Cannes 2015: Carol (Haynes) + Trois souvenirs de ma jeunesse (Desplechin)

El amor sublime

 

¿Cómo filmar esa primera mirada? ¿Ese primer beso? ¿Esa primera noche? Cuando uno se enamora, la conmoción interior es difícil de describir y todavía más de plasmar en imágenes. Los lugares comunes y los planos gastados suelen pesar demasiado y son pocos los cineastas capaces de transmitir ese deseo, esa idealización, esa tensión inicial que nos embarga. Todd Haynes es uno de ellos y en Carol se inspira en la contención del David Lean de Breve encuentro (1945) —con homenaje incluido en la estructura de la película— y deja en un segundo término la influencia desbordante de Douglas Sirk que dominaba su Lejos del cielo (2002). No en vano, el nuevo largometraje del director de Mildred Pierce (2011) se sitúa a principios de los años cincuenta, cuando en Estados Unidos todavía resonaban los ecos de la Segunda Guerra Mundial y el gris era el color dominante en las calles de Nueva York.

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El rojo es el color del personaje de Cate Blanchett en Carol

A falta de la calidez de los tonos pastel de Lejos del cielo (que transcurría a finales de los cincuenta), la fotografía saca aquí un enorme partido del rojo, que viene a resaltar la mayoría de apariciones en el encuadre del personaje de Carol (Cate Blanchett), que suele decantarse por prendas de ese color (su chaqueta, su gorro, su bufanda, …). No por casualidad el rojo se asociará en la película también a la Navidad; la época del año en la que se enamorarán Therese (Rooney Mara) y Carol (¿cabe recordar que dicho nombre significa villancico en inglés?). La atracción entre ambas sustentará un relato alimentado de gestos sutiles, como pueden ser una mirada o el roce de unas manos, pero que también se detendrá en el primer encuentro sexual de las dos amantes, captado con pudorosa carnalidad.

Sin subrayados ni estridencias, Carol (que adapta una novela autobiográfica de Patricia Highsmith publicada bajo seudónimo en 1952) abordará también el tabú del lesbianismo y dibujará un contexto represivo en el que desear a alguien de tu mismo sexo es una ofensa moral; una conducta reprobable que debe ser castigada. Tanto es así que amar a una mujer y ser madre al mismo tiempo (como le ocurre al personaje de Blanchett) no será una posibilidad plausible en la América de aquellos años. Lo que complicará más si cabe los encuentros entre Therese y Carol, que Haynes, con suma compasión, filmará buscando la belleza de unos gestos que quedarán suspendidos en el tiempo.

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Los viajes en coche de Carol nunca son banales

Porque, al fin y al cabo, Carol es una película que deslumbra más por el cómo que por el qué; un melodrama sublime en el que las ventanas, las puertas y las columnas marcan los espacios de los personajes; en el que los viajes en coche no son transiciones sino reflejos de estados de ánimo; en el que las panorámicas, los desenfoques, los ralentís y los halos de luz elevan la trascendencia de cada plano; y en el que la exquisita composición visual constata que, para Haynes, el amor no es un sentimiento banal: lo es Todo y renunciar a él es inconcebible.

El deseo de atrapar la pasión romántica, de detenerse en esos instantes privilegiados que nunca olvidaremos, se percibe también en Trois souvenirs de ma jeunesse, donde Arnaud Desplechin recupera sus estructuras fragmentadas y su imaginativa puesta en escena tras la ligera decepción que supuso Jimmy P. (2013). Incomprensiblemente desplazada a la Quincena de Realizadores (que por ahora está resultando más satisfactoria que la propia Sección Oficial), la nueva película del responsable de Un cuento de Navidad (2008) está organizada en tres bloques, que funcionan como recuerdos de madurez de Paul (Mathieu Amalric), que ha vuelto a Francia tras muchos años en el extranjero. Si las dos primeras historias son elípticas y breves, la tercera es el corazón del relato, pues se acerca melancólicamente al idílico romance de juventud entre el propio Paul (Quentin Dolmaire) y Esther (Lou Roy-Lecollinet), con quienes compartiremos los altos y bajos de su relación a lo largo del tiempo.

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El protagonista de Trois souvenirs de ma jeunesse nunca ha olvidado a su primer amor

La pantalla dividida descubre los ritos de seducción, los fundidos en iris ejercen de mirillas a la intimidad, las cartas entre los enamorados se leen mirando a cámara y la música alterna lo grave con lo festivo marcando los estados de ánimo de una pareja tan apasionada como insostenible. No en vano, el virus del viaje contagiará a Paul (lo veremos ya en ese relato juvenil de espías en la URSS que supone el electrizante segundo bloque de la película), que priorizará su carrera como antropólogo a la compañía de Esther, con quien mantendrá un intercambio epistolar condenado a terminar. El protagonista, abrumado, se cuestionará años después por ese amor perdido, por ese otro posible itinerario no tomado en su vida, por esas cartas escritas al primer amor que hoy todavía duelen, conmocionan. Porque, al fin y al cabo, Desplechin nos habla aquí, con resonancias de la Grecia clásica (los planos de las estatuas, el apellido de Paul —Dédalus—, los estudios de griego, la propia figura de Esther como una Penélope dispuesta a esperar a su Odiseo), de aquello que un día amamos y luego perdimos. Del amor.

 

© Carles Matamoros, mayo 2015