Al primo soffio di vento

Gozo y melancolía a orillas del Mincio*

«Miro y me conmuevo,
me conmuevo como el agua corre cuando el suelo está inclinado
y mi poesía es natural como el levantarse del viento»
Fernando Pessoa (El guardador de rebaños)

Una tormenta de verano arrecia sobre el corazón de Al primo soffio di vento (Franco Piavoli, 2002). Tres minutos que jarrean sobre el centro del metraje. Lo hacen mostrando la fuerza propia del evento, pero también su brevedad y la paz restaurada. La tormenta dibuja la linde hasta convertirse en la extensión natural del lugar donde acontece: las cercanías del río Mincio. Durante algunos kilómetros, el Mincio establece la frontera entre las regiones del Véneto y la Lombardía. Su curso serpentea por el norte italiano hasta conectar el lago Superiore con el lago de Garda. Este vínculo entre la topografía audiovisual y la geográfica, nunca puede ser subestimado en un filme de Piavoli. El cineasta abre en canal su película con idéntica generosidad con la que nos abre las puertas de su casa. Es así como Al primo soffio di vento se convierte en albergue de la mirada y en santuario de la visión. Parafraseando a Maurice Blanchot, diría que la distancia y la separación impuestas por el acto de ver, se transforman primero en encuentro y luego en contacto. En puesta en escena de la hospitalidad, en doble invitación a la tierra y a la morada de un anfitrión que siempre considerará nuestra visita como una presencia afectuosa.

Más allá del pudor, Piavoli considera inadecuadas las referencias a la poesía y al poeta para calificar su obra y su figura. Sin embargo, ella es la única que puede ayudarnos a interpretar su resistencia a la domesticación, la ilimitada potencia de sentido, los ritmos, las cesuras y los encabalgamientos entre imágenes y sonidos. Un magnífico ejemplo lo encontramos justo en el atrio de la tormenta. Alessandra Agosti abandona el piano y, bajo el dintel de la ventana, contempla un vilano. La rima es inminente: su textura, su color, su forma globular y su discurrir apacible, aluden a los cúmulos en formación. El ojo, ese prodigio evolutivo que más tarde encontrará tratamiento específico en la película, escribe aquello que no puede —porque no se deja— quedar restringido a lo figurativo. Piavoli nos ha situado bajo la ventana, un emplazamiento que, según sus palabras, posee una naturaleza contradictoria. El ojo en la ventana es visión, pero también es párpado; es apertura, pero también clausura. La correspondencia ya no puede limitarse al fenómeno exterior, sino a la vibración interior. A la dialéctica entre extroversión e introversión tan característica de su cine. El primer soplo del viento agita la vegetación, solo porque antes ha sacudido nuestro sentimiento.

Las últimas gotas de lluvia caen sobre el rostro de Leah. El agua no parece haber calmado su particular agitación interior porque ella es, también, la tormenta. Rubicunda, transpirando la suficiente energía púber como para profanar una sobremesa de agosto. En ese momento, mientras la madera de una barca cruje a orillas del Mincio, las gotas comienzan a descomponer la luz. Filtro de lo real, efímero diluvio multicolor, abalorios de un collar cargado de ozono y emoción. La vida suicida del prisma donde cualquier cosa más grande, donde cualquier cosa más duradera, sería una vulgaridad. Es probable que el espectador no llegue a percibir la iridiscencia, pero también es probable que ese soplo de la imagen, que ese tránsito de onda y partícula, le haya producido un instante de dicha, un sentimiento oceánico, una plenitud subliminal. Quién sabe si el goce indisciplinado de una hormona adolescente. Ahí comienza a ejercer el cine de Piavoli, en el intervalo, en el eco incensado de la hierba, en el temblor generado por las voces en el tiempo, entregando imágenes y sonidos que trascienden el cine para acabar emitiendo en el mismo espectro estético que Vivaldi, Bellini o Pessoa. Lucrecio, cuyos hexámetros preludiaban El planeta azul (Il pianeta azzurro, 1981), describió la lluvia como si un gran pan de cera puesto sobre el fuego ardiente se derritiera. Piavoli quizá tenga razón y no sea un poeta, sino algo más importante: un extraordinario panadero.

Pero este placer sería superficial e inservible sin un juego adversativo. Todo ese aliento que rebosa entre fotogramas, solo puede ser comprendido y disfrutado en paralelo al sufrimiento; en compañía de la sombra, como el ascua y el carbón. Y todo ese esplendor y tersura que aporta la imagen cinematográfica, asume el contrapunto de una imagen televisiva cuyos campos interpolados, cuya viscosa y estriada composición, prefiguran la pesadilla. Piavoli redefine la melancolía de acuerdo a una fórmula universal que el ser humano, animal social afligido por la soledad, ha ido perfeccionando: la tristeza que no encuentra palabras o que las vislumbra despeñándose garganta abajo. La certeza de haber perdido algo, la incertidumbre de no saber qué. Ese tipo de pérdida que, como diría Rilke, adquiere la consistencia de una segunda adquisición. Tal vez la del tacto firme de una cavidad, la del timbre dulzón de un arrepentimiento. La constancia de la inconstancia a la que se refería Aristóteles con ocasión del hombre de genio y la bilis negra. Es así como el hogar piavoliano ilustra una realidad acatada donde, más que recogimiento y refugio canicular, aflora la cancelación del interés por el mundo exterior propia del melancólico.

En ese surco emocional, como el río que serpenteaba por la linde, como las hebras de los cúmulos que, extenuados, se destejen, es donde apreciamos la verdad inexpresada, la afasia, el balbuceo de un mal sueño y, en definitiva, la fractura que separa al lenguaje de su función. Y sin embargo, desde que la palabra es porvenir y diría que hasta destino del silencio, no ha lugar a la rotura definitiva, sino a una batalla de ambivalencia, a una tensión entre potencia y acto. Palabra, horma del silencio, raíz honda y desnutrida que, desesperada, alcanza el nivel freático. Como los enamorados del poema que se va forjando en la espera —poema en ciernes, siempre inconcluso, pero que estructura el guion—, y que solo pudieron comunicarse porque antes existieron en la mudez. Quietud de alpacas y palabras compensada por el gorjeo de la corriente, la conversación de las hojas, los timbales de la cigarra y la percusión africana. La musicalidad general de un sistema que, Satie y Ravel al margen, impregna cualquier expresión, empezando por el ruido, las naturalezas muertas, los espacios vacíos y las calladas facciones de los retratos del Fayum. Porque para Franco Piavoli, como para Charles Darwin, el Homo sapiens sigue siendo esa especie que lee caras.

El sol calcina la rastrojera y con ella los ideales, incluido el amoroso. Lo hace mientras ilumina el hermoso fondo naturalista de su cine, el de la ausencia de un propósito superior, de un sentido último que nos empuje al integrismo del hincha en la grada. Con esto presente se entiende mejor que, de entre los cientos de libros que forman la biblioteca de Primo Gaburri —no olvidemos que su biblioteca es la del cineasta—, el actor elija uno concreto. Flanqueado por Milton y Leopardi —referencia básica para comprender la vitalidad lunar de su cine—, descansa La peligrosa idea de Darwin (1995), del filósofo norteamericano Daniel Dennett. Carece de interés para el lector lo mucho que significa para mí esta acción, no obstante, es pertinente recoger lo que Dennett escribe en el último capítulo de su volumen. Mientras el autor perfila el futuro del pensamiento en términos evolucionistas, encontramos un fragmento que viene a sintetizar lo aquí expuesto. Dice así: “Intuimos correctamente que existe un parentesco entre las más hermosas producciones del arte y de la ciencia, y las glorias de la biosfera”.

En esta encrucijada estética, científica y biológica es donde, efectivamente, habita el cine de Franco Piavoli.

 

© Roberto Amaba, noviembre de 2019

 

* Este artículo es una versión más extensa de un texto publicado en el catálogo del 57° Festival Internacional de Cine de Gijón, coincidiendo con la retrospectiva dedicada a Franco Piavoli. 

BIBLIOGRAFÍA

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