El árbol de la vida

Tres o cuatro cosas que sé sobre El árbol de la vida

 

Entre las diversas acusaciones que esgrimen los detractores de El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) hay una que se repite con mucha frecuencia y que parece ser objeto de consenso entre aquellos que se postulan contra el filme: le recriminan a Malick el haber hecho una película que busca el trascendentalismo a partir de imágenes grandilocuentes y pretenciosas. Es la primera parte de esa ecuación la que me genera más problemas: yo, francamente, no creo que El árbol de la vida pretenda erigirse en un tratado trascendentalista, por lo menos no desde una perspectiva optimista que confíe o apueste por la comunión entre el hombre, la naturaleza y el universo. No es esta la búsqueda del filme, ni aquello a lo que aspiran sus imágenes. Lo que sí está, en cambio, en la misma génesis de la película -y en esto Malick es muy claro- es la muerte de un hijo. Es este suceso el que, con su fuerza primitiva y totalizadora, pone en marcha al filme, el que late en el origen de sus imágenes, el que hace reverberar todos los flujos del pasado en un movimiento constante y entrecortado: imágenes y voces que hay que cazar al vuelo, que pasan ante nosotros sin que podamos fijarlas, que resbalan y se nos escapan de las manos dejándonos a solas con su eco. La gravedad del tema y, si se quiere, del tono, filtrada por un montaje y una construcción narrativa de una ligereza casi líquida. Esta es una de las dicotomías más fascinantes de la película y es la que dota al filme de su muy particular intensidad.

Pero si es la escala íntima -la muerte del hijo- la que está en la génesis de El árbol de la vida… ¿Por qué las partículas y los átomos? ¿Por qué los dinosaurios? ¿Por qué esa digresión sobre la creación del universo? Quizás la escala íntima esté en el origen de la película, pero desde luego no es la que está en el origen del relato. Hay una cualidad mítica en El árbol de la vida (la historia de un hombre convertida en la historia de la humanidad) que se hubiese perdido por completo si Malick no hubiese salido de la esfera familiar. Algo que se repite (“the longest-running radio play in history”), el eterno retorno que ya asomaba en el desenlace de su anterior película. ¿Y no nos ha enseñado el cine de terror que para romper una cadena de desgracias y sufrimientos es necesario remontarse a los orígenes? Pues precisamente ese es el viaje que propone el filme. Pero, por más que el fragmento de la fuga cósmica y la historia familiar se desarrollen a partir de un mismo hilo conductor (el choque de fuerzas que genera nacimientos, muertes y transformaciones), la película de Malick dista mucho de sugerir una unidad entre el hombre y el universo. Más bien: todo lo contrario.

La historia se repite pero el dolor es algo único, individual, intransferible. Y es esa angustia (y aquí Malick está muy cerca de Bergman) la que desencadena las imágenes de este filme. Un hombre enfrentado a una fuerza superior que permite que el mundo siga su curso cuando para él todo se ha desmoronado. Un Dios que exclama: “¿Dónde estabas tú cuando levanté los cimientos de la Tierra?… ¿Cuando las estrellas del alba cantaban juntas y todos los hijos de Dios gritaban de alegría?”. No hay comunión posible, solo su anhelo. El árbol de la vida lidia con el más viejo y a la vez el más profundo sueño del hombre: la reconciliación paternofilial. Y aceptar esto es condición sine qua non para entrar en el viaje que propone la película. Quizás Malick no sea Tarkovski, pero su filme se parece mucho a esa isla del final de Solaris (1972): es el lugar, o el organismo, que hace posible esa reconciliación. Se ha dicho que las imágenes de El árbol de la vida son de una belleza vacua, publicitaria, de un simbolismo vergonzoso. Pero, pese a toda la carga negativa que queramos atribuirle a esas imágenes, lo cierto es que, para bien o para mal, son la expresión más auténtica y despojada del inconsciente colectivo. No es extraño que, en su pureza radical, el desenlace de El árbol de la vida provoque el sonrojo y el rechazo del espectador.

Pero hay todavía algo más en este filme que ni siquiera sus más fervientes detractores pueden pasar por alto y es el modo en que Malick nos sumerge en las relaciones familiares, desplegando su misterio con una gracia y una fuerza inusitadas. Yo, por lo menos, no podría nombrar muchos filmes recientes que capturen con tanta intensidad y, a la vez, con tanta cautela, esa danza enigmática de sentimientos contradictorios que se manifiestan en el titubeo de una emoción, en un pensamiento que se posa sobre una mirada para iluminarla o ensombrecerla, en la tensión o en la laxitud de los cuerpos, en todas esas cosas dichas y no dichas -o imaginadas-…  El árbol de la vida, más allá de lo estereotipado de su propuesta, hace todo esto. Y lo hace sin recrearse en ello, lo cual no es fácil. Hay una escena del filme, que fue la que desencadenó en mí todo un torrente incontrolable de emociones, en la que el hijo observa a su padre tocando una pieza de Bach en el órgano de la iglesia. El montaje nos conduce por una serie de fragmentos de escenas familiares donde lo real y lo proyectado se confunden: palabras, pensamientos, afectos, luces, cuerpos… Pocos cineastas han registrado los cuerpos de los niños como lo hace Malick en este filme, pocos han sabido cómo filmar unos ojos infantiles que expresan, en apenas tres o cuatro planos, toda esa gama de sentimientos mezclados, imposibles de aislar, hacia la figura paterna: la distancia, la rabia, el miedo, pero también el amor, el anhelo de comprender al padre, de acercarse a él y abrazar su dolor.

 

Solo cuando vi por segunda vez el filme recordé estas palabras que dice Brad Pitt al inicio: “Nunca tuve la oportunidad de decirle cuánto le quería. Yo… hasta le pegaba en el rostro sin motivo. Te sentabas junto a mí en el piano y yo criticaba como pasabas las páginas”. No hay reconciliación posible, solo el deseo. Y de ese deseo brota esta película.