deslumbrantes por la proyección en 70 mm, expresan todas las emociones de la película, que es muy consecuente con su método y nunca deja de ser fiel a la palabra y la contención (algo que la asemeja a Un método peligroso, David Cronenberg, 2011). Construido de espaldas a la audiencia y con una conclusión anticlimática, el nuevo filme de Anderson logra reprimir incluso los impulsos físicos del personaje de Phoenix, cuyo cuerpo, encorvado y tenso, parece estar a punto de estallar en todo momento. Sí, explotará a veces, pero el cineasta estadounidense logrará bloquearlo con su puesta en escena. Esta vez, la expansión por América no será con la fuerza bruta (Daniel Plainview) sino con la sutil seducción de la oratoria (Lancaster Dodd).

Día 3-4 de septiembre. Olivier Assayas, Jazmín López, Paul Negoescu y Takeshi Kitano

Mientras esperaba en el aeropuerto de Barcelona, pocos minutos antes de embarcar rumbo a Venecia, me vi asaltado por el anuncio de una ONG en el que, como suele ser habitual, se me pedía una mayor implicación con el Tercer Mundo. La sorpresa no se hallaba en el mensaje, sino en la forma. El panel publicitario consistía en la imagen de un niño africano, ante el que el anunciante solo me ofrecía dos alternativas: “Do something” o “Ignore it”. Cada opción contaba con su casilla correspondiente y el clic de un ratón me impulsaba a marcar la primera. Viéndolo, no pude evitar preguntarme hasta qué punto es coherente que una ONG, que busca una teórica implicación humanitaria de sus miembros, recurra al lenguaje polarizado y simplón de la sociedad de consumo, más propio de una compañía de telefonía móvil o de un centro comercial. Dicha cuestión volvió a emerger durante la sesión de Après mai, la última película de Olivier Assayas.

En una de las escenas del filme, que transcurre en Francia a principios de los años setenta, una organización comunista proyecta un documental de carácter antiimperialista situado en Laos. La audiencia está entregada, pero uno de los asistentes lamenta que la realización de la pieza sea tan convencional, clásica y burguesa: “¿Acaso una ideología revolucionaria no merece una sintaxis revolucionaria?”. Lo más probable es que así sea, pero la película vuelve una y otra vez sobre esa cuestión mientras se interroga sobre el papel del arte en la política y viceversa. ¿Debemos adoptar formas estandarizadas para acercarnos al proletariado (como en el documental de Après mai) o a nuestros clientes potenciales (como lleva a cabo la citada ONG) o, en cambio, es necesario romper con el lenguaje de los media y asumir el riesgo de la exclusión, de la marginalidad? Gilles, el adolescente que protagoniza el filme de Assayas, es primero un pintor y después un cineasta. Cree en la revolución como ideal, pero sus actos no son colectivos sino artísticos e individuales.

“La pantalla [de cine] es el lugar donde un recuerdo puede renacer, donde algo que se ha perdido puede volver a ser encontrado, donde el mundo puede ser salvado”: las palabras del realizador francés sobre las motivaciones de su personaje son aplicables a su propio post-mayo del 68 y nos descubren su posicionamiento, el que le llevó a renunciar a los sueños revolucionarios y a descubrir su verdadera vocación: la creación artística. Après mai habla sobre la adolescencia, sobre aquella etapa en la que no sabemos quiénes somos y en la que todo parece posible. Es también un filme sobre el fin de dicho periodo, sobre la renuncia a las luchas colectivas en pos de un deseo individual. Todo ocurre en los setenta, pero las dudas de los personajes son también las nuestras. La llegada de la edad adulta nos lleva a claudicar, a volvernos más pragmáticos, más maduros. Y, sin embargo, ¿no es posible acaso una lucha diaria e individual, ajena a manifestaciones y organizaciones políticas? Seguramente sí. Pero mientras los personajes de Assayas sienten el peso de la revolución de sus padres, de la obligación para con la clase trabajadora, nosotros estamos más solos, sin una referencia directa que nos obligue a actuar. ¿Cuál debe ser nuestra sintaxis?

Una opción es alejarse de todo, buscar placeres que calmen nuestras ansias, y vagar. Es lo que hacen los adolescentes de Leones, que avanzan y avanzan por un bosque en el que se pierden. No necesitan la heroína y la psicodelia —sugestivas armas de escapismo en Après mai—, sino que parecen tener suficiente con ellos mismos, con sus juegos y con sus cuerpos. La forma de la película es acorde al sentir de la directora, la argentina Jazmín López, que encuentra el tono adecuado para plasmar la desorientación de sus criaturas, que ya no tienen ideas políticas a las que agarrarse. ¿Puro nihilismo? Quizás, pero al heredar referencias estéticas de Michelangelo Antonioni (El desierto rojo, 1964) y Gus Van Sant (Gerry, 2002) sitúa a su cine y a sus personajes en una tradición, en un legado tanto histórico como cinematográfico. No están del todo solos, pues algunos ya han sentido antes como ellos.

Si no morimos jóvenes e indefinidos, tarde o temprano deberemos asumir responsabilidades. No solo en el ámbito profesional sino también en el sentimental. ¿Cómo lidiar con ello? El protagonista de la rumana A Month in Thailand es un treintañero caprichoso incapaz de comprometerse. Durante la noche en la que transcurre el filme, entre discotecas, ligues, bailes y borracheras, corta con su pareja e intenta recuperar desesperadamente a su ex, a quien también abandonó. Paul Negoescu le filma con desenvoltura, estirando y acortando los planos según sus circunstancias, y logra que nos identifiquemos con él, por mucho que algunos de sus actos sean discutibles. Los acompañantes nocturnos se expresan con espontaneidad y ofrecen un buen contraplano a nuestro hombre, en quien descubrimos una cierta masculinidad tradicional aplicada al presente. Sin embargo, al final, hará una pequeña concesión a un personaje femenino. Desde entonces, ya no puede seguir como antes.

La vinculación con el presente, con el aquí y el ahora, también es patente en Outrage Beyond, el nuevo trabajo de Takeshi Kitano. En su anterior filme —Outrage (2010), del que este es una secuela—, el cineasta japonés descubría los entresijos de la yakuza en el siglo XXI y lo hacía renunciando al aire melancólico y/o crepuscular presente en sus obras anteriores dedicadas al mismo ámbito —ej. Sonatine (1993), Hana-bi (1997), Brother (2000). El camino abierto en aquel trabajo prosigue aquí y la película se construye desde la contundencia y la rigidez, lo que no permite apenas escapes humorísticos a la audiencia. La corrupción policial y las inversiones en bolsa son signos de una época en que la yakuza es brutal y despiadada, y carece del misticismo y la épica de antaño. Ni tan siquiera los viejos héroes (el personaje de Kitano y su compañero) pueden redimir unos tiempos en los que la masculinidad (y algunos conceptos asociados a ella: el honor, el liderazgo, la competitividad, la camaradería y la violencia) se encuentra en jaque y en los que lo económico y lo político contaminan cada uno de nuestros actos. Ya no parece tan irrazonable sacar un arma y disparar contra aquellos que son responsables de todo ello. A Kitano, sin duda, no le tiembla el gatillo.

 

5-6 de septiembre. Manoel de Oliveira, Harmony Korine y Marco Bellocchio

Un comedor. Una mesa. Un candelabro. La cámara permanece detenida en ese espacio, inmóvil. En O Gebo e a Sombra todo es reclusión y austeridad, y Manoel de Oliveira parece ceñirse a los diálogos de la obra teatral homónima de Raul Brandão, en la que se inspira su última película. La familia que reside en ese hogar cumple rigurosamente una rutina, y ninguno de sus miembros se muestra capaz de escapar del plano. Sí, uno puede ir a trabajar y el otro, a su habitación, pero es una marcha temporal y el cineasta portugués no se molesta en seguirles. El exterior se convierte, pues, en un inmenso fuera de campo y el mirar por la ventana (tal y como ocurría en El caballo de Turín, Bela Tarr, 2011) resulta la única opción de huir mentalmente del encierro. Dicha reclusión nos alcanza también a nosotros, los espectadores, que añoramos al Oliveira socarrón y al creador de imágenes irrepetibles. Por ello, cuando las amistades familiares atraviesan la puerta y se sientan en la mesa, recuperamos la sonrisa y departimos con ellas sobre arte y economía. Luego, nos sentimos interpelados por la reaparición del hijo de la pareja protagonista, que representa todo aquello a lo que la familia ha renunciado: la aventura, el riesgo, la delincuencia, la diversión.

La miseria afecta a los personajes, así como lo hace la escasez de medios que maneja Oliveira. El patriarca, Gebo, se pasa el filme haciendo cálculos, tanto para equilibrar la maltrecha economía familiar como para olvidar los disgustos que le ha generado su hijo. Este ha decidido alejarse de sus orígenes, romper con todo y llevar una vida al límite de la legalidad. ¿Qué deben hacer con él sus padres? ¿Cómo lidiar con el sufrimientro y con su ausencia?

Hay un enorme salto entre finales del siglo XIX y principios del XXI, pero en Spring Breakers, la nueva película de Harmony Korine, las cuatro protagonistas adolescentes también han abandonado el hogar en busca de una vida más salvaje. Sus padres permanecen en off y, pese a recibir las llamadas tranquilizadoras de sus niñas, no alcanzan a verlas, pues se encuentran en Florida celebrando las desatadas vacaciones de primavera. Lo que debía ser un break se convierte en un rito de iniciación desde que conocen a un gánster, Alien (desopilante James Franco), que las llevará un paso más allá de las fiestas playeras. Entonces, la película de Korine mutará y el desvarío teen dará lugar a un noir teñido de cultura pop.

Si el cineasta portugués vuelve sobre una noble obra del pasado para plasmar su visión del mundo, el director estadounidense se acerca a un universo audiovisual plenamente contemporáneo y lo sublima. En su anterior Trash Humpers (2009), Korine se situaba al borde del abismo al recurrir a una serie de personajes marginales y degenerados, pertenecientes a la white trash estadounidense. La genialidad de aquel gesto (y el acierto de recurrir a la estética del VHS) se repite en Spring Breakers, donde el motivo de estudio es la última generación MTV, que ha crecido con cantantes como Christina Aguilera, 50 Cent o Britney Spears. Los videoclips de este tipo de intérpretes, que suelen moverse entre la candidez aniñada y la voluptuosidad sexual, son una de las mayores fuentes de inspiración de la película, que traspasa las fronteras que no permite la televisión (los cuerpos desnudos, la violencia explícita) y efectúa un potente trabajo con imágenes de derribo, que alcanzan cotas vanguardistas a través de los juegos con las luces de neón, el ralentí o el morphing.

Intentar expresar en palabras las sensaciones que transmite el filme es casi una temeridad, pues este está pensado para el puro goce estético, para el regodeo en lo superficial, para el éxtasis cinético. El propio Korine se refiere a su trabajo con el término líquido y ello es patente en un montaje maleable, donde se juega con la repetición (una constante en su cine) y donde las situaciones que están por llegar emergen a modo de extractos, de flashes del futuro acompasados por la música, que casi nunca deja de sonar. No existe ni mensaje ni discurso autoimpuesto: solo se busca la belleza. Para lograrlo, el cineasta estadounidense se apoya en cuatro actrices, cuyos cuerpos movilizan la ficción. Que tres de ellas sean celebrities adolescentes no es tampoco una casualidad. Siguiendo un sendero que podría iniciarse con el Windowlicker de Chris Cunningham y terminar con el Runaway de Kanye West, el responsable de Gummo (1997) ha realizado su mejor trabajo; también su película más cool (dicho esto en el mejor sentido de la palabra) y la que puede ser capaz de sabotear el mainstream desde dentro, como una bomba implosiva de luces, armas y colores.

Tanto la reclusión de O Gebo e a Sombra como la influencia de los media de Spring Breakers están presentes en Bella addormentata, la última película del gran Marco Bellocchio. El cineasta italiano sitúa su ficción en 2009, año en que Italia se vio convulsionada por el caso de Eluana Englaro, una mujer cuya familia, tras diecisiete años en estado vegetativo, decidió aplicarle la eutanasia. Fue tal la repercusión de esta noticia que Silvio Berlusconi preparó un proyecto de ley que evitase la inminente muerte de la chica, que fallecería antes de que pudiera aprobarse en el Parlamento. En ese marco, el cineasta italiano reflexiona sobre las fronteras entre la vida y la muerte en base a tres historias, cuyos protagonistas se encuentran en situaciones límite similares a la de Eluana.

Ante el estado de coma de su hija (presentada por Bellocchio como una bella durmiente), el personaje de Isabelle Huppert se recluye en su hogar y renuncia a su vida exterior como actriz. Lo mismo le ocurre a un médico, que olvida su vida privada y permanece horas y horas en un hospital esperando a que una joven drogadicta recupere su conciencia tras intentar suicidarse. Por último, Toni Servillo es un político que, como tantos otros italianos, se ve afectado por las imágenes de la televisión, que hablan sin freno de la eutanasia y de las manifestaciones de sus defensores y detractores. Como miembro del gobierno, Servillo debe votar a favor de la ley, aunque su conciencia le dicte lo contrario. Su caso, con una consulta psiquiátrica y amplias dudas a la hora de asumir su responsabilidad política, sustenta la película que, en sus mejores momentos, descubre las miserias de los media y el vacío del poder, tal y como ocurría en la brillante Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011).

Un plano de Bella addormentata resultará inolvidable para todo seguidor de Bellocchio: aquel en que varios políticos del gobierno posan para una foto delante de una pantalla de tela, en la que se proyectan imágenes de Berlusconi y de un gentío que porta banderas italianas. La fuerza de ese instante, de esa puesta en escena mediática, es suficiente para plasmar la locura de un país y de su máximo dirigente (“[Eluana] podría incluso hipotéticamente tener un hijo”). Dicha paranoia alcanzará también a varios personajes de un filme que, pese a flaquear por el escaso desarrollo de sus historias paralelas, logra retratar con exactitud su contexto histórico y nos ayuda a comprender las decisiones de aquellos que se quedan y aquellos que se van. Como dice una de las protagonistas de la ficción: “El amor no es ciego, nos permite ver las cosas de otro modo”. Lo mismo lo podemos aplicar al cine, que nos sigue buscando mientras abandonamos los canales de Venecia, embarcados en un vaporetto rumbo a Barcelona, rumbo a la rutina.