El fotógrafo del pánico / La captive / A erva do rato

The lights fade too soon

 

 

En Los escritos técnicos de Freud (Seminario I, Clase 18), Jacques Lacan se refiere al “mito de Albertine” para explicar algunas de las coordenadas del deseo perverso. En un pasaje especialmente revelador de La prisionera (La captive, 1925), Marcel Proust pone estas palabras en boca del narrador: “Tendida cuan larga era, en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar, me parecía como un tallo florido que alguien dejara allí; y así era: el poder de soñar que yo solo tenía en ausencia suya, volvía a encontrarlo en aquellos momentos a su lado, como si, dormida, se hubiera convertido en una planta. De este modo, su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del amor: solo, podía pensar en ella, pero me faltaba ella, no la poseía; presente, le hablaba, pero yo estaba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando ella dormía, yo no tenía que hablar, sabía que ella no me miraba, ya no tenía necesidad de vivir en la superficie de mí mismo. […] Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertine se había desprendido, uno tras otro, de aquellos diferentes caracteres de humanidad que me decepcionaron el día mismo en que la conocí. Teniéndola bajo mis ojos, en mis manos, me daba la impresión de poseerla por entero, una impresión que no sentía cuando estaba despierta. Su vida me estaba sometida, exhalaba hacia mí su tenue aliento”.

En la primera secuencia de La captive (Chantal Akerman, 2000), basada libremente en el texto de Proust, el personaje masculino contempla unas imágenes de Ariane y de su grupo de amigas filmadas por él mismo durante el verano que pasaron en la playa de Normandía. Simon proyecta la película rebobinando constantemente y, al mismo tiempo, trata de articular una frase (“Je vous aimé bien”) que avanza a trompicones. La declaración de amor solo podrá completarse cuando la imagen de Ariane sea manipulada, sometida, poseída. En varias escenas de La captive, Akerman nos muestra a Ariane dormida, bajo la atenta mirada de Simon; cuando este invita a subir a su coche a una prostituta que se parece a la amada no es para mantener sexo con ella, sino para pedirle que cierre los ojos y duerma. En otro momento de la película, mientras Ariane toma un baño, el protagonista contempla la figura difusa de la muchacha desde el otro lado de una mampara: otro ejemplo del esfuerzo de Simon por ostentar esa posición de voyeur dominante, por cosificar a la amada, como en la primera secuencia del filme en la que proyecta las imágenes de Ariane jugando con ellas, disponiéndolas a su antojo, hablándole a una muerta. Los sueños de posesión de Simon pasan por la necesidad de “anonadar el deseo del otro” (1), una idea que está muy presente tanto en la novela de Proust como en la adaptación de Akerman.

En A erva do rato (2008), a partir de algunos elementos tomados de dos cuentos de Machado de Asís y conjugados con maestría, Julio Bressane construye una película que parece nacer de un cruce entre Luis Buñuel y Manoel de Oliveira. Aquí ese “ideal de objeto inanimado” (2) que persigue el protagonista se nos anuncia, también en la primera secuencia del filme, de forma todavía más explícita que en La captive. La pareja protagonista se conoce en un cementerio: ella se desmaya y él la contempla ensimismado. La mujer acaba de perder a su padre, a cuyo cuidado ha dedicado toda su vida; el hombre (aunque no lo sabemos todavía) probablemente viene de enterrar a una mujer. Él (interpretado por un soberbio Selton Mello), capaz de sermonear y tergiversar como el más astuto de los predicadores, es un celoso compulsivo disfrazado de tutor que la acogerá en su casa, la instruirá recitándole lecciones interminables que la dejan exhausta y la iniciará en un bizarro ritual erótico donde no hay contacto físico ni consumación sexual, solo fotografías. Convertida en su efigie, su cuerpo será aniquilado (“capturado”, sin descanso, desde todos los ángulos posibles) por su cámara fotográfica. Silenciosa, puritana, recatada y ducha en la materia del sacrificio, ella es para él la víctima perfecta. Pero, por supuesto, él también es para ella el perfecto verdugo. Ambos forman una pareja ideal en su dialéctica y esta armonía solo será perturbada cuando una rata comience a roer las fotografías tomadas por él. A partir de entonces los intentos por retornar a la imagen primigenia con que se abría la película se vuelven cada vez más desesperados.

En A erva do rato el retrato del perverso está recorrido por el sarcasmo y un exquisito humor negro. En La captive Akerman se acerca al protagonista desde un minimalismo y una distancia que podríamos calificar de monstruosa. En ninguno de los dos casos la visión de los directores sobre sus personajes está exenta de un aire trágico, pero quizás el filme que ha retratado con mayor empatía el drama del deseo perverso sea El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, Michael Powell, 1960). La torturada interpretación de Karlheinz Böhm, los constantes esfuerzos de Powell por humanizarlo y por exponer claramente el origen de su trauma, así lo ratifican. Cuando Mark confiesa que siempre pierde todo lo que fotografía o cuando se abalanza sobre la pantalla exclamando que las luces se apagan demasiado pronto, podemos sentir en nuestra carne esa condena a la que está abocado el deseo perverso. La secuencia en la que Mark proyecta a Helen las torturas a las que le sometía su padre evidencia que su mecanismo de defensa descansa en la idea de renegación: Mark percibe, obviamente, la crueldad de los actos del padre, pero también la desmiente justificando sus experimentos. Si en La captive Simon sospecha que Ariane se siente atraída por las mujeres y trata, obsesivamente, de comprender un deseo que no es el suyo (se entrevista con una pareja de lesbianas, pregunta a una prostituta si ha mantenido relaciones con otras mujeres…), en El fotógrafo del pánico Mark emprende un proyecto que se revela heredero del trabajo de su progenitor: una continuación deformada de sus experimentos. Cuando Mark se sitúa tras la cámara que este le regaló, lo hace convocado por el ojo del padre.
El desesperado e imprevisto final de La captive, el atípico happy end –si es que podemos llamarlo así- de A erva do rato y el suicidio premeditado y liberador que, en El fotógrafo del pánico, libera a Mark y lo conduce a la muerte. Tres desenlaces que cierran los círculos dibujados por tres filmes que piensan en la cámara como una prótesis del sujeto perverso y en el cine y la fotografía como medios requeridos por este para realizar sus deseos.

 

(1) LACAN, Jacques: Los escritos técnicos de Freud, seminario 1, clase 18: “El orden simbólico”.
(2) Ibídem.