High Life
Polvo de estrellas
Un hombre con un bebé. Solos, aislados en el espacio exterior, más allá del sistema solar. Esta imagen tan concreta fue el germen del que nació High Life (2018) en la mente de Claire Denis hace muchos años. A partir de ahí, la cineasta francesa empezó a desarrollar con su colaborador habitual Jean-Pol Fargeau una historia que anclara la situación concreta que había imaginado, un relato donde extenderla y darle forma. Tratándose de dos personajes, en principio el resultado no tenía por qué ser una película muy complicada, pero la ambientación espacial acabó convirtiéndola en la producción más ambiciosa y difícil de la carrera de la directora; una coproducción internacional, con abundantes efectos especiales y rodada en inglés. Durante la prolongada fase de búsqueda de financiación, incluso le dio tiempo a rodar Un sol interior (Un beau soleil intérieur, 2017), una de sus películas más gráciles y primera colaboración con Juliette Binoche, con quien ha vuelto a trabajar en High Life a raíz de aquello.
Robert Pattinson es el hombre que cuida del bebé tal y como lo imaginó Denis. El actor británico abandonó hace ya un lustro el estatus de estrella juvenil para convertirse en rastreador e impulsor de proyectos de algunos de los cineastas más interesantes del cine actual, pero fue su presencia en las películas de la saga Crepúsculo (The Twilight Saga, 2008-2012) lo que convenció a la autora de la vampírica Trouble Every Day (2001) de que él sería su viajero estelar a la deriva. En manos de la directora –y no solo ante su cámara, pues a Denis le gusta tocar, colocar, rozar y resituar a sus actores mientras última la puesta en escena–, el cuerpo de Pattinson adquiere la presencia de una figura mitológica. Capaz de quitarse, con la misma pesada elegancia con la que un caballero medieval se despoja de su armadura, un traje espacial singularmente extemporáneo, a medio camino entre las texturas de los cosmonautas soviéticos y las formas circulares del equipamiento de los tebeos de Tintín en la Luna.
Cuando empieza High Life vemos, en efecto, a este astronauta solo con un bebé. El adulto está fuera del vehículo espacial, arreglando algún panel exterior, mientras la pequeña balbucea dentro, a través del sistema de radio, y observa unas pantallas en las que se muestran imágenes de la nave y fragmentos de In the Land of the Head Hunters (1914), una película muda del etnólogo Edward S. Curtis sobre los nativos americanos kwakiutl.
Si bien la historia de High Life está ambientada en el futuro, en estos momentos iniciales todavía no sabemos cuánta distancia temporal separa nuestro tiempo del de los protagonistas. Después sabremos, como suele suceder en el cine de Claire Denis, que esa pregunta ni siquiera posee relevancia. Ellos están demasiados años luz lejos de nosotros como para que sea importante. La presencia de la película de Curtis a bordo de la nave, como la mayoría de la cuestiones concretas del funcionamiento del vehículo o la finalidad de la misión de sus ocupantes en busca de nuevas formas de energía mientras investigan cuestiones de la reproducción humana, quedarán en un espacio elíptico, quizás entre los afilados cortes de plano del montaje de Guy Lecorne, tan inclementes como suele ser marca de la casa en sus colaboraciones con la cineasta francesa.
Antes de que aparezca el título del film –en un hermoso pero truculento plano de terror espacial– ya sabemos que los compañeros de tripulación de Pattinson están muertos. Eran convictos, prisioneros de una cárcel espacial que eligieron esta manera de afrontar sus condenas a cadena perpetua. Cómo llegaron allí él, los personajes encarnados por Mia Goth, Agata Buzek, Lars Eidinger o André Benjamin (más conocido como el rapero André 3000 del dúo OutKast) no termina de quedar demasiado claro. Ni qué papel exacto juega en el asunto la doctora a la que da vida Juliette Binoche, obsesionada con el sexo, la procreación y el silabeo sensual. Parte de ello es apuntado, o más bien sugerido, en breves flashbacks del pasado de los personajes, rodados en 16mm en bosques de Polonia, mientras que la conversación entre una estudiante y un científico a bordo de un tren sirve para transmitir algunos aspectos de la misión-encarcelamiento; por cierto, se trata de una réplica exacta de la disposición del diálogo con el filósofo Jean-Luc Nancy ofrecido por Denis en su participación dentro del largometraje colectivo Ten Minutes Older: The Cello (2002).
Pero de lo que no hay ninguna duda es de que Claire Denis observa, compartimenta y filma a cada uno de esos actores con la dedicación observacional de fenómenos naturales. Son cuerpos humanos, claro, cada uno con un físico singular realmente marcado cuyos atributos parecen esculpidos al aparecer en pantalla; ya sean los ojos redondos de Goth, las vértebras prominentes de Buzek, los tatuajes de Eidinger o los bucles de la larga melena morena de Binoche. Aunque la fisicidad y el esplendor de la carne parecen temas de análisis obligatorios cuando se trata del cine de Denis, hay que recordar cómo la cineasta les da un espacio nada gratuito en sus películas. “Una vez leí que me gusta filmar cuerpos. ¡No es así! Pero, cuando tomas a alguien, esa persona tiene un cuerpo. Tiene pies, manos, pelo, pechos, culo… todo eso es parte de lo que importa”, ha dicho ella misma (1)↓.
Y todas esas partes de lo que importa tienen su hueco en High Life. La convivencia entre los habitantes prisioneros de la nave es una cuestión de cuerpos en tensión y en reposo, con ataques de violencia y con ataques de deseo. La sangre fluye, las heridas se rajan y las caras se golpean, en una colección de situaciones insostenibles que condensan la convivencia en dolor y sexo. ¿No hay vía de escape posible? Cada personaje intenta la suya: Pattinson mediante el celibato, André entregando sus moléculas a la naturaleza siguiendo una vía de aceptación trascendente similar a la de Tessa Thompson en Annihilation (Alex Garland, 2018), Binoche sacudiéndose ante las embestidas de un dildo mecánico en el interior de la cabina sexual que todos usan en la nave, y que supura sin parar fluidos de placer. Dentro de dicho artilugio cronenbergiano tiene lugar el éxtasis de la doctora, un cuerpo en control de su deseo, que se retuerce de espaldas recortado ante la nada, hasta percibirse como una abstracción de carne, movimientos pélvicos y músculos cual reflejo fantasmagórico del Philippe Grandrieux de Meurtrière (2015).
Si bien High Life podría ser la película de ciencia-ficción más sexual desde Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), su tema fundamental parece ser la paternidad, o quizás la responsabilidad de la fertilidad cuando se tiene la capacidad de engendrar nueva vida. La narración, sinuosa pero compartimentada por bloques a la manera de la maciza estructura de la nave espacial diseñada por el danés Olafur Eliasson, plantea las caras de un poliedro dejando que nosotros las coloquemos de la manera más adecuada. Lo mismo sucede con el planteamiento del final, desplegado tras una imperiosa elipsis –marcada por otra irrupción de fluido corporal, no podía ser de otra forma– que marca el tercer gran tramo temporal de la película. Cuando Pattinson y su acompañante se asoman al cosmos, lo que ven guarda una gran similitud con la anterior colaboración entre Denis y Eliasson: el cortometraje Contact (2014).
En 2014, la cineasta grabó esta pieza de luz y misterio en la instalación homónima del artista en la Fundación Louis Vuitton de París. La confluencia nació del interés de ambos en fenómenos naturales sobre los que todavía nos falta mucho por saber, como los agujeros negros. Precisamente, uno de los objetivos de exploración de la tripulación de High Life. Si las hermosas y apabullantes estampas cósmicas de la película proceden del trabajo puntero de la compañía de efectos visuales BUF, la imagen definitiva mantiene la sencillez de una línea de luz que crece sobre un vacío negro.
En Contact, Denis ya trabajó con el director de fotografía Yorick Le Saux, que en High Life toma el relevo de su fiel colaboradora Agnès Godard. Otro dato que, unido a la persistencia de Stuart Staples al frente de la música, y en esta ocasión también del diseño de sonido que confiere a los ambientes de la nave espacial una personalidad propia, como si de un organismo vivo se tratara, refuerzan los lazos de unión entre estas dos obras, casi a modo de boceto y posterior ampliación. La unión de dos imágenes: un adulto con un bebé a solas en el espacio exterior y un rayo de luz dentro de un agujero negro; más una gran cantidad de fluidos corporales con los que ensamblar el conjunto. ¿Acaso hace falta algo más para sintetizar la existencia humana en el cosmos?
© Daniel de Partearroyo, septiembre de 2018
(1)↑ Declaraciones en el IFC Center de Nueva York, recogidas en el artículo The Fearless Cinema of Claire Denis escrito por Alice Gregory en The New Yorker. https://www.newyorker.com/magazine/2018/05/28/the-fearless-cinema-of-claire-denis