Z, la ciudad perdida

La Amazonia y la selva interior

 

Sucedáneos y referentes de un género maltratado

Un claro síntoma de la infantilización que el cine de espectáculo viene experimentando en los últimos tiempos lo encontramos en un género, el de aventuras, que si en los años treinta, cuarenta o cincuenta era fundamental, ahora, si nos atenemos a la calidad de sus producciones más recientes, tiene algo de residual a nivel artístico. Con sus altos y bajos, el musical, el western o, sobre todo, el thriller (hermano actual del policíaco o del cine negro clásicos), han demostrado su adaptabilidad a los nuevos tiempos; sin embargo, si por algo se ha caracterizado en las últimas décadas ese cine de aventuras cuyos referentes contemporáneos serían multimillonarias (y olvidables) sagas del estilo de El hobbit (The Hobbit, 2012-2014), de Peter Jackson, Piratas del Caribe (Pirates of the Caribbean, 2003-2017), de Gore Verbinski, Rob Marshall, Joachim Rønning y Espen Sandberg, Tomb Raider (2001-2018), de Simon West, Jan de Bont y Roar Uthaug, o La búsqueda (National Treasure, 2004-2007), de Jon Turteltaub, ha sido precisamente por su incapacidad para entregar una obra de auténtica valía —lo que no implica que existan aportaciones más serias, caso de la premiada aunque mediocre El renacido (The Revenant, 2015), de Alejandro González Iñárritu, propuesta más genuina que las anteriores pero demasiado ensimismada en su envoltorio visual, la interesante pero fallida Camino a la libertad (The Way Back, 2010), de Peter Weir, o incursiones tan particulares y dignas como Rescate al amanecer (Rescue Dawn, 2006), La reina del desierto (Queen of the Desert, 2015) y Salt and Fire (2016), las tres de Werner Herzog—.

Fotogramas de Camino a la libertad (Weir) y La reina del desierto (Herzog)

Afortunadamente, el avispado James Gray encontró varios años atrás un material afín a sus intereses que, adicionalmente, escondía en su interior la semilla para una apasionante aventura capaz de suscitar todo tipo de reflexiones filosóficas por medio de las angustiosas y obsesivas peripecias reales del explorador británico Percival Harrison Fawcett, un individuo —de quien recomiendo su libro A través de la selva amazónica, publicado por Ediciones B en 2008— que, vaya por donde, sirvió como inspiración, junto a otros personajes propios de la ficción cinematográfica, para la creación del icónico Indiana Jones. Por mucho que Gray haya adaptado el ensayo periodístico La ciudad perdida de Z, de David Grann (editado por Random House Mondadori en 2011), el interesado por lo que propone Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016) no debería desdeñar la lectura de los manuscritos originales de Fawcett, de donde el cineasta toma prestadas esas estrofas de El explorador (1898), de Rudyard Kipling, que le permiten definir con precisión la psicología de su protagonista —además de resumir con inteligencia aquellos tramos del viaje que, efectuados a pie, preceden a su primera estancia en la selva—.

Significativamente, una buena prueba de que la película puede ser entendida como la antítesis (o, si se prefiere, como la versión madura y realista) de las aventuras de Indiana Jones la constituye el hecho de que Gray apenas demuestra el menor interés por exhibir el dinamismo visual o concebir el acostumbrado clímax narrativo explosivo que caracterizan a los referentes más famosos del género, y se  decanta inesperadamente por una constante interrupción de las aventuras selváticas de Fawcett —quien, con objeto de recaudar fondos para su labor, se ve obligado a regresar de forma puntual a la civilización—, una decisión que, siendo fiel al libro de Grann, se muestra contraria a los postulados del cine comercial, siempre tan pendiente de preservar la excitación del espectador durante todo el metraje.

Una fotografía del verdadero Fawcett en una de sus expediciones

Nos encontramos, por tanto, más cerca de cierto territorio transitado por el cine de aventuras clásico, o, salvando todas las distancias que se quieran, por algunos exponentes del género rodados en los años noventa o principios de la década siguiente, caso de la entretenida pero insuficiente Los demonios de la noche (The Ghost and the Darkness, 1996), malograda por la formularia puesta en escena de Stephen Hopkins; la atractiva y vigorosa El guerrero nº 13 (The 13th Warrior, John McTiernan, 1999), que vendría a ser un ejemplo de ese cine de aventuras concebido como espectáculo al que me refería antes; la interesante Las montañas de la luna (Mountains of the Moon, 1990), de Bob Rafelson, en cuyo recorrido es posible encontrar estimulantes puntos de contacto con la película de Gray; la notable Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003), de Peter Weir, o incluso, si me apuran, de esa visión introspectiva (y metafórica) del género que representa El cielo protector (The Sheltering Sky, 1990), de Bernardo Bertolucci, obra tan cargante y pretenciosa como otras de su autor pero cuyo fascinante escenario desértico, al igual que ocurre con el selvático de Z, la ciudad perdida, conduce inevitablemente a sus protagonistas, a pesar de los peligros que estos ya saben que les acechan, hacia la locura o la muerte. Son espacios que, por así decirlo, parecen hechos a la medida de la obsesión de los personajes.

Y, por descontado, nada más sencillo que relacionar a Z, la ciudad perdida con Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) o Fitzcarraldo (1982), dirigidas por Werner Herzog (1), o con Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, cineasta reverenciado por Gray, e incluso con la reciente y fascinante Silencio (Silence, 2016), de Martin Scorsese, epopeya jesuita que no solo tiene algunas similitudes con El corazón de las tinieblas (1899), la novela de Joseph Conrad que sirvió de inspiración para Apocalypse Now, sino que coincide con la de Gray en su inicio. Ambas películas arrancan con una pantalla en negro sobre la que se escucha un determinado leitmotiv sonoro (grillos y cigarras en el caso de Silencio; atmósfera típica de la jungla mezclada con un fragmento de la banda sonora en el de Z, la ciudad perdida) y luego siguen con una estilizada imagen inspirada por igual en el imaginario del film de Coppola (la ominosa silueta de un soldado japonés cuya figura, enturbiada por las emanaciones sulfurosas de unas fuentes termales, permanece estática junto a un par de cabezas cercenadas en el caso de Scorsese, y la estampa nocturna de unos indígenas que, iluminados al contraluz por un pebetero en llamas, posan frente a la cámara en el de Gray). Pero también es recomendable saber ver más allá de esos referentes (deliberados o casuales) y pensar en otros títulos del género que consiguieron retratar la enfermiza obsesión de unos exploradores: pienso, por ejemplo, en Scott of the Antarctic (1948), de Charles Frend, notable recreación del empeño que el británico Robert Falcon Scott puso por alcanzar antes que nadie el Polo Sur en la Antártida —en su tercio final Frend describe con minuciosidad las consecuencias que el atroz clima de la zona tuvo para el equipo—, en la antes citada Las montañas de la luna, que recrea el empeño de Richard Francis Burton y John Hanning Speke por encontrar las fuentes del Nilo, o en la sobradamente conocida Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean.

Los personajes de Charlie Hunnam (Percy Fawcett) y Henry Costin (Robert Pattinson) en Z, la ciudad perdida

En este último caso, cabe recordar que, en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial, el principal objetivo de T.E. Lawrence era, precisamente, unificar a las tribus árabes para que estas se enfrentaran luego contra los turcos. De ese modo, los conceptos de civilización y barbarie, puestos en entredicho y respectivamente identificados, en teoría, con los ingleses y los árabes, veían relativizado su significado. Algo parecido ocurre con el Fawcett de Z, la ciudad perdida, alguien a quien su aventura selvática, al igual que ocurría con la desértica de Lawrence, le llega casi por casualidad (o por cumplimiento de un destino, como se insinúa en varias ocasiones, especialmente durante la sesión de espiritismo celebrada por una médium rusa en las trincheras del río Somme, circunstancia que propicia una evocación mental que incluso permite a Gray transfigurar de un plano al siguiente el espacio que rodea a los personajes, pasando de uno cerrado y claustrofóbico a otro igualmente agobiante pero selvático), siendo su principal objetivo cartografiar de manera imparcial los territorios de la selva amazónica que establecen los límites de Bolivia y Brasil para, de ese modo, evitar que ambos países entren en guerra a causa del comercio del caucho.

 

Forastero en tierra extraña

Si Apocalypto (2006) se iniciaba con una secuencia de caza que permitía a Mel Gibson resumir el contenido entero de su aventura maya, Gray procede de manera similar pero con intenciones quizá no tan globales. En su caso, la elegante y calculada caza de un ciervo a manos de unos militares, filmada con indiscutible vigor por el realizador, deviene tanto una pragmática manera de presentar a Fawcett, definiendo de un plumazo la audacia del personaje, como un efectivo modo de establecer el discurso central del filme, que girará en torno a dos conceptos tan difusos y resbaladizos —además de separados por pura conveniencia— como los de civilización y primitivismo (o barbarie). De ahí que el espectáculo de abatir a un animal por mero deporte y no por necesidad se erija a ojos del espectador en un acto frívolo e innecesario pero también harto significativo. Sin embargo, Gray, de forma inteligente, aludirá en dos ocasiones posteriores a semejante acontecimiento: primero cuando el propio Fawcett emplee su habilidad con las armas de fuego para, en un momento de auténtica necesidad, matar a un jabalí que servirá de alimento a los hombres de su primera expedición —afectado por el hambre y el cansancio, uno de ellos incluso creerá que el animal es fruto de una alucinación—; y, mucho más tarde, cuando, durante una tranquila jornada de caza desarrollada en la campiña, su primogénito Jack (Tom Holland) le demuestre que es capaz de acertar a un conejo en movimiento —detalle que señala un cambio de paradigma en la masculinidad y/o rudeza de sus respectivas generaciones; consciente de ello, Jack admitirá ante su padre que, a pesar de la diferencia de edad, la fuerza de su progenitor sigue siendo superior—.

Un encuentro de Fawcett con los indígenas

Pero la astucia del realizador no acaba ahí. Semejante forma de hacer progresar el relato también le servirá para construir una trama secundaria que presenta al explorador James Murray (Angus Macfadyen) como antagonista (o reverso endeble) de Fawcett. Veamos. En un primer momento, cuando viaja en tren con su ayudante Henry Costin (Robert Pattinson), Fawcett escucha cómo su acompañante lee en un periódico que la expedición a la Antártida en la que ha participado Murray, liderada por Shackleton, ha culminado con éxito. Dicha información, retenida de manera subconsciente por el espectador, se verá refutada durante la segunda expedición selvática del protagonista, cuando, alejado del frío polar, el experimentado y heroico Murray se revele más débil de lo esperado. En consecuencia, un determinado círculo narrativo se ve completado cuando, en plena incursión bélica en el marco de la Primera Guerra Mundial —escenario que permite seguir profundizando en los conceptos de civilización y barbarie—, Arthur Manley (Edward Ashley), otro colaborador de Fawcett, lee también en un periódico que Murray ha fracasado en su nueva expedición, cuyo objetivo no era otro que el territorio Ártico. Haciendo alarde de su ironía británica, el explorador no puede evitar decir que, dadas las características del tipo en cuestión, no sería mala idea ir avisando a los esquimales… La contraposición del éxito y el fracaso de Murray permiten a Gray evidenciar que la ciega determinación de Fawcett, así como su valentía y desprecio por la muerte, no están al alcance de cualquier aventurero: en eso, su película también coincide con el Silencio de Scorsese, cuyo protagonista, el jesuita Rodrigues (Andrew Garfield), exhibe una entereza tan obsesiva como, si se quiere, egoísta —además de genuinamente scorsesiana—.

Una escena de caza explica bien el vínculo entre padre e hijo en el film de Gray

En sintonía con lo anterior, Gray estructura de un modo ejemplar todo lo relativo a las tensiones paterno-filiales, cuestión esta que, junto a los conflictos fraternales y el modo en que el entorno familiar determina el rumbo de cualquiera de sus miembros, vertebra el conjunto de su filmografía: si al principio del filme, durante su primera reunión con los responsables de la Royal Geographical Society, quienes le presentan su misión como una oportunidad de mejorar la (mala) reputación familiar, Fawcett señala que él no llegó a conocer a su padre, hacia la mitad del metraje será su hijo Jack quien exhiba su frustración por las reiteradas ausencias de su progenitor, que le han impedido llegar a conocerle. Sin embargo, ambos consumarán un misterioso destino familiar al final de la película… Y, siguiendo ese mismo método que le permite dar una organicidad absoluta a su propuesta, el cineasta utiliza a Costin para expresar una determinada idea: si al principio, sintiéndose libre de compromisos familiares, el personaje acepta participar en las aventuras de Fawcett con una complicidad directamente incondicional, al final, tras haber sido testigo durante sus expediciones de la obsesión que domina a su compañero —y que le arrastra a intentar descubrir una ciudad perdida que bien podría no existir, lo que justifica numerosas referencias a ese mítica ciudad (o espejismo) de El Dorado que incluso inspiró un poema de Edgar Allan Poe—, así como del elevado precio que ha terminado pagando por ello, Costin rechaza acompañarle en su tercera y definitiva exploración de la Amazonia porque después de la Primera Guerra Mundial se ha casado y tenido un hijo, razones ambas por las que no quiere incurrir en la misma clase de error. Por todo ello, la cámara de Gray irá centrando pertinentemente su atención en las elocuentes miradas que el fiel Costin dedicará a Fawcett en reveladores instantes de sus aventuras: todas ellas sirven para ilustrar que la transformación del personaje se va dando de forma gradual y por medio de la reflexión.

 

Filmando la aventura

Ese interés por ir conectando a nivel dramático el conjunto de la historia también se puede extrapolar, evidentemente, al apartado visual. Gray utiliza de forma particularmente inspirada las cortinas o velos de aire caliente que, situados en primer término visual, enrarecen o vuelven directamente irreales diferentes —pero hasta cierto punto coincidentes— momentos del filme que se despliegan en el siguiente orden: la visión del experimentado Murray padeciendo los efectos de la jungla, una imagen distorsionada que, aunque no adopta la subjetividad, se corresponde con el balbuciente estado de ánimo del personaje, que ni mucho menos esperaba algo similar; el ataque indígena a la balsa de Fawcett y sus hombres, que también se produce durante la segunda expedición (un solo plano justo antes de que el grupo empiece a cantar una canción patriótica inglesa, conocida como Soldiers of the Queen, que apacigua a los indígenas de un modo que recuerda a cuando Fitzcarraldo hacía lo propio reproduciendo en un gramófono la voz de Enrico Caruso; Gray también parece tomar prestado del filme de Herzog el uso del ballet Daphnis et Chloë); la inmediatamente posterior llegada a la aldea de los caníbales, que se ve precedida por la temblorosa imagen de unos cráneos humanos calcinados; el instante, antes mencionado, en el que una médium rusa anima a Fawcett a trasladarse mentalmente a la selva, situación que comporta una transfiguración del espacio que rodea a los personajes y que propicia una imagen, similar a las anteriores pero fruto ahora de la autosugestión inducida por la mujer, que revela al protagonista el aspecto de unos indígenas que todavía le resultan desconocidos (2); el momento en el que Fawcett infunde valor a los hombres de su brigada, ocultos en una trinchera, justo antes de que todos ellos se vean inmersos en la terrible batalla del río Somme, en la que muchos perecerán…; o, ya en el tramo final de la película, tres imágenes que el espectador contempla de forma más concentrada: una durante la confraternización que Fawcett y su hijo llevan a cabo con los primeros indígenas que se encuentran en la tercera expedición —tal vez porque, como la propia realidad no tardará en demostrar, el optimismo que desprende la situación tiene algo de ilusorio—; otra cuando, poco después, Fawcett y su hijo se ven forzados a huir de los miembros de una peligrosa tribu; y la tercera cuando los indígenas que tal vez puedan mostrarle su ansiada ciudad de Z son captados por la cámara mediante una sugestiva toma nocturna, nuevamente distorsionada por un velo de calor, que les dota de un indefinible misterio.

La película de James Gray está bellamente fotografiada por Darius Khondji

En otro orden de cosas, Gray también concibe un par de elipsis, a buen seguro influenciadas por las más famosas de Lawrence de Arabia o 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick —me refiero, por supuesto, a la cerilla encendida que, en el primer caso, introduce una nocturna imagen del desierto en la que el horizonte empieza a verse inflamado por un sol naciente, y al hueso lanzado al aire que, en la segunda, precede a un plano de una nave espacial flotando en el espacio, ocurrencia que resume de un plumazo varios millones de años de evolución—, para insinuar que determinados episodios de la vida de Fawcett se desarrollan de forma tan abrupta como inevitable. La primera tiene lugar cuando el protagonista, habiéndose encontrado con Costin en el buque que les lleva hacia Sudamérica, vierte el contenido de la petaca de este sobre la pica de un lavabo. El deslizamiento horizontal del chorro de alcohol permite al realizador cortar repentinamente hacia una toma que introduce el siguiente medio de transporte que los aventureros utilizarán: un tren que, prolongando el movimiento del líquido, cruza igualmente la imagen de derecha a izquierda.

La segunda elipsis que nos interesa no se produce hasta que el filme alcanza su tercio final y se caracteriza, en esta ocasión, por la verticalidad de aquellos elementos visuales que ayudarán al realizador a sugerir que la vida del inglés se ha deslizado, sin aparente solución de continuidad, desde un conflicto familiar a otro de tipo bélico. En consecuencia, tras haber discutido amargamente con su hijo Jack, quien le reprocha sus repetidas ausencias en el hogar, Fawcett aparece encuadrado por delante de una lanza que, a modo de recuerdo, decora la casa familiar. De forma casi instantánea, Gray corta la imagen e introduce un nuevo plano cuyo interés queda inicialmente acaparado por la punta de una espada que permanece clavada en el suelo de un campo de batalla, el de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, que para Fawcett representará otro tipo de (peligrosa) aventura.

Kubrick, cineasta admirado por Gray, también propicia otros dos homenajes, uno que remite igualmente a 2001 (el Fawcett viejo que, hacia el final de Z, la ciudad perdida, contempla a su yo más joven, lo que recuerda al progresivo envejecimiento que, de un plano al siguiente, el doctor Bowman experimenta en el clímax de la epopeya espacial), y el otro a la inigualable Barry Lyndon (1975) (la disputa final que Fawcett y Murray libran sentados alrededor de una mesa, instante que, tanto por la particular idiosincrasia british que revelan sus irónicos diálogos como por la inclinación musical de la banda sonora, hace pensar en los enfrentamientos que Redmond Barry sostenía, en el primer tercio de la película de Kubrick, con el capitán John Quin).

La selva es un personaje más de Z, la ciudad perdida

Tampoco merece despreciarse la oportuna forma con que el cineasta inserta a lo largo de su película diversos fragmentos, generalmente breves, que reflejan la brecha, progresivamente más grande, que Fawcett percibe (de manera subconsciente) entre su vida familiar y sus expediciones en la Amazonia. Si durante su primer viaje este sentimiento propicia un flash mental que adquiere la forma de una fugaz (y bucólica) imagen de su pequeño hijo Jack visto por una cámara que permanece alejada de él, circunstancia que parece corresponderse con los sentimientos que el protagonista incuba en su interior, en un crucial momento de la segunda expedición la vida y la muerte parecen yuxtaponerse para el aventurero cuando, tratando de apaciguar a unos indígenas que les atacan mientras descienden por un río, Fawcett observa cómo una larga flecha se clava en el diario que sostiene frente a su rostro, situación que le hace repentinamente consciente de que ha estado a punto de perder la vida y razón por la que la misma parece detenerse un instante para él permitiéndole pensar en aquellos acontecimientos que se ha estado perdiendo: la vida con su esposa y el bautizo de su segundo hijo, al que todavía no conoce. De igual modo, cuando un ataque con gas cloro consigue poner punto y final a su participación en la batalla del Somme —incursión bélica que permite a Gray un pertinente y selectivo uso de la cámara en mano, así como de una toma, reminiscente de otras similares vistas en Malas calles (Mean Streets, 1973), Toro salvaje (Raging Bull, 1980) y El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), todas de Martin Scorsese, en que la cámara se tuerce noventa grados para recoger la caída al suelo de un inconsciente Fawcett—, la cámara del realizador insiste en la anterior idea contraponiendo ahora la posibilidad de la muerte al anhelo, tal vez frustrado para siempre, de poder regresar a la Amazonia para consumar de manera definitiva su anhelada búsqueda de Z, aspiración representada en esta ocasión por un dibujo de la selva probablemente realizado durante sus momentos de ocio en las trincheras. En consecuencia, puede decirse que los principales deseos del protagonista (vida familiar y exploración) se ven amenazados de manera constante por la certeza de la muerte y las diferentes formas con que esta se manifiesta.

La certeza de la muerte acecha al protagonista del film de James Gray

En singular armonía con lo anterior, cuando al final de la película Fawcett y su hijo emprenden un viaje en tren con motivo de una nueva expedición, un par de fugaces travellings de retroceso —que se alejan de las camas en que la mujer y los hijos del protagonista duermen plácidamente— insinúan una despedida, acaso definitiva, de su familia. Por mucho que semejante idea de montaje suponga un homenaje nada oculto a Los inútiles (I vitelloni, 1953), de Federico Fellini —filme italiano que también ha obsesionado a Scorsese, como bien demuestran determinados instantes de ¿Quién llama a mi puerta? (Who’s That Knocking at My Door, 1967) y Malas calles, o incluso ciertos travellings de alejamiento, similares a los que aquí interesan, presentes en Kundun (1997)—, lo que verdaderamente importa es lo que permite augurar: ahora sí que no parece existir marcha atrás alguna para el personaje, cuyo último viaje tal vez le vaya a permitir sellar su inescrutable destino.

Por otro lado, si al finalizar la secuencia inicial Fawcett brindaba por su exitosa caza del ciervo con unas inquietantes palabras que le definían como alguien temerario —“Por la muerte. Que es la sal de la vida”—, poco antes de que su marido e hijo partan juntos hacia la selva Nina (Sienna Miller) apuntalará con una certera frase la particular idiosincrasia de la familia: “Nunca dejamos que el miedo determine el futuro”. Se identifique uno con ella o no, lo cierto es que su reflexión —un auténtico manifiesto de libertad— parece fruto del irrenunciable espíritu aventurero que les caracteriza. Ese mismo que Gray, con su brillante película, ha sabido recrear de forma tan precisa. En su afán por instaurar desde el principio un tono narrativo acorde con ello, no resulta casual que el realizador empiece Z, la ciudad perdida con una caza —acontecimiento tan representativo del cine de aventuras—, prosiga con el intento de robo que Fawcett sufre en un buque y que logra evitar con su pistola, y continúe con una misteriosa persecución, desarrollada en el mismo espacio, que culmina con el descubrimiento de que su desconocido acechador, al que finalmente coge desprevenido, no es otro que un alcoholizado Henry Costin que, a su vez, pretendía constatar que el temple de Fawcett era el apropiado para afrontar los peligros que les esperaban.

Sienna Miller interpreta a Nina Fawcett, la mujer del protagonista

De forma no menos rigurosa, Gray pone fin a cada uno de los viajes emprendidos por el protagonista coincidiendo con el descubrimiento de nuevos indicios de la existencia de Z. Si en el primer viaje es el ataque de un puma el que hace retroceder apresuradamente al grupo justo cuando la inesperada aparición de vasijas antiguas anima precisamente a investigar —lo que hace pensar en el tigre que, en Apocalypse Now, hacía regresar rápidamente a su lancha a Jay ‘Chef’ Hicks (Frederic Forrest) y al capitán Benjamin L. Willard (Martin Sheen) cuando se encontraban recogiendo mangos en la selva—, en el segundo son la repentina crecida de un río y el hecho de que Murray, antes de desaparecer, haya vertido aceite de parafina en las últimas provisiones que les quedaban, los que impiden que Fawcett se adentre en lo que a todas luces parece una construcción antigua engullida por la selva. Por todo ello, no resulta extraño que en el tercer viaje el relato alcance su clímax aventurero con una enigmática desaparición que evita materializar el destino de los personajes: ¿han muerto Fawcett y su hijo a manos de unos indígenas que previamente les han protegido de una tribu sanguinaria? ¿O acaso esa especie de ritual con que les han estado preparando supone la puerta de entrada a los arcanos de la ciudad perdida de Z?

Sea como fuere, años después de su desaparición Nina recibe de manos de un brasileño una brújula, perteneciente a su marido, que Fawcett prometió enviar a Sir John Scott Keltie (Clive Francis) en caso de alcanzar su objetivo, insinuando además en aquella ocasión que, de lograrlo, tal vez no regresaría a la civilización. Si bien al serle entregado el objeto Sir John no puede evitar mostrarse intrigado al respecto, Gray deja suspendido el significado de su reacción finalizando su película con un arriesgado plano cuya configuración hace pensar en el que ponía fin a El sueño de Ellis (The Immigrant, 2013): Nina desciende las escaleras de la Royal Geographical Society y, al salir del edificio, su figura, que aparece reflejada en un gran espejo, se interna en un jardín (o invernadero) cuya tupida vegetación retrotrae inmediatamente a la de la selva, como si con semejante imagen el realizador insinuara que, durante lo que le quede de vida, la mujer permanecerá inmersa —de forma exclusivamente mental— en ese mismo espacio que sedujo a su marido hasta el punto de, tal vez, haberse fusionado (o mimetizado) con él.

Jack Fawcett (Tom Holland) viajará con su padre al Amazonas

Bien respaldada por la magnífica (y pictórica) fotografía de Darius Khondji, la excelente banda sonora de Christopher Spelman, la ecuánime labor de un ajustado plantel de actores —incluso el tan criticado Hunnam demuestra que su registro, sobrio pero no inexpresivo, contiene valiosos matices dramáticos— y un constante despliegue de sutiles ideas de puesta en escena, Z, la ciudad perdida es una apasionante propuesta, además de una ejemplar y reflexiva película de aventuras, que retrata con acierto el contexto íntimo del explorador y que demuestra que, toque el género que toque, Gray, tan obstinado como el propio Fawcett, sigue nadando a contracorriente. A tenor de la breve información que por el momento circula sobre el siguiente eslabón en su filmografía, una epopeya espacial bautizada como Ad Astra que en principio protagonizará Brad Pitt, actor que, al igual que Benedict Cumberbatch, estuvo en algún momento vinculado al personaje de Fawcett, el realizador, qué duda cabe, seguirá siendo fiel a sus intereses y al cohesionado cuerpo de su filmografía. Este es su resumen argumental: “Un ingeniero del Cuerpo del Ejército busca a través de la galaxia a su padre, desaparecido veinte años atrás en una misión para encontrar vida alienígena”.

 

© Óscar Navales, mayo de 2017

 

(1) En el caso de Fitzcarraldo, Herzog recrea las peripecias de Brian Sweeney Fitzgerald, personaje ficticio inspirado en la figura real de Carlos Fermín Fitzcarrald. Ahora bien, en los capítulos 8 y 17 de su libro, Grann ya menciona en varias ocasiones la extravagante Ópera de Manaos, un edificio “prefabricado en Europa y trasladado por piezas en barco a lo largo de más de mil quinientos kilómetros por el Amazonas”, que no por casualidad Fitzgerald pretende imitar en Iquitos.

(2) En la escena de la médium se prefigura el encuentro de Fawcett con los miembros de una tribu que, al final de la película, le prepararán —por medio de un ritual iniciático que Gray visualizará apoyándose en una serie de fundidos encadenados que impondrán un determinado tempo y que contribuirán a dotar de irrealidad, o incluso de onirismo, a ese subyugante tramo final— para afrontar su inevitable —y enigmático— destino.