Cate Blanchett

Entre el control y la intuición

* Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral

Empiezo a escribir este texto unos días después de que, en la ceremonia de clausura de la Mostra de Venecia del 2020, Cate Blanchett haya desfilado con un espectacular vestido coloreado de Armani por la alfombra roja sin público alrededor, en estos tiempos de Covid-19, pero sí con la presencia de suficientes cámaras para registrarlo y difundirlo. Esta imagen puede asociarse a esos anuncios publicitarios de perfumes de la misma marca que, dirigidos por Anne Fontaine con una pretensión de refinamiento que resulta un poco estomagante, protagoniza la actriz. Sin embargo, ella no estuvo en Venecia, o al menos no fundamentalmente, para lucir modelos, sino para ejercer como presidenta del jurado de la sección oficial de la Mostra en una edición especialmente transcendente por las circunstancias en que se ha celebrado, con el empeño de demostrar la función insustituible de los festivales de cine. Habiendo aceptado el cargo antes de la irrupción del Covid-19, la actriz mantuvo su compromiso asumiendo, además, una defensa del valor del cine y de sus formas de exhibición no reducibles a las plataformas on-line. El caso es que Cate Blanchett no es ajena a la comercialización de la imagen de las estrellas del cine y a ciertas convenciones respecto a su (de)mostración pública. Puestos a hacerlo, debe ser la más elegante de todas y puede que su porte glamuroso sea el único que actualmente parece resistir la comparación con las estrellas del cine clásico de Hollywood. Todo ello sin jugar ni al misterio ni a la exhibición de la vida privada de una mujer moderna con marido de larga duración y cuatro hijos.

Blanchett en el último Festival de Venecia

A lo que quiero llegar es al hecho de que Cate Blanchett tiene un aura que la singulariza entre las actrices actuales del cine mainstream. Esta aura se vincula a una inteligencia y a un talante democrático que, confiriéndole cierto prestigio, la han llevado a presidir un jurado de la sección oficial en los dos festivales de cine posiblemente más importantes: Cannes y, solo dos años después, Venecia. Puede añadirse que ha salido airosa de tal responsabilidad, según los compañeros de jurado que han valorado su actitud como presidenta, y según buena parte de la crítica en relación con la configuración del palmarés. El caso, en relación con su política de actriz que nos ocupa, es que transita por el cine mainstream habiendo demostrado una cierta capacidad de arriesgarse en algunas de sus elecciones, que no son ajenas a su desinterés por encarnar personajes que resulten agradables y simpáticos (como deja claro que haya interpretado sin ridiculizarla, sino defendiendo sus razones sin compartirlas, a la antifeminista Phyllis Schlafly en la más que interesante serie Mrs. America —Dahvi Waller, 2020) sin olvidar que tampoco parece importarle que no aparezca siempre guapa y deslumbrante. Por otra parte, su curiosidad ha dado pie a diversas colaboraciones con creadores del mundo del arte. Además, su fuerte relación con el teatro la llevó a comprometerse durante años con la Compañía de Teatro de Sidney (asumiendo la codirección del mismo junto a su marido, el dramaturgo australiano Andrew Upton, sin preocuparse de cómo podría afectar a su carrera cinematográfica) y, más recientemente, a volver a un escenario, en Londres, con un montaje no precisamente fácil (con vocación provocadora y, como se dijo en los medios, cargada de sexo y de violencia brutal) que se representó en la sala Dorfman, la más reducida del National Theatre: When We Have Sufficiently Tortured Each Other, dirigida por Katie Mitchell a partir de un texto de Martin Cripp definido como una variación contemporánea de la novela Pamela, de Samuel Richardson. También debe haber algo en su personalidad y en su carácter interpretativo que hace que esta actriz, que sin duda adquirió gran parte de su popularidad participando en blockbusters como las sagas de El señor de los anillos y El Hobbit (Peter Jackson, 2001-2003 y 2012-2014) haya sido requerida por muchos de los directores autorales (y entre ellos algunos próximos al llamado cine independiente) norteamericanos actuales pertenecientes, además, a diversas generaciones: Martin Scorsese, Woody Allen, Wes Anderson, Jim Jarmusch, David Fincher, Richard Linklater y, evidentemente, Todd Haynes. Mi idea es utilizar especialmente las dos colaboraciones esplendorosas con este último, I’m Not There (2003) y Carol (2005), para estructurar mi aproximación al arte interpretativo de Cate Blanchett.

La actriz en la serie «Mrs. America» y en la obra de teatro «When We Have Sufficiently Tortured Each Other»

La misma actriz parece consciente de la significación de sus trabajos con Haynes, el primero de los cuales se refiere a su vertiente vanguardista y el segundo, aparentemente, a su manierismo neoclasicista que, sin embargo, tiene el pálpito de las búsquedas inciertas del cine de la modernidad. Preguntada en Venecia, durante la rueda de prensa inicial como presidenta del jurado, por las películas que valora de manera especial, quiso recordar su participación en I’m Not There, con la que, precisamente, recibió el premio de interpretación femenina (casi una ironía) en la Mostra del año 2007 encarnando uno de los personajes mediante los cuales Todd Haynes intenta construir un retrato poliédrico del gran Bob Dylan. Es realmente una interpretación fascinante y reveladora de ciertos atributos de la actriz. Sin duda está el camaleonismo, que supuestamente está ligado a la capacidad imitativa, aunque este es un aspecto que me gustará matizar. El caso es que, a pesar de tener unos rasgos fuertes, como unos pómulos marcados y una nariz importante, su rostro tiene una plasticidad que da juego a la caracterización, que no es ajena al semblante andrógino que puede adquirir, cosa que también sucede con su cuerpo. Eso se ejemplifica perfectamente en su espectacular conversión en Jude Quinn, personaje concebido a imagen y semejanza del Bob Dylan de la etapa en que, considerado un traidor por haber abandonado el folk y la canción protesta, se abandonó a las adicciones (ácidos y anfetaminas, básicamente) que lo llevaron a un estado paranoico. No es tan solo que, con la ayuda de una peluca rizada, Blanchett tenga un sorprendente parecido con Dylan en ese periodo, sino que mediante los movimientos de su cuerpo (esa manera de encogerse y de encorvarse, de parecer una araña, como así percibió la actriz al cantante-poeta viéndolo en imágenes de esa época) extremadamente delgado hace palpable un caos físico y psíquico. Aunque Jasmine no tenga nada que ver con Bob Dylan, puede también observarse en la película de Woody Allen —Blue Jasmine (2013)— la capacidad de Blanchett para hacer creíbles los estados adictivos (Jasmine siempre está tomando algo, sea alcohol o medicamentos) y, sin caer en el exceso, transmitir la confusión de quien no distingue entre la fantasía (sea la que sea) y la realidad.

Blanchett frente al espejo en «I’m not there»

Volviendo a Dylan, o a su variante entre real e imaginaria encarnada en Jude Quinn, no todo es pura imitación, pues lo que importa es la construcción de un personaje. Es interesante la intención de Todd Haynes de recurrir a una actriz (y no es por nada que sea Blanchett) para crear un efecto de extrañeza similar al que produjo el físico andrógino de Dylan (y su decisión de optar por la música eléctrica) a mediados de los sesenta. Se trataba de crear algo equivalente, sin obsesionarse con la imitación. Al respecto, resulta también revelador el método que, según ella misma, sigue Blanchett para encarnar personajes reales, de los cuales, siendo contemporáneos o de una época reciente, puede haber abundantes imágenes: más aún si su celebridad se liga al cine o al mundo del espectáculo. El caso es que se trata de documentarse todo lo posible y luego prácticamente olvidarse de ello para entregarse a la intuición. Sirva esa confianza para empezar a poner en duda esa suposición de que se trata de una actriz calculadora, con todo previsto y medido, absolutamente autoconsciente. Lo que yo intuyo es una tensión entre la preparación y la intuición, lo consciente y lo inconsciente, lo premeditado y lo imprevisto, lo ensayado y lo espontáneo, lo buscado y lo encontrado, lo adquirido para el papel y aquello que surge de la propia gestualidad. En su encarnación de Bob Dylan como un Judas hay infinidad de detalles gestuales que me hacen pensar en ello y que tienen que ver con los movimientos de sus manos, en cómo se pasa los dedos por su rostro y en la manera en que fuma, devolviendo a este acto (tal como también sucede en Carol) la capacidad de expresar una personalidad, al menos un estado anímico o quizás una forma de ensimismarse. El momento culminante es su último plano, que casi cierra la película, en el que Jude mira a cámara, sentadx en un coche, hablando sobre la música tradicional y diciendo al final que nadie le considera un cantante folk. Blanchett nos mira primero gravemente para dejar paso a una sonrisa dulcemente desafiante. Una bella mirada que, por cierto, dialoga con el plano final de Carol.

Plano de despedida del Bob Dylan de Blanchett en «I’m not there»

Entre el camaleonismo y el juego imitativo que no acaba de serlo, está el reto afrontado en El aviador (The Aviator, Martin Scorsese, 2004) de encarnar nada más y nada menos que a Katharine Hepburn en el período en que fue amante del multimillonario Howard Hughes. No acabo de ver que, pesando un personaje real tan imponente, esta sea una de sus grandes interpretaciones, a pesar de que, al margen de imitar la voz de Hepburn con ese tono de chica de familia rica y liberal de Nueva Inglaterra, sugiera una fragilidad detrás de las maneras distinguidas y, sobre todo, de la altivez, el esnobismo y la actitud pretendidamente libre y desinhibida de Hepburn. Por otra parte, uno de los casos más divertidos de su capacidad camaleónica es aquel que se da en un episodio de Coffee & Cigarrettes (Jim Jarmusch, 2003) donde interpreta a una ficción de sí misma (a una actriz llamada Cate Blanchett) y a una prima suya con la que se encuentra en un hotel, sin que tengan mucho que decirse. Una dualidad que se hace visible en el juego del plano/contraplano y, a veces, configurado dentro de un mismo plano.

Plano/Contraplano en «Coffee & Cigarrettes»

Obviando otros posibles ejemplos, podría considerarse que la manifestación culminante de su camaleonismo está en un proyecto del artista visual Julian Rosefeldt llamado Manifesto y desdoblado en una video-instalación, que se viene exhibiendo desde hace unos cinco años en museos y centros de arte, y una película que da una continuidad temporal a las partes que en el formato expositivo se muestran a través de su proyección simultánea en trece pantallas. El título se refiere a una diversidad de manifiestos artísticos (dadaísmo, surrealismo, futurismo, constructivismo, expresionismo abstracto, creacionismo, pop art, situacionismo y, entre otros y por decirlo así, godardismo, pues también aparece una cita de Godard que, repetida por una maestra a unos niños, afirma que no importa de dónde vienen las ideas, sino qué se hace con ellas) invocados a través de fragmentos dichos respectivamente por unos personajes (sin caracterización psicológica) encarnados en su totalidad por Blanchett. La puesta en escena se da en una situación contemporánea, de manera que estos textos (airados y hasta rabiosos, pero también bellos y luminosos) se confrontan con el presente poniéndose así en cuestión o revelándose su fulgor duradero. Se percibe una ironía que debe mucho a la aportación de Blanchett, y que ya está implícita en el distanciamiento que se crea al ser enunciados por una mujer, unos textos escritos mayormente por hombres y, en algunos casos, bastante testosterónicos. El caso es que este trabajo es un manifiesto de la propia actriz: la capacidad de metamorfosis, la gestualidad inagotable, la expresividad corporal, la dicción mudable con una diversidad de registros y de acentos, la propia disposición a participar en proyectos con los que traspasa convenciones y fronteras actorales.

Algunos de los personajes de Blanchett en «Manifesto»

En este camaleonismo se puede entrever un gusto por la máscara. Aunque siempre sea capaz de sorprender, hay una serie de gestos (entre el automatismo inconsciente y el recurso consciente) que pueden irse reconociendo en Blanchett, pero a la vez se siente una voluntad de desaparecer a través del personaje. De ahí, me parece revelador que haya dicho que la actuación de Liv Ullmann en Persona (Ingmar Bergman, 1966) es la «performance absoluta» de acuerdo con su concepción de la interpretación (ajena a la idea de imprimir la propia personalidad o proyectar las experiencias en los personajes) o a su deseo como actriz: desaparecer en cada uno de los personajes, encarnar una otredad, salir de los límites de la propia vida real.

Sobre la referida interpretación de Liv Ullmann en Persona, declaró a Samuel Blumenfeld en una entrevista publicada en el magazine Le Monde, en mayo de 2011, a raíz de la presentación del Robin Hood anodino de Ridley Scott (pero, como ha hecho en otros filmes sin alma, a veces animado por su vibrante asunción de Lady Marianne) en el festival de Cannes: “La pareja que forma con Bibi Andersson es inquietante hasta el punto que las dos actrices no se distinguen y se hacen intercambiables. Es el ejemplo más desconcertante de invisibilidad de la cual he podido ser testimonio”. Es la concepción del actor como máscara (persona) impenetrable o, siendo un contrapunto o un complemento, como una superficie en blanco que puede irse maquillando, transformándose, incorporando las expresiones que configuran la construcción dramática de un personaje. Lo han resumido maravillosamente Marga Carnicé y Endika Rey en su contribución al libro Carol, bellesa subversiva del desig con el texto “Empremtes sobre l’arena; la política de les actrius a Carol, de Todd Haynes, Cate Blanchett i Rooney Mara”, donde aseguran que “Cate Blanchett és aquest llenç en blanc disposat tant a pintar-se a si mateix com a esborrar-se”. Lo escribieron a propósito del final de Elizabeth (Shekhar Kappur, 1998) donde, encarnando a la reina que entonces dice que “se ha convertido en una virgen” mostrándose implacablemente distante con sus súbditos, aparece maquillada completamente de blanco. El filme, creo, es ampuloso, rígido y abusa de trucos melodramáticos, pero Cate Blanchett es capaz de transmitir la transformación de una joven vital y hasta inocente en una mujer endurecida, para sobrevivir a las intrigas de la corte, hasta sentir el deseo de un poder absoluto.

La transformación en «Elizabeth»

En otro momento de la película, la entonces joven reina ensaya el discurso que ha de pronunciar ante los miembros del Consejo y los obispos para convencerlos de la necesidad de combatir contra los escoceses católicos y sus aliados franceses. Podemos imaginar el reflejo de la propia actriz, autoexigente y dubitativa, ensayando su papel. Eso pensando en lo que ha dicho ella misma sobre las dudas que le acarrea su voluntad perfeccionista, pero también en lo que han dicho otros al respecto. Es el caso del actor australiano Geoffrey Rush, quién, por cierto, asumió el rol de un protector y consejero de Elizabeth unos años después de compartir escenario con la joven Blanchett en un montaje de Oleanna, de David Mamet, representado en Sidney. Antes de esto último, asistiendo a ensayos de los estudiantes del Instituto Nacional de Arte Dramático de Sidney, Rush se preguntó (así lo explicó más tarde) viendo a Blanchett: “Quién es esta criatura extraordinaria, con tanta madurez interpretativa, que incluso cuando no hace nada percibes en ella una fascinante interacción entre la vulnerabilidad y la seguridad”. Esta observación la compartimos quienes creemos que uno de los rasgos distintivos de la actriz es esa mezcla entre fragilidad y arrogancia. Y, pasados los años, resuena de algún modo en un comentario de Todd Haynes en una entrevista publicada en enero de 2016 en la revista Positif (nº 659) a propósito del estreno de Carol en Francia: “Nunca diré lo suficiente de Cate, hasta qué punto es una intérprete aguda, preparada, brillante, creativa, pero también exigente con ella misma mientras que es dulce y paciente con los que la envuelven. Todos los grandes intérpretes llegan vulnerables, desnudos por así decirlo, exponiéndose sin una idea preconcebida; y esto también es cierto en el caso de la gran Cate Blanchett”.

La mirada infinita de Cate Blanchett en el plano que cierra «Carol»

Volviendo a esa declaración sobre Liv Ullmann en Persona, Blanchett la hizo poco después de que esta la dirigiese en un montaje de Un tranvía llamado deseo, producido por la Compañía de Teatro de Sidney, en el que interpretó a Blanche Dubois. En una conversación apasionante entre ambas actrices, mediada por el presentador Charlie Rose, Ullmann, aparte de emocionarse hablando de la experiencia de haber trabajado con ella, le dice a Blanchett que puede que no sepa lo que es capaz de expresar con las manos. Utilizo esta observación de Ullmann con la idea de contrariar (o al menos ponerlo un poco en duda) nuevamente ese supuesto de que Blanchett es una actriz que lo controla todo. Tampoco diremos nunca lo suficiente sobre lo que hacen y dicen sus manos (que son muy grandes y no especialmente bellas) en los filmes donde aparece y, sin duda, de una manera particular en Carol. Se lo he oído decir a Carlos Losilla y puede que también lo haya escrito: “Toda la película se podría explicar a partir de las manos de Cate Blanchett”. También, creo, se podría explicar hablando de cómo va fumando los cigarrillos mientras que las caladas conducen el deseo. Carol puede verse como la sublimación del arte interpretativo de Blanchett a través de una gestualidad consciente y elaborada que irradia en el parpadeo, la media sonrisa, la inclinación precisa del cuello, la elegancia de los movimientos corporales. Un arte que también tiene que ver con un fraseo que incide en una palabra de manera particular, usando una voz que abarca una diversidad de registros desde los agudos de una soprano hasta los graves de un saxo barítono. Y, sin embargo, ¿de dónde sale la mirada del plano final de Carol dirigida a Therese (Rooney Mara) y también al espectador? ¿Qué magia hace aparecer la gestualidad facial que, de manera tan sutil como manifiestamente visible, expresa una diversidad de emociones, desde la sorpresa hasta la felicidad, en unos pocos segundos? ¿Qué vibración íntima hace que este rostro se ilumine para acordar el deseo con la realidad? No sé si soy yo que lo imagino, pero hay otros detalles en los que también percibo una tensión entre el control y el abandonamiento. O quizás sea precisamente la técnica depurada que da la confianza para que aparezca lo imprevisto: ese parpadeo misterioso de la diferencia en la repetición.

La sublimación de la actriz en «Carol»

Ahí están la manera en que, al principio del filme, coloca una mano en la espalda de Therese y que hizo, según ha explicado ella misma, que sintiese un estremecimiento; la mirada pícara que, al salir del departamento de juguetes de los grandes almacenes, acompaña el gesto que señala la propia cabeza para aludir al gorro navideño de Therese y el comentario (“me gusta tu gorro”) con el que sugiere lo que no puede decir: “me gustas”; el guiño con el que celebra que su joven enamorada haya recordado el número de la habitación de un hotel; el rostro serio ante el espejo (la gravedad del amor) antes de desabrocharse la bata y besar a Therese por primera vez; la mano, nuevamente la mano, colocada en el pecho y en el vientre en la escena con los abogados en la cual Carol renuncia a su hija para no ceder al chantaje social que la condenaría a vivir en contra de su naturaleza y sin amor; la vena que se le infla en el cuello en el reencuentro con Therese antes de que le diga un “te quiero” que, de manera excepcional en el cine y puede que también en la vida, no se dice en vano y suena como una verdad. Creo que hubiera estado bien acabar aquí, pero no puedo evitar añadir algo más. En el texto antes citado, Carnicé y Rey observan que, en la reminiscencia de sus gestos, se entrevé que Carol admira e imita a Greta Garbo. Una bella observación que, además, sugiere que Carol (y Blanchett) ha aprendido del cine para desplegar su seducción. También se ha hablado de otras actrices como referentes o inspiración para componer la imagen de Carol: Lauren Bacall, Grace Kelly, Lana Turner. Sin embargo, aunque nos invite a pensar en las divas de Hollywood, ¿no hay algo diferente? Creo que esto tiene que ver con la naturaleza de la película, que se resiste a ser etiquetada como una mera imitación del cine clásico, y también con la propia Blanchett. Porque, más allá de la imitación, incluso de sí misma, hay en ella algo diferente, inclasificable y capaz de sorprenderte.  

 

© Imma Merino, octubre de 2020