El último verano

Liberando a princesas melancólicas

 

En sus películas Jacques Rivette siempre ha sido un aficionado al funambulismo y en El último verano (36 vues du Pic Saint-Loup, 2009) ha volcado los riesgos en una cuerda inusualmente corta, de poco más de ochenta minutos, provista de un tono entre la melancolía, la farsa y la comedia que remite a otra de sus obras –Vete a saber (Va savoir, 2001)- con la que comparte protagonista masculino (Sergio Castellito). La primera incógnita planteada consiste en averiguar si con una duración tan breve es posible para el autor mantener su personal estilo, sus derivas narrativas y las travesuras con los géneros clásicos, sus divertidas digresiones formales, el placer del juego por el juego… Efectivamente, Rivette lo consigue y se libera de la necesidad de las duraciones desmesuradas (aunque los logros finales no sean tan prodigiosos como los de otras obras) llevando la acción al fuera de campo y recurriendo a un mundo personal tremendamente simbólico que sus seguidores pueden descodificar inmediatamente. Rivette sigue siendo tan cálido y tan frío como siempre, sacando el máximo jugo a sus propias contradicciones de la mano de un personaje surgido de la nada que se introduce en un mundo nuevo (en esta ocasión un circo) que va descubriendo mientras se deja fascinar por los personajes que lo habitan. Si algo puede sorprender en la película respecto al personal mundo de Rivette es que las mujeres han dejado de jugar: las mayores quieren sobrevivir a ellas mismas y las más jóvenes intentan saber de dónde viene el mundo que habitan sin esforzarse demasiado en averiguarlo por su cuenta.

¿Será que, de repente, las mujeres de Rivette se han cansado de buscar y emprenden el camino de vuelta? Ya no importa saber lo que pasó realmente como le ocurría a Sandrine Bonnaire en Confidencial (Secret défense, 1997). Ya no se trata de aferrarse a la vida a través del amor como hacía Emmanuelle Béart en La historia de Marie y Julien (Histoire de Marie et Julien, 2003), ni de buscar y buscar un lugar en el mundo (aunque ese lugar esté en un universo paralelo) como hacían las chicas de Alto, bajo y frágil (Haut, bas, fragile, 1997), La banda de las cuatro (La bande des quatre, 1988) o  Celine y Julie van en barco (Céline et Julie vont en bateau, 1974). Pero tampoco se trata de deambular como en Le pont du nord (1981) o en tantas otras películas de Rivette. Aunque El último verano sea también, en cierto modo, una película de fantasmas y por mucho que el deambular sea una de las claves del universo paralelo y decadente del circo, este microcosmos autótrofo y fuera del tiempo que se aferra a su propia historia ya no vaga para encontrar su lugar porque sabe que su lugar está perdido.  De esa asunción de la derrota surge la melancolía que impregna al filme, esa necesidad de llorar sin lágrimas el pasado y lo que siempre se supo ausente.

 

La presencia demiúrgica

La película se presenta como un pequeño misterio en el que el entorno y los personajes son indisolubles, de ahí el título de la obra que fija la atención en ese pico de Saint Loup que sirve de escenario a las diatribas del reducido grupo circense. El escenario como proyección de la desazón interna de los personajes, el circo como línea de meta de la desintegración y, mientras tanto, el grupo montando su propio teatro sin saber demasiado bien si su vida es una función o la función es su vida, sin saber hasta qué punto sus pasos son fruto del azar (de un coche que se avería en mitad de la carretera, de un desconocido italiano que se detiene para ayudar) o de una fuerza conspiratoria superior que no pueden llegar a controlar, como si un demiurgo moviera sus hilos y ellos solo fueran el receptáculo de los sentimientos provocados por esos movimientos forzados. No hay mejor metáfora de esta idea que la bella escena que plantea Rivette como uno de los números del circo: en ella uno de los artistas vuela sobre el escenario sujeto por unos cables que controla otro de los miembros de la troupe. Rivette  aprovecha esa escena (y otras muchas en las que se representan números circenses)  para volver a tratar otra de sus constantes: la obsesión por descubrir la forma de los cuerpos en el espacio, el modo en que estos se convierten en materia física en tanto que ocupan un espacio y lo hacen mutar con su presencia, con sus movimientos y con sus gestos. Del mismo modo que el circo condiciona a los personajes, los personajes condicionan al circo. El lugar en el mundo que se ha perdido se transforma entonces en una coreografía que funciona como catarsis de las tragedias privadas que se liberan, con una fuerza redentora, cuando los cuerpos fluyen en el espacio.

Es esa fuerza superior la que ha ido llevando a los personajes, paulatinamente, a su sensación de amargura, pero también es la misma que hace aparecer en escena a Vittorio, el italiano encarnado por Sergio Castellito, del cual solo sabemos de dónde viene y adónde va. ¿Es, por lo tanto, el trayecto entre el inicio y el fin (Milán y Barcelona) lo único realmente útil para definir al personaje, dado que su auténtica esencia es imposible de aprehender? ¿Por qué es Vittorio, el personaje más oscuro y el más divertido, el que articula a todos los demás y funciona como bisagra dentro del grupo? En la parte final de la película, en una prodigiosa escena que va haciendo desfilar a algunos de los actores a través de la puerta de la carpa del circo como si de un carrusel se tratara, uno de ellos parafrasea a Shakespeare (de nuevo la conexión con el teatro, la máscara, la representación como vehículo de una puerta que da acceso al mundo): “Bien está lo que bien acaba”. Con estas palabras parece justificar la intromisión de Castellito en el grupo, su papel central para lograr una armonía entre todos en la cual los viejos traumas sean superados.

Sin embargo, Rivette nunca sentencia y el siguiente personaje que aparece tras la puerta replica con un contundente: “No para mí. Yo estoy sola”. De este modo el cineasta reivindica la necesidad y la fuerza del concepto de “grupo” para, a acto seguido, desmontarlo y desconfiar de cualquier solución que venga de la propia humanidad, aunque no reniegue (todo lo contrario) de la necesidad de vivir en comunidad. Pese a que esta no sea la solución, no existen más opciones. Todos los personajes viven desorientados ya provengan del interior del grupo o de fuera. La frase que Castellito pronuncia mientras intenta penetrar en los secretos de la vida del circo resulta esclarecedora de la situación existencial de los personajes: “No sé nada acerca de nada”. Durante la película, siguiendo una idea renoiriana muy presente en todo el cine de Rivette, es el grupo y la confraternización entre los personajes lo que sirve para aliviar las miserias individuales y, sin embargo, al final esas miserias persisten aunque la terapia colectiva haya podido resultar exitosa.

 

Un Rivette fordiano

La anécdota que sirve de metáfora es la superación de un trauma por parte de Kate (interpretada por Jane Birkin). La tristeza que emana de su personaje acaba contagiándolo todo, perfumando el ambiente con una agradable pero dolorosa melancolía. Esa melancolía, ese tono cabizbajo de unos personajes a los que solo la belleza salva de su propia percepción de la realidad, bebe directamente de la agria mirada que sobre el clasicismo y las tradiciones volcaba el pulso de John Ford. De esta forma, la película remite al director estadounidense a través del tema más fordiano posible: el de la vuelta a casa, el de la recuperación de las raíces como única posibilidad de supervivencia para intentar superar el propio trauma. La muerte del ser amado en la película de Rivette, el asesinato involuntario del boxeador en El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952), el fracaso de la guerra en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)….

En una de sus escenas El último verano alude a una de las imágenes más potentes y características de la obra de Ford: un personaje, frente a la tumba del ser amado, se dirige a él hablando directamente a la lápida, a la piedra, a la tierra que cobija una parte fundamental del vivo y el muerto. Pero a pesar de la evocación, comparando la escena de la tumba de El último verano con la de La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, John Ford, 1949), se comprueba que en ambas la superación del trauma se encuentra en estadios bien distintos. En la de Ford está asumido y por eso el encuadre es mucho más cercano, absorbe la escena centrando los planos en John Wayne o en la dupla Wayne/tumba de su esposa. Ford recurre a una fotografía cálida y a un ambiente nocturno y el monólogo del personaje es trivial, cotidiano, parte de una rutina que consiste en acudir regularmente a la tumba para relatar con naturalidad el transcurso del día. Sin embargo, en la película de Rivette Kate comienza a intentar asumir esa muerte quince años después. En su discurso se manifiesta un arrepentimiento, pero también la necesidad de un ajuste de cuentas por haber sufrido durante tantos años.  Para ello Rivette propone una fotografía luminosa, filma la escena en un único plano fijo en el que Jane Birkin y la tumba ocupan tan solo la mitad izquierda del encuadre. Para el protagonista de La legión invencible solo están su amada y él, para Kate sigue habiendo un mundo frente a ella, un mundo que supone un obstáculo y que no es capaz de integrar con naturalidad en su relación con la muerte. Y es que para Kate la superación del trauma es un ejercicio de riesgo, simbolizado perfectamente en la escena en que ella vuelve a ensayar, muchos años después, un número circense: Kate camina por una cuerda floja haciéndonos ver que el mero reencuentro con el pasado es, para ella, un ejercicio de funambulismo.

Rivette sigue siendo un gran funambulista y En el último verano sigue filmando el cine que quiere, el que le apetece en un momento dado, más allá de normas, reglas o batallas. Sigue siendo el alma más libre con los recursos más rígidos y continúa fascinando con su personal visión del mundo, con su capacidad para dar cuerpo a los sueños a través de las formas, las luces y los colores. Rivette es valiente y nos anima a serlo citando a Rilke a través de las palabras de Vittorio: “Todos los dragones de nuestra vida quizás sean princesas afligidas deseosas de ser liberadas”.