Robinson in Ruins

Grietas en el espacio

“Con la conmoción de la economía de mercado empezamos a reconocer los monumentos de la burguesía como ruinas,

antes incluso de que se hayan derrumbado”.

Walter Benjamin, Libro de los pasajes

Cuando me enteré, hace ya un año, de que Patrick Keiller iba a presentar en la Mostra de Venecia una nueva película protagonizada por Robinson, no me extrañó para nada que su título fuera Robinson in Ruins (2010). La segunda entrega de esta trilogía se llamaba Robinson in Space (1997) y no añadía ningún concepto nuevo a London (1994), su primera película, pues ambas versaban sobre el espacio. Del mismo modo, Robinson in Ruins toma para su título el motivo de las ruinas -aludiendo principalmente al desplome del mercado financiero que se produce en 2008, durante la expedición de Robinson por la campiña inglesa-, pero las dos películas anteriores de Keiller ya estaban plagadas de imágenes llenas de ruinas. Sin embargo, en ninguna de las tres películas, se trata de ruinas stricto sensu: ni ruinas arqueológicas de un pasado glorioso, ni ruinas de edificios recientemente destruidos. Porque si bien en el filme hay imágenes que nos muestran ruinas pertenecientes a esta última categoría,  lo que Keiller trata de enseñarnos son las grietas de una sociedad, la británica, que trata de esconder cómo la producción de desigualdad es inherente al capitalismo. En las ruinas de los edificios que aún están en pie, Keiller busca -como hizo Walter Benjamin en los pasajes parisinos- las huellas de la Historia, mirando más allá de la fachada para encontrar lo que el cineasta británico denomina “la base molecular de los acontecimientos históricos”.

La «trilogía Robinson» parte de una misma propuesta formal: planos largos y estáticos de los que los protagonistas están excluidos. Su presencia entra en cuadro simplemente a través de la voz en off del narrador. Definido por este como “un surrealista”, el excéntrico Robinson es el motor de las expediciones que se dan en cada película, pero aparece siempre en tercera persona. En London y Robinson in Space el narrador -con la voz de Paul Scofield- es su acompañante de viaje (dicen también haber tenido una intermitente y complicada relación sexual), mientras en Robinson in Ruins la narradora -Vanessa Redgrave- se encarga de leer las notas que, junto a las imágenes que conforman el filme, Robinson ha dejado abandonadas en una caravana antes de desaparecer. La voz en off va relatando el viaje y los progresos de la investigación pero, lejos de describirnos lo que ya vemos, voz e imagen entran en conflicto y generan nuevas ideas, no carentes de ironía. Este décalage entre el campo visual y el sonoro se expande gracias a las citas a las que el filme recurre continuamente, con lo cual se desarrolla un complejo y denso armazón teórico que se yuxtapone a los planos largos de imágenes que funcionan como contrapunto. Citas literarias de Defoe, Rimbaud, Apollinaire, Mallarmé o Baudelaire se mezclan con citas filosóficas de Benjamin, Bergson, Jameson, Lefebvre o Debord y con estudios sociológicos, políticos y antropológicos. A su vez, todo esto  genera lazos con algunas imágenes (la casa en que Defoe escribió Robinson Crusoe, el lugar donde nació la madre de Bergson, el hotel del que habló Rimbaud…) o se mezcla y se diluye en otras más populares (centros comerciales, restaurantes de comida rápida, el pueblo en el que nació Mick Jagger…), para acabar formando un complejo entramado temporal en el que lo anacrónico, lo nuevo y lo utópico se combinan. Toda esta base teórica, que proviene en gran medida de lo que los británicos conocen como “filosofía continental”, sirve para enfrentarse a la sociedad inglesa y tratar de captar, a través de las distintas expediciones, la esencia de su identidad (tomando, por tanto, cierto distanciamiento cultural), así como las huellas del desarrollo del capitalismo anglosajón. Keiller utiliza métodos como la desfamiliarización, provenientes de una tradición modernista. Al desfamiliarizar los paisajes urbanos, rurales y campestres de Inglaterra se produce un sentimiento de extrañeza y distanciamiento que transforma nuestra experiencia del mundo. Se crea, en consecuencia, una cierta distancia entre nuestra visión hegemonizada del país y del capitalismo y la realidad material que vemos. La voz del narrador, con las constantes referencias culturales y la picaresca que utiliza, sirve para hacernos entrar en una narración sobre la genealogía de la producción del espacio social en Inglaterra. La distancia entre imagen y texto, o texto y contexto, crea una especie de distanciamiento brechtiano. En London, por ejemplo, este efecto se produce cuando el narrador habla de las categorías de experiencia en Baudelaire sobre la imagen de un McDonald’s como fondo. O cuando Robinson y el narrador están en un supermercado Tesco y comentan: “No había señales de gente escribiendo poesía”.

Si tenemos que buscar un referente cinematográfico a esta rara avis del cine británico, tendríamos primero a Chris Marker, del que toma ciertas propuestas formales como la adscripción al subgénero del diario de viaje en una película como Sans Soleil (1983), donde la voz en off cambia deliberadamente el significado de las imágenes que vemos. Pero si tenemos que buscar el verdadero referente de Keiller posiblemente lo encontraremos en la figura del polifacético Humphrey Jennings. Los trabajos más conocidos de Jennings son sus películas de propaganda durante la II Guerra Mundial, especialmente Listen to Britain (1942), en las que alentaba a los británicos a seguir con su vida diaria pese a los ataques de los nazis, representando a la clase obrera de la misma manera que a las más altas instituciones británicas. Pero Jennings se dedicó al cine casi de manera casual: fue un hombre de teatro, pintor surrealista, académico, miembro fundador del grupo Mass Observation (dedicado a la investigación del comportamiento de los británicos) y dejó inacabada Pandaemonium (1660-1886): la llegada de la máquina vista por observadores contemporáneos, una obra sobre la cultura popular británica ante la llegada de la industrialización que estaba llamada a ser una revolución formal y de método (y que en su edición actual no dista demasiado de la presentación del Libro de los pasajes de Benjamin). En su vertiente cinematográfica Jennings ha sido reconocido como el poeta de la Inglaterra en guerra. Su observación cinematográfica se basa en una forma documental que, no obstante, desarrolla el montaje y la interpretación de sus personajes-no-actores como nunca se había dado antes (ni posiblemente se ha dado después) en el cine británico. En palabras del director Lindsay Anderson, Jennings fue “el único poeta real que el cine británico ha producido.” Asimismo, se dice de Jennings que fue el director que mejor explicó Inglaterra y “lo inglés”. Es precisamente esa cualidad la que Patrick Keiller intenta retomar en sus películas. Su visión de “lo inglés”, sin embargo, es más pesimista, más crítica y también más irónica. A partir de estas premisas su forma se vuelve conscientemente menos poética.

La práctica de Keiller se sitúa dentro de la psicogeografía, un tipo de estudio introducido por la Internacional Situacionista de Guy Debord y compañía, que intenta reinventar las ciudades a partir de una lectura alternativa de la urbe y de los efectos que la organización geográfica tiene sobre el comportamiento de sus habitantes. Esta práctica tiene como punto central la figura del flâneur introducida por Charles Baudelaire: una especie de transeúnte que busca experiencias –generalmente en forma de shock- de sus paseos ambulantes por la ciudad. En las películas de Keiller, Robinson toma el papel de flâneur para ir desvelando nuevas lecturas del territorio británico. Al espectador, debido a la presentación subjetiva de los planos, se le emplaza a vivir las mismas experiencias en relación a las imágenes con las que se enfrenta. En estos viajes Keiller nos invita a descubrir cómo funciona el espacio y cómo ha sido producido. Así, las películas de Keiller examinan cómo la organización del capital en Inglaterra se basa tanto en su visibilidad como en su encubrimiento; la cámara trata de desvelar aquellos espacios que no vemos o que generalmente no percibimos y de desfamiliarizar aquellas imágenes a las que estamos tan acostumbrados que han provocado un efecto anestésico en nuestro entendimiento del. Pero, al mismo tiempo, Keiller también trata de mostrarnos aquellas contradicciones inherentes a la práctica capitalista y que escapan a su propia hegemonía. Por ejemplo, el “problema” de Inglaterra que se le pide estudiar a Robinson en Robinson in Space no es tanto el fracaso del capitalismo inglés como su éxito, que revierte en altas tasas de desempleo y en un desarrollo geográfico desigual. Y, si bien Keiller no logra darnos una solución concluyente al problema de Inglaterra, por lo menos nos enseña esa otra Inglaterra, esos espacios a menudo invisibles, esos lugares de circulación del capital que quizá son la clave para entender el país.

El objeto de estudio central de cada uno de los filmes (el “problema de Londres”, el “problema de Inglaterra” y, finalmente, el desplazamiento identitario –del campo a la ciudad- de la población rural en la movilización de la fuerza de trabajo que se dio durante la Revolución Industrial) hace que la presencia arquitectónica vaya perdiendo peso en la progresión de las tres películas. La imagen va a su vez abandonando la perspectiva y se vuelve más plana y abstracta, a veces por la incursión de primerísimos primeros planos. En Robinson in Ruins, la imagen de una señal de tráfico va convirtiéndose, mientras se van cerrando los planos, en una abstracta superposición de hexaedros verdes, entre los que aparece un liquen. El liquen es un ejemplo de mutualismo, dice la narradora, y es el ser vivo con mayor implantación sobre la superficie terrestre. En otro plano detalle, mientras la voz en off comenta los sucesos que ocurrieron el 15 de septiembre de 2008 (el día en que Lehman Brothers anunció que estaba en bancarrota y el mercado financiero se desplomó), vemos la imagen de una araña que va tejiendo su tela. La narradora se pregunta si la concesión de dinero público a los mercados supone un cambio histórico. Estas imágenes, igual que las de las ruinas, actúan como alegorías que nos permiten entender el funcionamiento de toda una sociedad y de un sistema que partió de ese capitalismo anglosajón cuya genealogía Keiller se empeña en investigar y que ahora deja sus huellas, más o menos visibles, por todo el territorio. Fredric Jameson ya señaló la importancia de trazar mapas cognitivos para dar un sentido al espacio, abstracto y deslavazado, en el que nos toca vivir. Estos mapas no pueden ser sino representaciones como las realizadas por Patrick Keiller. Representaciones que, por otro lado, no se resignan a ser transposiciones de la realidad física a la que se enfrentan: analizan, interpretan, crean y piensan más allá. De ahí la utopía que a Robinson le urge encontrar. Robinson in Ruins empieza con otra cita de Jameson, aquella famosa frase que Keiller lee como anticipación de la crisis: “Hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación” (1). Si hay algo que a Robinson no le falta es, precisamente, imaginación.

 

 

(1) JAMESON, Fredric: Las semillas del tiempo, Trotta, Madrid, 2000, pág. 11.