De la lectura y la escritura

Noviembre, 2019

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019) 


Decía Carlos Losilla en el artículo que abría este especial de Transit que, a la hora de enfrentarse a una película, los ojos del cinéfilo pasaron de fijarse en la historia que se contaba a creer en cómo se contaba esa historia. Pasamos de sufrir por el destino de un personaje a maravillarnos por el travelling circular que rodeaba al beso antes de la caída. La evolución de nuestra mirada, pues, comenzaba por situarnos en el relato para acabar dirigiéndonos hacia la puesta en escena. De allí el siguiente paso lógico era volcar nuestro interés en el autor. Y esas tres piezas, esa “santísima trinidad”, se han mantenido de uno u otro modo, con diferentes idas y venidas, a la hora de entender el cine y analizarlo a lo largo del tiempo.

Estas fases, con muchos matices diferenciadores, son algo paralelo a lo que traslucía la sencilla pero directa columna de opinión que Martin Scorsese publicó hace unos días ampliando sus declaraciones previas contra el cine de Marvel. Allí, el cineasta afirmaba que la clave a la hora de enfrentarse a una película es considerarla una “forma artística” y que al cine de hoy le falta algo esencial: la visión de conjunto de un artista individual sobre la historia que se cuenta y la manera de hacerlo. Scorsese no trataba tanto de defender un único paradigma de cine (menciona a Alfred Hitchcock, sí, pero también a Kenneth Anger) sino de demandar diferentes tipos de formas marcadas claramente por un único firmante. Pero si Losilla se planteaba, sin acritud, que tal vez el tiempo del autor, de la puesta en escena y del relato tal y como lo conocemos ya ha acabado —al menos desde la lectura—, Scorsese insistía, con nostalgia, en la necesidad de salvarlo —desde la escritura—.

Los pósters de las 22 películas del Marvel Cinematic Universe

Al leer ambos textos, una misma imagen me vino a la cabeza por diferentes razones: Lucrecia Martel reunida con altos ejecutivos que valoraban la posibilidad de seleccionarla para encargarse de la futura Black Widow (2020). Ellos buscaban a una directora mujer que pudiese profundizar en el carácter de su protagonista femenina, pero, al mismo tiempo, le dijeron que “Don’t worry about the action scenes, we will take care of that”. Martel dudaba que eso mismo hubiese ocurrido si el aspirante a director hubiese sido un hombre, pero mis recelos vienen más bien por otro lado: ¿Quién determina la puesta en escena de esas secuencias de acción en las grandes franquicias? ¿Hay una voz decidiendo las formas o estas vienen determinadas por el departamento de previs y planificación de efectos especiales? ¿Puede una producción tan gigantesca arriesgarse a no tener partes proyectadas desde meses antes de haber escogido a un director (e incluso tener un guion definitivo)? ¿Existe entonces la visión de conjunto de la que hablaba Scorsese? Por otro lado, en caso de que la argentina hubiese sido finalmente escogida para el puesto, ¿cómo deberíamos habernos enfrentado a la cinta? ¿Cómo saber quién ha decidido las formas más allá de lo que nuestra intuición nos indique? ¿Importa realmente que sea una mujer directora la que trate un determinado tema si se demuestra intercambiable? ¿Podemos acercarnos a una película de estudio del mismo modo que a Zama (2017)? Es más: ¿Podemos acercarnos a Zama del mismo modo que a La mujer sin cabeza (2008)? ¿Cómo leemos el relato, la puesta en escena y al autor desde hoy, noviembre de 2019?

No tengo respuesta a ninguna de estas preguntas, y ni siquiera tengo claro que la forma de acercarnos al análisis fílmico sea distinta a la de hace diez años. Por un lado, tanto si hablamos de cine industrial como independiente, no estoy seguro de que los mecanismos de producción hayan cambiado sustancialmente. Por otro, tal y como asegura Santos Zunzunegui, la historia del cine es la continua reescritura del ayer en función de lo que nos está pasando ahora, con lo cual mirar al pasado en presente (y viceversa) siempre da resultados volubles. Al mismo tiempo, nuestra perspectiva pasa necesariamente por un filtro personal capaz de crear un relato propio en primer plano, pero nunca uno que permita leer el plano general. El relato del cine siempre es personal e intransferible, con lo que intentar trazar una panorámica neutral es algo viciado ya desde su origen. Como indicaba Santiago Fillol, no es lo mismo ver a Jacques Tourneur y después a David Lynch que ver a Lynch y después a Tourneur. Pero tampoco es lo mismo ver ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004) en pleno proceso de enamoramiento que justo después de una ruptura. Mi nueva duda viene entonces de otro campo: si nuestra visión y tiempo son parte de la clave, ¿desde dónde vemos las películas? Y también: ¿Tenemos en cuenta cómo se escribe el cine hoy a la hora de leerlo?

Si algo han permitido las webs cinematográficas como Transit (y tantas otras) es, precisamente, el romper una lanza a favor de divagar y equivocarse, con lo que recorramos por un momento algunas cintas a priori importantes estrenadas este último año e intentemos atisbar dinámicas recurrentes sin la intención de tallar en piedra ideas concluyentes. Comencemos centrándonos en los grandes estudios y en los condicionantes más o menos aceptados en los que vive el cine actual. La película más taquillera de la historia es Avengers: Endgame (Anthony Russo y Joe Russo, 2019), el capítulo veintidós de una saga. Dejando de lado los valores de la misma, su éxito deja claro un aspecto: la serialidad se ha comido las obras con apertura y clausura propias. Sin ese marco, el relato como tal deja de tener importancia porque todo se ensancha hasta el infinito, por mucho que esta película en concreto sea un final de temporada. El gran objetivo es ver hacia dónde se encaminan los personajes ahora, pero tampoco se puede decir que, en contraposición, el autor o la puesta en escena sean clave a la hora de medir su impacto. Ni siquiera las estrellas, figura clave a la hora de trazar un discurso en décadas pasadas (y que ya solo funcionan siempre y cuando vayan en la piel de esos personajes), son determinantes. No tengo nada en contra de los hermanos Russo, más bien al contrario —ellos son los artífices de algunos de los mejores episodios de Community (Dan Harmon, 2009-2015), una serie que supo articular un discurso ensayístico sobre el audiovisual tan brillante como insólito— pero más allá de un indudable talento para el lenguaje y el simulacro, ¿en qué se diferencian sus películas de otras del estudio? Me da la sensación de que una de las dinámicas derivadas de este cine contemporáneo es la invisibilización del autor y de la puesta en escena y el volver a poner no ya el relato sino el personaje en el centro del plano. Del mismo modo que ocurre en la mayoría de las series de televisión, lo importante es enganchar en la travesía. Y el director realiza, pero quien dirige es el showrunner, alguien habitualmente más vinculado al mundo del guion que al de la dirección. En este sentido, ¿deberíamos comenzar a tratar a Kevin Faige como el auténtico autor total del cine de mayor éxito reciente del mismo modo que hacemos con David Benioff y D.B. Weiss en televisión? ¿Tiene entonces sentido esa corriente en cierta crítica cinematográfica generalista que se centra en hablar de todo aquello relacionado con la trama y nada más? ¿Son hoy los productores y guionistas los nuevos autores?

«Joker» (Todd Philipps) y «El rey de la comedia» (Martin Scorsese)

Volviendo a Martel, el jurado que presidió en el último festival de Venecia decidió darle el León de Oro a Joker (2019). En este caso la autoría de Todd Phillips sí es evidente en cada plano, en ocasiones hasta demasiado clara, como si hubiese pasajes marcados con rotulador de cara a indicar las instrucciones de lectura. De nuevo no se trata de la calidad que pueda tener o no la cinta como tal, sino de lo que esta implica: estamos ante una película que juega todas sus cartas al reflejo de lo inverso, ante un intento de adaptar una franquicia a otros géneros y, sobre todo, a otra mirada. Joker es un drama adulto, pero nunca podría haberse realizado sin el disfraz de una propiedad intelectual reconocible. A su vez, la cinta se mira tanto en el cine de Scorsese que estamos ante una obra que tampoco puede entenderse sin ese referente. Conocer a su protagonista de manera previa vuelve a ser un requisito imprescindible para la lectura, pero también conocer los parámetros del cine en los que se mueve. Esta es una tendencia que también aparece en los grandes autores contemporáneos: ¿De qué hablan las últimas películas de Pedro Almodovar, M. Night Shyamalan o Lars Von Trier sino de sus propias obras? Ahí se esconde otra de las posibles grandes inquietudes del cine reciente: ¿Es todavía posible realizar un cine que no se mire en su pasado? Hace justo diez años escuché por primera vez una idea que ha determinado todo el cine que he visto posteriormente. Se trata del famoso momento en que Werner Herzog le cuenta a Wim Wenders en Tokyo-Ga (1985) la necesidad de buscar imágenes puras. Herzog ha hecho de su carrera un intento continuo de buscar esas imágenes incontaminadas que reflejen su voz interior, imágenes transparentes que representen el presente y, sobre todo, que nunca antes se hayan filmado, pero ¿no es acaso una batalla perdida? Evidentemente hay excepciones y creadores que buscan lo nunca visto pero cada vez se hace más complicado imaginar lo desconocido ante un presente sobrecargado de imágenes. Más que nunca, el cine contemporáneo no parte de la realidad sino del arte previo. El autor basa su puesta en escena en lo que cree que otros artistas harían con el mismo material y el espectador aplaude el guiño u homenaje por la sencilla razón de que lo reconoce y se siente en casa. La narrativa sigue siendo el centro, pero el reciclaje y la reescritura se apoderan de la misma y ¿no está acaso construida atendiendo más a las notas al pie que a la página? Desconozco si esto es malo pero, ¿cómo se responde desde el análisis? ¿Basta con el reflejo para explicar una imagen?

Bong Joon-ho hablando de «Parásitos» en una entrevista

En este sentido, una de las sorpresas de este año ha sido ver como una película como Parásitos (Gisaengchung, Bong Joon-ho, 2019), última Palma de Oro, ha permitido una lectura crítica desde lugares ligeramente distintos. Pese a ser una comedia local, la cinta se ha tratado más como una película relevante que como un divertimento, en gran parte debido al modo en que habla de la crisis económica y el antagonismo entre clases inherente a cualquier sociedad capitalista. Aquí, además, hay una propuesta clarísima y nunca traicionada respecto a la puesta en escena: de igual modo que en El infierno del odio (Tengoku to Jigoku, Akira Kurosawa, 1963), pero sin ahogarse en referencias, Bong Joon-ho apuesta todas sus cartas al espacio y los ricos se sitúan arriba mientras que los pobres viven abajo. Ya sea desde las escaleras que dan acceso a una casa de lujo frente a las que te llevan a una inundada por la lluvia, desde la comodidad de estar tirado en un sofá frente al esconderse debajo de una mesa o desde las vistas de un segundo piso mirando al futuro frente a un sótano que no puede olvidarse del pasado, la película es consciente de que el cine no trata solo sobre personajes sino sobre situar esos personajes en un escenario. Está claro que Parásitos puede valorarse desde la evolución de las características propias del cine de su autor, desde un relato original con elementos reconocibles que sin embargo te llevan por rincones inesperados y desde una puesta en escena contundente que afecta tanto al blocking como al montaje. Lo que me interesa, sin embargo, es cómo la cinta se ha leído desde un lugar relativamente nuevo: desde el concepto. La mayoría de acercamientos al filme de Bong Joon-ho se han encargado de resaltar que esta realmente trata sobre la lucha de clases. Del mismo modo que este mismo año los textos sobre Midsommar (Ari Aster, 2019) se centraban en señalar la alegoría sobre las relaciones tóxicas y la emancipación de la mujer o Nosotros (Us, Jordan Peele, 2019) era vista desde un discurso sobre cómo el capitalismo lleva implícito un racismo soterrado, da la sensación de que una manera de justificar una obra pasa necesariamente por una actualización de la moraleja. Ya no hace falta desarrollar ideas relacionadas con el feminismo, la diversidad racial o la política para conseguir la validación: basta con que el autor señale los temas. Pero, ¿importa acaso indicar la tesis sino se explica la metodología utilizada? ¿Podemos realmente hablar de impacto cultural en obras que apenas llevan estrenadas unos meses? En una época definida por las redes sociales, las películas-concepto se cuantifican positivamente en notas y estrellas pero no estamos tan lejos del momento en que nuestra visión del cine todavía estaba anclada en el relato. Sea a través del cliffhanger, de lo reconocible o de la simbología, ¿estamos volviendo al punto cero? ¿Vuelve a importar de nuevo más lo que se cuenta que el cómo? ¿Tiene sentido entonces seguir hoy desgranando a los autores?

Hace unos días todo Internet se llenó de capturas y memes respecto a la cartela inicial de Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Por fin habíamos llegado a noviembre de 2019, por fin habíamos llegado al mañana. A diferencia de lo que ocurría en la cinta, los coches no son voladores ni la gente fuma ya en espacios cerrados, así que las redes sociales se encargaron de comparar la visión del cine con la de la actualidad, como si encontrarnos a nosotros en el futuro nos diese un relato para nuestro presente. Una película nos toca y nos sirve de reflejo, es un marco para nuestra experiencia. Pero, tal y como decía Gilles Deleuze, el cine no presenta solamente imágenes, sino que las rodea de un mundo. Tal vez con la lectura estricta de esas imágenes estamos contrayéndolas en lugar de dilatarlas y lo único que tendríamos que hacer es respirarlas. Tal vez todo lo contrario. Lo que está claro es que en Los Ángeles no había replicantes que hablaran de análisis fílmico con los que compararnos.

La cartela inicial de «Blade Runner», de Ridley Scott

Mientras reflexiono sobre esto me planteo lo bueno de escribir en este preciso lugar y momento: ahora mismo me encuentro a medio camino entre dos hemisferios, entre dos ideas, entre la lectura y la escritura. Y no pasa nada. Es lo bueno de divagar estando en tránsito.

AUCKLAND
NOVIEMBRE, 2019

© Endika Rey