Bellflower

La rabia del milenio

 

Hace ya casi un año, al regresar de Sitges 2011, la camarada Mónica Jordan me escribió un mail para encargarme un texto sobre Bellflower (2011), la ópera prima del estadounidense Evan Glodell y una de las películas que más me habían impresionado (para bien) de entre todas las programadas en la sección oficial del certamen. El penúltimo día de festival, el diario oficial del mismo publicó una encuesta realizada a diversos periodistas acreditados en la que se nos pedía que destacáramos dos películas de entre todas las proyectadas durante aquellas nueve jornadas precedentes de buen cine. Una de mis elecciones fue precisamente Bellflower (la otra, como no podía ser de otro modo, Melancolía –Lars Von Trier, 2011–), así que estaba convencido de que los compañeros de Transit me habían encargado el texto por este motivo. Sin embargo, la petición de Mónica venía acompañada de una sugerencia de lectura velada que reproduzco a continuación y sobre la que aún hoy sigo dándole vueltas: “Esta es una película que ha despertado pasiones en ambos extremos, tanto de odio como de aprecio, y creemos que es por un tema generacional. Así que consideramos que eres la persona idónea para reivindicar esta película”.

En primer lugar cabía preguntarse a qué generación me asignaban sus palabras y, en segundo, qué tiene esta en común con la película de Glodell. Sin haber encontrado aún la respuesta, creo que para empatizar con Bellflower hay que tener esa edad y pertenecer a esa quinta de treintañeros traicionados que viven de vuelta de todo; aquellos que nunca saboreamos las mieles del estado del bienestar y que deambulamos por un mundo en ruinas que se ha derrumbado ante nuestros ojos y sin que pudiésemos hacer nada. Pues precisamente de la amargura de la traición nos habla esta película bipolar que nos presenta un panorama idílico para después hacerlo implosionar en un abrir y cerrar de ojos.

 

Algo iba mal en Bellflower Avenue

Para ello, Evan Glodell se apodera del espíritu de la generación precedente valiéndose de los códigos del subgénero/movimiento cinematográfico que había sabido articular su esencia: el mumblecore. Al visionar los filmes de Aaron Katz, Andrew Bujalski o los Duplass, uno contempla a un grupo de personajes satisfechos en su insatisfacción, a una estirpe de individuos aletargados que hacen de la apatía bandera. Sus historias son introspectivas, e ignoran el contexto reinante para hacer gala de una inocuidad exasperante. Es el manifiesto fílmico de aquellos que han vivido mirándose el ombligo sin querer oír batallitas de Vietnam o de mayo del 68, incapacitados para alertar cómo frente a ellos se estaba cocinando la caída del capitalismo.

Resulta poco discutible afirmar que Bellflower es, en su hemisferio norte, un mumblecore en toda regla: dos amigos despreocupados residentes en un mundo imaginario en el que Mad Max ha sustituido la vacua realidad, un romance idílico y algo atolondrado, mucho alcohol para nublar las consciencias y un agradable recorrido por unas vidas aparentemente felices. No obstante, Bellflower muestra de inicio su ambivalencia con una puesta en escena que, como le ocurría a Dalí cuando contemplaba El Ángelus de Millet (1), nos perturba al evidenciarnos que hay algo oscuro tras aquello que relata su plácida narración. La materialidad de sus imágenes, literalmente mugrientas, con el objetivo de la cámara salpicado, y los bordes del encuadre sombreados, entra en conflicto con esa calma chicha que se nos presenta en la primera mitad del filme, y ejerce de fatal vaticinio de lo que va a suceder.

La historia que narra Bellflower antes de llegar a ese ecuador maldito no tiene nada de extraordinario. Woodrow (interpretado por el propio Glodell) y su amigo Aiden (Tyler Dawson) viven un bello bromance jugando a ser mercenarios que se preparan para sobrevivir al fin del mundo. Para ello construyen lanzallamas y vehículos post-apocalípticos, obsesionados con el imaginario de Mad Max – Salvajes de autopista (Mad Max, George Miller, 1979). No deja de ser un divertimento algo extravagante, no muy alejado del de los jugadores de rol que llevan algo lejos su imaginación. Cuando una noche salen de fiesta, Woodrow conoce a Millie (Jessie Wiseman) en un local donde ambos participan en un concurso para ver quién es capaz de devorar más saltamontes vivos en menos tiempo. No deja de ser un divertimento algo extravagante, no muy alejado del que se tatúa una marca en la piel con un mechero ardiendo o pilota por la ciudad triplicando la tasa de alcohol en sangre permitida. Woodrow y Millie intiman, pero nada distancia al primero de Aiden, ni siquiera cuando desaparece un día entero junto a su amada para cruzar Estados Unidos a bordo de una tartana con motor en la que el depósito de aceite ha sido sustituido por un dispensador de whisky. No se produce enfrentamiento alguno entre los dos inseparables amigos porque poco después Aiden empieza a salir con Courtney (Rebekah Brandes), la mejor amiga de Millie. Todos comen perdices. En un futuro no muy lejano, los cuatro podrán coger las toallas e ir juntos a la playa para chapotear en la orilla con la típica despreocupación de quien no puede perder nada porque no tiene nada que perder.

Es en ese paradisiaco momento, en esa playa bucólica, cuando todo se rompe. Y a Evan Glodell solo le hace falta una mirada para advertirnos de que todo va a cambiar. Cuando parecía que se había alcanzado el equilibrio perfecto, la cámara contempla a Millie observando a Woodrow. Y no hay nada en esa mirada que deje lugar a dudas: se le acabó el amor… ¿de tanto usarlo?

Daños cerebrales

Como quien avisa no es traidor, Glodell se lava las manos como Pilatos ante el descenso a los infiernos que van a sufrir sus personajes. En especial Woodrow, su álter ego en la ficción, traicionado, vapuleado, atropellado y enloquecido. Como él mismo se atribuye durante una crisis mental, el filme parece sufrir daños cerebrales a partir de esa mirada maldita e impredecible de Millie. Su posterior deslealtad no hace más que activar el protocolo de destrucción ya anunciado. El buenismo imperante durante la primera mitad deja paso a una impactante sucesión de hijoputeces en las que el género femenino es el que sale peor parado. Son ellas las pérfidas traicioneras que convierten con alevosía el mumblecore celestial en averno, mientras ellos mantienen un código de lealtad muy varonil y se limitan a defenderse, con toda la violencia necesaria, frente al desequilibrio que las vaginas han provocado.

Pocas películas (tal vez Anticristo –Antichrist, 2009–, nuevamente de Lars Von Trier, y sería discutible) alcanzan el nivel consciente de misoginia de Bellflower, que no duda en regresar al tópico freudiano del masoquismo femenino (las mujeres desean subconscientemente el sometimiento y el maltrato) para justificar un desenlace tan deplorable como coherente con la propuesta. Pues si de marcar paquete se trata, pocas películas alcanzan el nivel de desacomplejada testosterona de Bellflower. Y si el objetivo era radiografiar el estado de ánimo de la generación perdida, Glodell acierta dos veces, pues pocos filmes han sabido captar con tanta precisión la desesperación y la rabia de aquellos que nos sentimos engañados por los falsos paraísos prometidos, equivalentes a la promesa de amor y posterior traición de Millie hacia Woodrow, que antecede al desastre. Y es que, siendo justos, si no viviésemos aletargados, toda acción debería tener su consecuente reacción. Lección que Bellflower nos inculca a salivazos.

 

(1) Cuentan que cuando el pintor de Figueres veía El Ángelus se sentía invadido por una sensación extraña que le llevó a obsesionarse con el cuadro. Afirmaba ver más cosas en la composición de las que aparentemente este mostraba. Al cabo del tiempo, por conversaciones que mantuvo con un amigo de Millet, supo que el artista francés tapó el ataúd de un niño, presente en la obra original, porque cayó en la cuenta de que tal imagen no sería del gusto de las nuevas modas parisinas. Tal era su obsesión que consiguió que se hiciera un análisis por rayos X del cuadro, y se descubrió que debajo del cesto con patatas había un dibujo precedente que no se distinguía con claridad. Dalí interpretó que era el ataúd infantil anunciado por el amigo de Millet. Entonces, lo que el artista francés había representado en un principio era la muerte de un niño, hijo de dos jóvenes campesinos, enterrado en medio del campo sin más presencia que la de sus padres y los inertes elementos de trabajo.
 
© Gerard Alonso i Cassadó