Las malas hierbas (2)

Por favor, sed felices

 

A Sergi, el mejor escritor de cine que conozco, la disculpa que le debo.

 

Europa se ha vuelto gris o en escala de grises y azules. Colores fríos, todos. No hay que confundirlos con la oscuridad, nada que ver. De hecho hay mucha luz en las películas europeas de las últimas décadas, una luz excesiva que nos ciega, quizás desde Kieslowski (que todavía guardaba tonos intensos de colores cálidos que parecían a punto de fundirse) o incluso antes. La luz es una cuestión política: en nuestras democracias occidentales se reivindica como imagen de la certeza, donde todo es demostrable, comprensible, objetivo. Científico.

Ya conocemos la vieja división griega que definía lo apolíneo como aquello armónico, inmutable, carente de brusquedad. Apolo, el símbolo de la guía y la luz, que era masculino. Lo opuesto era lo dionisíaco, la oscuridad donde todo se volvía complejo, difícil de definir, pasional y nunca racional. Dioniso, el símbolo del arrebato, que era de una extraña masculinidad, masculino-femenino. A este hemos perdido con todo lo que era el cambio y la fuerza instintiva, y sin quererlo hemos abrazado el estancamiento.

Se han perdido aquellas paletas de colores intensos de los sesenta y los setenta, ahora sí sombra y potencia roja, azul, amarilla como en Godard. Recuperarlos es incluso insoportable y da lugar al esperpento, películas que no son tal cosa sino reivindicaciones ultraconservadoras de una inocencia ya imposible. Me refiero por supuesto a Amélie y derivados, pero no hablo con odio, solo me hacen sentir triste.

Las películas de Resnais se han vuelto extrañas a partir de los años noventa. Quizás la primera, ese juego complejo y apasionante que es Smoking/No smoking (1993) pueda entenderse como una parábola política en la Europa posterior al Muro de Berlín, pero después todo se vuelve inasible, cada vez más inasible hasta Las malas hierbas (Les herbes folles, 2009). El pastiche, el musical, las historias cruzadas y los significados superpuestos se balancean entre lo irreal y lo tremendamente expresivo de un estado moral superfluo y rimbombante. El nuestro, claro, el de una Europa que ha visto convertir sus sueños en realidad, lo peor que puede pasar en este mundo.

La historia que cuenta Las malas hierbas empieza en Auschwitz, por supuesto, en 1955, con un plano que traspasa la barrera del campo de concentración mientras una voz afirma: “Ahora solo la cámara se mueve por este espacio”. Es el principio de la modernidad cinematográfica, la afirmación de la cámara como un objeto con capacidad de influir sobre la realidad, mucho más allá del espectáculo. Una verdadera conciencia. Creo que alguien ya lo ha dicho antes: la historia que cuenta Las malas hierbas también termina con un lento travelling en avance sobre la hierba descuidada, prácticamente igual que los planos que abrían Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955). Y apenas una imagen más. Esto es significativo. Me importa poco si es una casualidad, porque el cine de Resnais está hecho de arrebatos, es una de las pocas muestras que quedan de lo puramente dionisíaco en nuestra Europa. Y es en ese ámbito donde nace lo inexplicable, lo aplicable solamente al alma humana, terreno donde –decía Houellebecq- “La literatura lleva varios cuerpos de ventaja a la ciencia” (1). Una cuestión, por supuesto, política.

El mismo director que abrió la veda de la modernidad es la expresión de su fracaso. Sus películas se han vuelto recargadas e impostadas, también inexplicables. Los personajes cantan y se enamoran por azar; cualquier imagen, nunca la que debería, es susceptible de convertirse en un símbolo. Vemos, al comienzo de Las malas hierbas, cómo un ladrón roba el bolso de Marguerite (Sabine Azéma) y entonces hay un plano magnífico: el del bolso volando en un lento travelling, sujeto de la mano del ladrón. Vemos, hacia la mitad del filme, otro lento travelling de retroceso en un comedor y, de pronto, la luz baja y se hace de noche, marcada por el movimiento de la cámara. Los colores perfectos, enmarcados, como si cada punto del mundo guardara una extraordinaria belleza que Resnais buscara desesperadamente. Enfrentar estos planos a aquel otro de Auschwitz es toda una afrenta política. El propio director ha dicho que sueña con una cámara por fin despegada de su base, capaz de volar por todas partes y a su voluntad. Grúas, zooms, reencuadres extrañísimos. Quiero ver algo más: el afán por reencontrarse con una forma de pensamiento perdido en nuestras sociedades, ese que no puede explicarse con palabras. Aunque probablemente no sepa admitirlo, Resnais reconoce el desengaño de una generación que quiso darle a cada cosa un sitio, un sitio justo pero nunca libre.

Siempre es la puta política. Cuando un artista verdaderamente honesto habla sobre política, es muy peligroso, porque no puede ser democrático, ni autocrático, ni nada. El terreno político, comprendido en el ámbito de un boletín informativo, es justo lo contrario que el arte: es ciencia. Algo temporal que define referenciales y un espacio donde lo aparentemente real se trata como tal. Por eso las peores películas de Resnais son las explícitamente políticas, las que subrayan sus ideas. Incluso Hiroshima, mon amour (1959) tiene ese tono rancio de lo decididamente posicionado que solo salvan los momentos imposibles: aquellos en que los cuerpos son arrastrados por la cámara a través de un espacio incomprensible, y de pronto los lugares y las heridas se mezclan y se confunden. En la paranoia: ahí se muestra el verdadero Resnais, el animal burgués, culto, desesperado por escapar de su propia racionalidad. Por eso me interesa especialmente su última etapa y la manera obsesiva, insoportablemente alegre en que trata de encontrar algo completo en el mundo, alguna imagen superviviente al final de la Historia.

En su famoso artículo El travelling de Kapo, Serge Daney echaba en cara a Resnais precisamente esto: una inocencia que suplantaba el verdadero afán por destruir la imagen, dejarla al descubierto, definirla. Creo que era una venganza, como él mismo afirmaba, pero por razones que nunca hubiera podido reconocer. Daney daba voz a toda una generación cuando marcaba esa línea entre lo inocente y lo destructivo, una línea que en nuestro tiempo, como la línea misma que dividía un mundo políticamente bipolar, se ha disuelto. Hoy sigue siendo difícil defender los bandeos de Resnais, su insoportable atracción por la impostura, pero también es difícil negarle su razón. El tiempo ha terminado por mostrarle como el autor más desesperado por escapar de un mundo demasiado lógico, una tarea insoportable, la misma tarea que fue haciendo de Godard o Rohmer directores cada vez más indescifrables. No es que Daney se equivocara, ni muchísimo menos, es que estaba imponiendo sobre su cine una visión decididamente propia de su generación, la misma visión que dio lugar a la maravilla de la modernidad cinematográfica, y también a sus inmensos errores.

La cuestión generacional es más compleja de lo que parece en el cine de Resnais, y esto se ve claro cuando entendemos todos los espacios oscuros que dejaron aquellas teorías. Nos guste o no, nuestra forma de mirar el cine sigue estando muy lastrada por los conceptos de la expresión racional, hiperconsciente. Un tipo como Resnais es un asterisco en las preguntas sobre la imagen política y la emoción, pura honestidad desatada, terriblemente dura con su propia incapacidad de aclarar las cosas. Es difícil despegarse de todo lo que de arrebatado tiene una película como Las malas hierbas, abrazar sin complejos sus símbolos que nunca se resuelven. Quizás porque no hay una sola muestra de perversidad explícita, nada que nos diga que hay un autor consciente de que el pastiche es eso: falsedad. Es fácil asombrarse por sus riesgos, pero nos cuesta aceptar que él mismo se pueda estar creyendo su propio circo. Porque es genial y ridículo. Quiero decir que, en el fondo, “deseamos el caos, pero tememos sus revelaciones” (2).

Por eso me siento incapaz de hablar con claridad sobre el Resnais de On connait la chanson (1997), Pas sur la bouche (2003) o Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006), películas donde se hace explícito una y otra vez el momento en que una forma de expresión coloniza a la inmediatamente anterior, hasta que cualquier significado racional es imposible. Aunque no sabría explicar por qué, en medio de las canciones y los bailes y las identidades forzadamente complejas, cada una de sus imágenes me parece cargada de una espléndida fuerza política. Y Las malas hierbas no puede ser sino la culminación de todo ese aparato de colores y planos secuencia, de personajes tan turbios y encerrados que parecen siempre a punto de encontrar una respuesta, a punto de traspasar la barrera entre la carne humana y el símbolo y entonces, ¡zas!, todo vuelve a girar y a desmontarse y quedan destrozados. Cuesta decir que es algo así como la expresión del amor o la felicidad, conceptos tan terribles de poner en palabras.

La frase de Flaubert que inunda la pantalla hacia el final (N’importe, nous nous serons bien aimés) cobra entonces una especial relevancia. Mientras otros (de nuevo Godard) buscaban desvelar el significado de las cosas sobre el mundo, Resnais se ha dedicado durante más de medio siglo a afirmar su valor en cualquier punto, en cualquier figuración posible. Todo es maravilloso (da casi asco escribir una frase así). Búsquedas, ambas, destinadas a encontrarse en el romanticismo y el color, una fuerza descomunal que saben que estamos perdiendo en pos de algo repugnante, ciencia en lugar de poesía. Reconocerlo sería como declararse nazi o prerrevolucionario (solo Rohmer se atrevió a hacer algo parecido con La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, 2001), pero es que él era EL MÁS valiente). Que digamos lo que digamos jamás seremos otra cosa que buscadores de mitos, necesitados de ese color que nos hace felices. Lo negaríamos un millón de veces porque queremos comprender, fijar, definir las cosas para poseerlas aunque sea una batalla perdida de antemano. Por suerte no importa, al final nos querremos.

Voy a tratar de aclarar esto. Últimamente he estado estudiando física y siempre tengo la sensación de que existe una escisión entre el pensamiento matemático y el emocional, aunque sé que es, de hecho, imposible. Nada es distinto de nada, pero hay una fina línea uniendo el lenguaje racional, que trata el universo como objeto, y el que defiende Houellebecq, el lenguaje intuitivo que no trata el universo en un nivel determinado, sino en todos. Puede parecer una broma y no lo es; la ciencia es el fracaso más grande de la humanidad, una cuestión de lenguaje pervertido, una simplificación de todo. Cuando escucho hablar a mi profesor de física, siento verdadera lástima. Suele decir que lo más importante en esta vida es ser RIGUROSO.

Por eso me emociona un amor tan inocente, tan grande como el de Resnais por todo lo que existe. Por eso me emociona tanto Las malas hierbas, una película que recoge la idea almodovariana, garreliana, también la de Godard al final de El desprecio (Le mépris, 1963): el amor no existe, existen cuerpos al límite, desatados en la búsqueda de algo. Cuando el amor se hace explícito o se derrumba, solo queda una salida: la muerte. Por eso me emocioné tanto cuando Sergi Fabregat me habló de una película que “no podía defenderse con palabras, solo llorando”, y me emociona tanto cuando Adrian Martin habla sobre Garrel y dice que una cualidad que valora casi en grado supremo es la INTENSIDAD.

Estoy pensando que quizás “intensidad” sea un término fantástico para lo que quiero decir. Cuando un objeto es estudiado en términos científicos, el RIGOR es necesario para convertirlo en elemento aislado, hermético, independiente. Todos mis problemas de física empiezan con la hipótesis de un sistema aislado, donde casi nada afecta a la situación por estudiar. Hay que tener en cuenta la fuerza aplicada, la gravedad, el flujo de calor de un elemento a otro, pero hay que obviar todo lo demás. Incluso superada la física clásica el pensamiento sigue estando apegado a un lenguaje simplificador. Cuando se trata algo en términos poéticos, ocurre lo contrario: se llena de matices, es imposible terminar de definirlo porque cobra, precisamente, INTENSIDAD. Algo que sale de él y lo conecta con todo, lo desplaza, le roba para siempre la posibilidad de ser referido en términos exactos, lo llena de color y de sombras. Eso es lo que hace de Resnais un director único: la lucha por despegarse de su propia razón y encontrar la intuición.

No podría decir mucho más sobre Las malas hierbas, otra película que solo se puede defender llorando. Apenas puedo hablar de un mundo intenso, lleno de colores. Intensidad es color, aquí no dudo. Si Europa ha perdido parte de su intensidad en los últimos años, es solo por una cuestión de rigidez, de pérdida de la cultura (enraizada con el símbolo, lo dionisiaco) y paso a la civilización más encolerizada, ésta global, apolínea, gris y luminosa. También es cierto que cada nueva época reivindica la luz de una forma distinta, la suya propia. El Daney de “El travelling de Kapo”, por ejemplo, reivindicaba una luz enraizada con la posmodernidad que dejaron Adorno y otros embebidos en la búsqueda de unos nuevos valores éticos. Una luz que ha terminado por triunfar. Estupendo, no pasa nada, está bien, tenemos que perdonarles un error tan bestial. Nuestra generación ahora se agita, nuestra deuda con el mundo es destrozar todo ese milagro de la tecnificación del plano, la idea del autor, la moral. Apoyar la teoría de la modernidad a estas alturas es delirante. Podemos aprender de ella, pero solo para destruirla. Ellos definieron el aparato cinematográfico como objeto científico, de alguna forma aislado. Dentro de un tiempo, espero poder decir que nosotros recuperamos el cine, lo que de irracional tiene y se aplica sobre el mundo, sobre el alma humana, lleno de luz y de sombras. Recuperamos el color, el arrebato. Diremos: nuestro gran logro fue convertir aquel mismo travelling que se arrastraba hacia Auschwitz en una imagen del amor. Nos guiaba aquella frase desesperada de Resnais, que nunca dijo pero siempre estuvo viva en su cine: POR FAVOR, SED FELICES.

 

 

 

(1) Prólogo a Una novela francesa de Frédéric Beigbeder.

(2) En las cimas de la desesperación de E. M. Cioran, citado por José Daniel García en Estibador de sombras).