Carta a Éric Rohmer
Querido Éric
Querido Éric:
Ya ha pasado un cierto tiempo como para haber asimilado tu ausencia, después de que convulsionaras con tu fallecimiento todos los rincones de la cinefilia. Tenías edad como para no sorprender a nadie, pero tus últimas creaciones, tan recientes, rebosaban vitalidad y espíritu juvenil, y eso parecía insuflarte vida eterna. Me permito tutearte porque tu cine es demasiado cercano: forma parte de mí mismo desde que lo conocí, hace ya muchos años, y empezó a modelar mi educación artística y sentimental. Me siento, al igual que mucha gente, como un hijo tuyo, como una más de tus creaciones.
Lo cierto es que tus películas, las últimas igual que las de hace cuarenta años, provocan extraños efectos que siempre me han intrigado, pero cuya investigación nunca podría acabar bien, ya que en su misterio radica buena parte de su magia. Hiciste un cine culto, para cinéfilos y espectadores capaces de entender tus referencias pictóricas y literarias, y de admirar el rigor de tu puesta en escena y la absoluta sinceridad de tus propuestas. Sin embargo, tus películas tienen un extraño repliegue popular, capaz de conectar íntimamente con gente que jamás ha oído hablar de Fusseli, Balzac, Mozart o Pascal. Siempre se te consideró un cineasta difícil, con películas reposadas y rigurosas, repletas de densos diálogos filosóficos o de afiladas disecciones antropológicas, y recuerdo aquella cita que Arthur Penn colocó en La noche se mueve (Night Moves, 1975) y que te asoció una fama de aburremasas totalmente inmerecida: una persona virgen de influencias y referencias de cualquier tipo puede sentarse frente a una de tus obras y emocionarse hasta el tuétano con esos profundos análisis de las emociones que tan bien supiste siempre recubrir de sencillez y naturalidad.
Decía tu compañero Godard en sus Histoire(s) du cinema (1988-1998) que el cine no es un arte ni una técnica, es un misterio. Teniendo esto cuenta, no podemos más que afirmar que tu obra es absoluto cine, el cine más puro, ya que su naturaleza milagrosa emana de cada fotograma.
El milagro ocurre a varios niveles, tanto dentro como fuera del celuloide. Dentro de él, podemos apreciar esa naturalidad y minuciosidad que responden a un observador preciso y extremadamente atento de la realidad. Sin embargo, un análisis pausado nos descubre una mirada cartesiana, exacta hasta la obsesión, que responde a patrones filosóficos y estilísticos que cargan de profundidad unas películas cuya espontaneidad enmascara milagrosamente su bagaje trasero. Porque la carga intelectual de tus films no se limita a los diálogos y las menciones explícitas. Ni siquiera se restringe a las influencias pictóricas más o menos elocuentes -Matisse en Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983), Füssli en La marquesa de O (La Marquise d´O, 1976), Corot en La inglesa y el duque (L’Anglaise et le duc, 2001), o Ingres en El amor después del mediodía (L’Amour, l’Après-midi, 1972)-, o a los modelos de personajes que, pareciendo absolutamente realistas dentro del registro en que se mueven, encarnan patrones filosóficos clásicos o expresan coloquialmente ideas definidas por Platón, Kant o Shakespeare.
Siempre me sorprendió en tus películas que no cerraras la puerta a nada. Algunos personajes son vitalistas e impulsivos, y otros son pasivos y se dejan llevar por la casualidad, o simplemente aguardan pacientemente la reacción de su entorno para comportarse de una manera o de otra. En la infinita gradación matemática que recorre estos dos extremos reside buena parte de la complejidad de las relaciones de los personajes de tus películas. No hay dogmas ni verdades absolutas, solo acción y reacción.
Pero la búsqueda de un milagro muchas veces va más allá y se hace literal convirtiendo en visible lo invisible, como siempre has dicho que pretendías hacer con tu cine, y con eso asocio dos momentos de dos de tus películas más incuestionablemente libres, como son la búsqueda del rayo verde en El rayo verde (Le rayon vert, 1986) y de la hora azul en Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (4 aventures de Reinette et Mirabelle, 1986). El milagro simboliza el instante que rompe la linealidad de la rutina como oportunidad de salvación, oportunidad que está ahí pero fugazmente, y que por ello debe ser alcanzada para aspirar a liberar el tedio de lo consuetudinario. El milagro está siempre ahí, solo hay que aprender a verlo, afinar la mirada y el oído de la misma manera que tiene que hacerlo un cineasta para conseguir plasmar su verdad, la única capaz de transmitir emoción con total pureza. El rayo verde y la hora azul simbolizan perfectamente lo que ha sido tu cine, la idea de oportunidad como salvación filosófica, y te enlazan directamente con otros de tus compañeros, como Jacques Rivette, con esa idea constante de juego, farsa y confianza en la fabulación. Y al margen de la anécdota y el símbolo, estas dos películas, muy distintas pero también con muchos puntos en común, encarnan en su globalidad la trascendencia que para el ser humano siempre ha tenido la naturaleza y todo lo que la rodea.
Pero seguramente sea en tu último ciclo explícito, Cuentos de las cuatro estaciones, donde quede reflejada de una manera más precisa y concienzuda esa relación que siempre te interesó tanto entre el ser humano y su entorno. Siempre nos habías hecho ver que cada persona no es solo ella misma (la individualidad pura no existe), sino también una conjunción de la gente que la rodea y la hace redefinirse a cada momento. Sin embargo, había pasado más desapercibida esa idea que ya estaba en tus cuentos morales de que también el entorno natural nos define, y una vivencia en invierno puede ser totalmente distinta en primavera, verano u otoño. El clima, la naturaleza, la luz, la oscuridad, todo nos define y nos hace tener planes, ideas o sensaciones distintas, porque, al fin y al cabo, la parte más decisiva de cada persona es su lado emocional, sensible a todo lo que le rodea. Sin embargo, la conexión que muestras con la Naturaleza no está orientada desde una óptica panteísta, mirando al cielo como Terrence Malick, Artavazd Pelechian o James Cameron (por poner ejemplos bien distintos); esta conexión es puramente humanista, y se aprecia a la altura de los ojos, frente a frente, sintiendo y analizando, buscando una metafísica concreta, aprensible a través de lo real, que es lo que realmente te importa y te apasiona. Posiblemente sea Cuento de otoño (Conte d’automne, Eric Rohmer, 1998) la más perfecta y compleja muestra de la serie, englobando todas las virtudes del resto de cintas y sumando el extra de la madurez, del otoño que viven sus protagonistas, inmersas en la luz especial que dan los viñedos franceses y en el amarillo de la tierra y el crepúsculo. Además, se puede entender como una obra totalmente autoconsciente, capaz de explicar mediante símbolos muy claros una manera de hacer y entender el cine. Entre la paciencia y la iniciativa, entre la voluntad y el azar, solo la mirada ayudará a comprender todo aquello que nos preocupa.
Pero existe un tercer milagro en tus películas, del que no estoy seguro de que seas completamente consciente, y que tiene que ver con el propio efecto que pueden llegar a suscitar. Tus obras llegan a cada persona de una manera muy diferente, y por ese motivo hay gente que las vive con una intensidad muy especial, haciéndolas partícipes de sus propias vidas, sintiéndolas como propias, debido a una extraña conexión emocional que raramente se produce en el mundo de las artes. Cuando esto ocurre, es un milagro. La mayoría de directores se puede clasificar dentro de unas características concretas y, a partir de ahí, deducir el grado de afinidad que sus obras tendrán con los gustos de cada espectador. Es decir, no es lo mismo un espectador que acostumbra a consumir cine de acción de Hollywood que otro que aprecia las más vanguardistas creaciones filipinas o el cine de autor europeo de los sesenta. Existen diferentes clusters que cubren el espectro de gustos, donde el solapamiento puede existir pero es mínimo, muy sutil. Sin embargo, con tus películas no ocurre eso. Su marcada personalidad las aleja de cualquier clasificación que no sea “una película de Eric Rohmer” y eso provoca que seas un director socialmente transversal. Es decir, tus películas pueden gustar a los intelectuales más eruditos y más acostumbrados a un cine complejo y en ocasiones elitista, pero también pueden remover, del mismo modo, las entrañas de una persona culturalmente virgen, sin formación artística o audiovisual. Del mismo modo, es difícil que tus películas gusten a alguien cuya conexión emocional contigo no exista, y de nada importa todo el bagaje que ese espectador lleve acumulado. Hay partidarios y detractores de tu cine en cualquier parte, en cualquier estrato social. Pensándolo durante un rato, he llegado a la conclusión de que el único cineasta indiscutible con el que ocurre algo así es el japonés Yasujiro Ozu, otro experto en milagros cinematográficos.
Es difícil dilucidar a qué se debe esa extraña conexión íntima, pero pienso que una de las claves puede estar en esa asunción tan clara y profunda de la fragilidad humana. Siempre fuiste consciente de nuestras debilidades, inseguridades y desorientaciones existenciales y emocionales, mostrando la fragilidad de los hombres en tus cuentos morales y la de las mujeres en tus comedias y proverbios. Los cuentos de las cuatro estaciones, por su lado, parecían analizar la manera en que esas inseguridades se manifiestan en las relaciones entre varias personas: en cierto modo, el tema es la imposibilidad de transmitir plenamente la propia inseguridad. Finalmente, utilizaste las películas históricas como el más fértil campo de experimentación entre el cine y el resto de artes, literatura y pintura especialmente. Siempre afirmaste que solo se puede filmar lo real, el presente, por lo que el pasado se manifiesta en diferentes formas de representación, ya fuera mediante la radical estilización de la puesta en escena y los conceptos clásicos de espacio-tiempo en Perceval le Galois (1978), la envolvente capacidad pictórica de sugerencia e intertextualidad de La marquesa de O, el poliédrico juego de representación de El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d’Astrée et de Céladon, 2007), las nuevas formas de mirar el pasado reciente y la intrahistoria de la guerra y el espionaje en Triple agente (Triple Agent, 2004), o las nuevas formas de entender el cine del futuro, el cine digital, del que fuiste uno de los pioneros en La inglesa y el duque (L’Anglaise et le duc, 2001), cuando ya habías pasado de los ochenta años.
Pero más allá de milagros, resulta completamente alucinante la capacidad de tu cine de bombardearnos con preguntas tras cada nuevo visionado. Cada vez que revisiono una de tus películas me planteo cuestiones en las que nunca había pensado, y que ya solo podré formularte a través de la ultratumba, esperando que mediante alguna señal me digas la manera en que conseguiste extraer la mirada ambigua y exquisita de Francoise Fabian en Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969), porque su mirada es la película, la que condiciona y afecta al resto de los personajes, y gracias a eso nos enseñaste que, siendo marionetas de nuestros instintos y esclavos de nuestros pensamientos, nada es determinista, y no podremos desterrar de nuestras vidas los dobleces y los desequilibrios realidad-deseo-pensamiento por muy rígida que creamos nuestra moral y muy íntegros nuestros principios. Me pregunto, en esa misma película, cómo retrataste tan bien a un católico tan poco católico y a un marxista tan poco marxista, y todo al servicio de tu idea general, exponiendo a su vez todas las dudas e inseguridades del hombre moderno. Me pregunto también, pensando en cualquiera de tus obras, y en todas ellas contrapuestas, cómo pudiste conceptualizar tan bien el contraste entre el campo y la ciudad, esa gran dualidad que ha marcado el corazón de los hombres durante todo el siglo XX. Me pregunto cómo pudiste actualizar con esa cautivadora ligereza los grandes debates filosóficos del pasado, contraponiendo ideas como la libertad y la moralidad, y demostrando que cualquier material, por muy ajeno que sea a una época, puede servir para explicar todos los momentos de realidad si estos son interpelados con una mirada sabia. Me pregunto por qué todas las palabras clave de tu cine empiezan por A: amor, amistad, arte y azar, y cómo asimilaste tan bien y transformaste en un cine radicalmente personal todas tus influencias cinematográficas. Me pregunto cómo tus películas, que no parecen propicias para ello, viven impregnadas de una ironía tan sutil, capaz de dibujar ideas de un solo trazo y abordar cuestiones cuya gravedad podría hacer intratables. Me pregunto cómo pudiste llevar a tu terreno y expresar a través de cosas tan concretas (lo invisible a través de lo visible) disquisiciones espirituales propias de Robert Bresson, tan influyente para ti como el Jean Renoir más vitalista, el Hawks de la amistad, la camaradería y la mirada limpia, el Hitchcock de la tensión implícita, el símbolo y la voluptuosidad solapada, y André Bazin y sus canónicas ideas sobre el cinematógrafo. Me pregunto cómo tus películas pueden subyugar de esa forma y llegar al espectador a través de una experiencia absolutamente íntima, y me respondo, porque esta vez me atrevo, que para ti, querido Éric, sólo hay una obsesión tan importante como la búsqueda de lo real: la búsqueda de la belleza.
Nunca he sabido nada de tu vida, pero lo cierto es que siento como si te hubiera conocido desde siempre, como ese amigo al que poder recurrir en cualquier momento, ya esté en el campo o en la ciudad, en el amanecer o en el crepúsculo, estudiando a Pascal o contemplando el paisaje. Me acuerdo de ti, de nuestros susurros silenciosos y nuestros abrazos invisibles.
Atentamente, una de tus creaciones.