Ad Astra

Willard, hijo de Kurtz

Hasta cierto punto, Ad Astra (2019) es una prolongación o variación de Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, 2017), el anterior largometraje de James Gray: Fawcett, su protagonista, vivía preso de un afán enfermizo por hallar una suerte de El Dorado en la Amazonia, obsesión que le llevaba literalmente a la perdición en el corazón de una selva que se erigía en materialización de su insondable fantasía. En la nueva película de Gray, es un astronauta, el Clifford McBride que interpreta Tommy Lee Jones, quien se ciega ante una ambición aún mayor, encontrar signos de vida inteligente extraterrestre, en una selva también mucho más vasta que la Amazonia: nada menos que el sistema solar y sus confines.

Pero el protagonista de Ad Astra no es él sino su hijo Roy (Brad Pitt), prominente astronauta también, que es enviado en misión secreta a Marte para comunicarse con su padre, pues se sospecha que el personaje de Lee Jones es el responsable, desde un lejano exilio solitario en la órbita de Neptuno, de las emisiones magnéticas que arremeten contra la Tierra con resultados catastróficos. Comunicarse con él o, eventualmente, neutralizarlo: Roy McBride se acaba viendo enrolado en una misión análoga a la del capitán Willard, el oficial que remonta un río sembrado de peligros en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) para ejecutar al coronel Kurtz, desvinculado del ejército y enloquecido en lo más profundo de la jungla. Obviamente, en la película de Gray hay una complejidad psicológica mayor, al tratarse de un hijo que viaja para enfrentarse a su padre, como un Edipo cosmonauta. Y Clifford McBride no nos recuerda tanto al oscuro y cruel Kurtz de la película de Coppola como a un capitán Nemo o un capitán Ahab, lobos de mar embebidos como él de ambición que pierden la nobleza como navegantes y el respeto por su tripulación.

Gray compone un film de aventuras de genuino sabor clásico en el que la exploración de los océanos o de la selva es substituida por un sistema solar que, en un futuro no muy lejano, se puede recorrer en vuelos tripulados de solo unas semanas o unos meses de duración. Pero, como pasaba también en Z, la ciudad perdida, el tono no es el de una aventura luminosa a lo El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower, 1951), de Raoul Walsh, sino que está dominado por la “sombría densidad anímica” con la que Martín de Riquer y José María Valverde describen la prosa de Joseph Conrad (1), cuya El corazón de las tinieblas es la base de Apocalypse Now. La aventura de Roy McBride no le conduce a un valioso tesoro sino más bien al corazón de sus propias tinieblas interiores. De hecho, también Z, la ciudad perdida era, por encima de otras consideraciones, un viaje a las interioridades del alma, al germen del afán y la demencia.

Reagrupamientos familiares y toda suerte de reconciliaciones entre padres e hijos y demás catarsis por el estilo recorren generosamente el cine convencional hollywoodiense de las últimas décadas, hasta el punto de haberse convertido en un cómodo caladero de lugares comunes que resulta muy grato tanto a ciertos cineastas como a un cierto público. Lo de Gray, no obstante, es diferente. Se trata de uno de los realizadores norteamericanos que con más agudeza y delicadeza retrata el estado de abatimiento y desorientación en sus filmes; diríamos que es, junto a Kenneth Lonergan, quien mejor nos habla de esa angustia del hombre común en el cine estadounidense de hoy (los extravíos hiperbólicos de los personajes de Paul Schrader son quizás un caso diferente, aunque igualmente punzantes). Pensemos en los hermanos protagonistas de La noche es nuestra (We Own the Night, 2007), marcados también por la personalidad de un padre heroico y ejemplar; particularmente el atolondrado Bobby, que va al reencuentro de la figura paterna con el dolor de un hijo pródigo, y que encarna Joaquin Phoenix, rostro recurrente del tormento interior en el cine de Gray.

Así pues, ahora que el género dramático se ha empobrecido en el cine americano y parece reproducir los tópicos de trazo más grueso de la literatura de autoayuda, un film como Ad Astra supone un logro nada menor en cuanto a sutileza y sensibilidad, por mucho que sus escenas finales —que no desvelaremos, pierda cuidado el lector— parezcan adquirir un tono más convencional en ese sentido. La película de Gray es, además, de belleza singular, tanto por su elegante estilo visual —la planificación transmite eficazmente una íntima melancolía análoga a la del protagonista, preponderan los primeros planos de fuerte expresividad en lugar de esas panorámicas banales de escenarios futuristas tan típicas en la ciencia ficción, y permítaseme destacar el trabajo de Hoyte Van Hoytema, director de fotografía, que aúna belleza y verismo al crear las atmósferas lumínicas del espacio exterior, la Luna o Marte— como por su encomiable sentido del ritmo: un film de tono tan grave como este no da la sensación de tener un ritmo trepidante y, sin embargo, sí lo tiene, pues narra las peripecias del astronauta Roy McBride con un pulso narrativo impecable, y las escenas de acción casan con rara naturalidad con los momentos de introspección del astronauta.

En Ad Astra, conviven con armonía acentos más cercanos al cine de ciencia ficción americano de —paradójica— vocación hiperrealista a lo Stanley Kubrick con tonos procedentes de esa otra ciencia ficción, más ligada al cine de autor europeo, que pone el acento en otros valores. Concretamente, una de las secuencias más fascinantes para este cronista es aquella en la que el protagonista, aislado en una cámara insonorizada, graba un mensaje de voz para su padre mientras observa a través de un vidrio a tres circunspectos técnicos que dirigen la operación: cómo no pensar en las entrevistas de Eddie Constantine con una especie de ventilador parlante manipulado por detrás por técnicos en bata blanca en Lemmy contra Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965), de Jean-Luc Godard. Y ciertos interiores desolados, recortados por la silueta de Brad Pitt, nos recuerdan inevitablemente a otro referente mucho más cercano: las imágenes análogas de Robert Pattinson en High Life (2018), de Claire Denis, un film que, aun siendo muy diferente al de Gray, nos conduce también a la negritud del universo para explorar en realidad las profundidades del alma humana.

Finalmente, como ocurre siempre en el mejor cine americano, por las rendijas del relato parecen colarse síntomas de un sentir colectivo, de un callado malestar. No parece un detalle azaroso que Ad Astra incida tanto en la cuestión de la salud mental: a la enajenación del astronauta extraviado Clifford McBride, se suma la constante fiscalización del estado psicológico a la que es sometido su hijo Roy y, por lo que podemos deducir, todos los viajeros espaciales en ese futuro imaginario. No recuerdo cuándo fue que oí al filósofo Sebastià Serrano pronosticar, en una conferencia, que la inabarcable abundancia de información a la que nos veremos sometidos en un futuro marcado por el desarrollo tecnológico hará particularmente necesario ocuparse de la salud mental de los individuos. Lo saco a colación porque pienso que, efectivamente, la inmensidad de Internet y las redes sociales, un profundísimo universo inmaterial creado por los humanos, ha transformado ya nuestra forma de cognición y nuestra idea de la realidad y de nosotros mismos. Y la paranoia incurable de la sociedad americana —la película, por cierto, arranca con imágenes de cuerpos cayendo al vacío que evocan irremediablemente a las del 11 de septiembre de 2001— no parece encontrar sosiego sino más bien un catalizador en el abismo digital. Ad Astra nos recuerda que, cuando el cine estadounidense pone en escena grandes amenazas contra toda la humanidad, nos está hablando en realidad de una angustia muy castiza. Y ese retrato del abatimiento y la zozobra vital del cine de Gray en conjunto nos invita a reflexionar que, en toda la gran narrativa escrita y filmada, la expresión de lo local y de lo universal van, en el fondo, de la mano.

© Lucas Santos, septiembre de 2019

(1) DE RIQUER, Martín; VALVERDE, José María: Historia de la literatura universal. 2. Del Barroco hasta nuestros días. Barcelona (Gredos), 2018. Pág. 518.