Gijón 2019

Algunas tardes de noviembre

 

1

En Gijón hace frío y nos consuela saber que todos le tenemos cierto respeto a la meteorología. Todos le tememos al resfriado: cada vez que veo a Ade le pido ibuprofeno y Philipp solo piensa en tomar sopas y caldos. Lo cierto es que los letreros de “hay caldo” que pueden leerse en las paredes o en las cristaleras de los bares son bien acogedores. Es noche de sábado y no hemos dormido mucho. Deambulamos en busca de un lugar que pueda acoger a un grupo ligeramente numeroso de personas. Solo queremos caldo y estar a resguardo de la intemperie. Mañana, si eso, ya continuaremos explorando la programación de la edición de este año del Festival Internacional de Cine de Gijón.

No llueve mucho pero acabamos de salir de ver Just don’t think I’ll scream (Ne croyez surtout pas que je hurle, 2019), una película a la que cabe aplicarle el adjetivo torrencial, puesto que te deja los huesos un poco entumecidos y la cabeza hecha puré. Puede que nuestras circunstancias personales también influyan. El film, perteneciente a la sección Rellumes del certamen, consiste en un montaje de breves fragmentos de las alrededor de 450 películas que su director, Frank Beauvais, vio durante uno de esos periodos oscuros en los que sentimos con intensidad que estamos solos y todo se derrumba. A su ruptura sentimental, que lo había llevado a vivir en un pueblo de Alsacia, se le unió la conmoción por los atentados de París de noviembre de 2015. Y en ese paisaje de temporalidad y ruina, con una vida que literalmente debe desmontarse para volver a empezar en otro lugar, Beauvais arma un artefacto que nos arrolla. Tan solo algunos planos en negro entre bloque y bloque de imágenes nos permiten respirar. Él mismo nos advierte, antes de empezar la proyección, de que vamos a oírle hablar sin parar durante setenta y cinco minutos y puede que acabemos hartos. Creo que todos, en mayor o menor medida, nos reconocemos en algunas de las cosas que cuenta Beauvais en el film: ese ir a buscar refugio en las películas que, sin embargo, nos devuelven siempre nuestro propio reflejo; la ansiedad tan característica de estos tiempos digitales por la acumulación de material en discos duros, unida a la evidencia material de una vida consagrada a adquirir discos, libros y películas; el deseo de escribir o de crear, siempre a merced de nuestra tendencia a sabotearnos; o la pregunta sobre qué podemos hacer por el mundo, por el estado de las cosas, a la que el director responde desde un cierto distanciamiento apático no exento de cinismo.

Ne croyez surtout pas que je hurle, de Frank Beauvais

A esa interpelación tan a flor de piel que provoca el texto hay que añadir la gimnasia constante de ligarlo con las imágenes, y tratar de reconocer alguna de las películas: son casi siempre momentos de transición en los que los espacios y los objetos tienen más peso que los personajes, apenas presentes, por lo que apenas adivinamos algún título, aunque al ver en los créditos finales la lista de films, advertimos que hemos visto bastantes. Salimos de allí algo abrumados, estamos cansados y no las tenemos todas, pero cuando pasan los días resulta innegable que Just don’t think I’ll scream es una experiencia intensa.

 

2

“…es que lo más bello se parece a lo más bello
como el mar que toma formas cambiantes
con la luz de las estaciones y las mareas”
Begoña Ugalde

 

Horas antes, en un restaurante junto al mar, intento sin éxito terminar un cachopo. Es un plato que a menudo se pide para compartir, pero hemos pedido uno cada uno y yo no podré con él. Sé de alguien que se llevó el suyo en un táper, o puede que envuelto en papel de plata, y se lo comió de madrugada en el hotel, con las manos. Esas cosas pueden ocurrir. El tiempo corre y no tengo claro si voy a poder llegar a las cinco a los Yelmo a ver el único pase de Il pianeta azzurro (1982), película que abre la retrospectiva que el festival le dedica al italiano Franco Piavoli, de quien muchos sabíamos más bien poco hasta hace nada. Me da un poco de vergüenza admitir que, aunque la comida y la compañía son muy gratas, tengo también la cabeza en otra parte. Hasta que decido soltar un comentario falsamente despreocupado: ya no llegamos a Piavoli, eh, y descubro que no soy el único que está dispuesto a huir. A veces, es grato descubrir que, en general, uno no está tan solo.

Il pianeta azzurro, de Franco Piavoli

Cogemos un taxi y poco después estamos preparados para ver uno de esos films de los que a veces preferiría no decir mucho. De hecho, en Il pianeta azzurro las pocas palabras que oiremos tienen el mismo valor que el resto de sonidos naturales o artificiales que se escuchan en el film. Es una película en la que cada imagen es una flor, solo que Piavoli las recoge por medio de la técnica cinematográfica para plasmar lo que hay entre el estar presente sobre la Tierra y el no ser nada más que un cuerpo que pasa. Alguien le preguntó al cineasta en la charla posterior a la proyección si creía que su película podía llegar a ser como esos objetos que decidimos guardar a buen recaudo por si, en un futuro, alguna civilización extraterrestre se pregunta qué es lo que fuimos y cuáles eran las texturas y los colores de las cosas. Eso es un poco lo que es Il pianeta azzurro, un poema sencillo sobre la transitoriedad de la vida que resuena ampliamente y que es más fácil relacionar con pensamientos y sensaciones que con otras películas. Hay un pasaje del film en el que nos acostumbramos a la noche, y es hermoso ver el contraste entre la oscuridad que va cubriendo el mundo y los puntos de luz alrededor de los cuales nos desplazamos o nos hacemos compañía, ya pertenezcan al interior de una vivienda o a los faros de un coche que avanza por una carretera solitaria.

 

3

Aunque Andrómedas (2019) de Clara Sanz es una película pequeña, hay algo en la humildad del registro, en esa convicción de querer mostrar un trozo del mundo, que me hace emparentarla con el film de Piavoli. Si el italiano observa la naturaleza y los ciclos, queriendo abarcarlo todo, Sanz planta la cámara en casa de su abuela para dar cuenta del vínculo entre ella y la cuidadora ecuatoriana con la que vive. Es una obra tranquila, precisa, serena, a la que más de una persona le reprochó la pequeñez, como si fuera poco el filmar a alguien a quien quieres, un lugar en el que has sido feliz, una cierta idea del cariño y los cuidados. Otras películas españolas presentes en el certamen, como Video blues (2019) de Emma Tusell o La educación sentimental (2019) de Jorge Juárez, también trabajaban con la materia biográfica, con los afectos y la erosión del tiempo, pero aun usando distintos formatos y estrategias, en ambas emergía un molesto narcisismo que está completamente ausente de la propuesta de Sanz.

Andrómenas, de Clara Sanz

Tampoco hay ni un asomo de afectación en El trabajo, o a quien le pertenece el mundo (2019), primer largometraje de la asturiana afincada en Londres Elisa Cepedal, que regresa a Barredos, su pueblo natal, para filmar los estertores de su cuenca minera, que tiene los días contados. Usando una voz en off en inglés que contribuye a crear una cierta distancia, la película transita desde el paisaje a las personas: arranca con una panorámica de los montes de la región para ir descendiendo hasta el pueblo, mientras el narrador empieza a recapitular alrededor de los momentos más relevantes para la lucha minera en Asturias. El último plano de la película es el rostro de un hombre, un minero, que conduce un coche. Esta estructura, partida a la mitad por un fragmento de una película que ejerce de contrapunto cálido e inesperado a la tesis de Cepedal, también podría asimilarse a la de un taladro trepanando la roca o un ascensor que desciende hasta el fondo de la mina, hasta el fondo del conflicto. Así, una vez puestos en contexto, somos partícipes de la realidad concreta de los mineros de hoy y de sus dudas respecto a cómo enfrentar la desmovilización.

 

4

En el coche que me lleva al aeropuerto para regresar a Barcelona, coincido con Pep Garrido, codirector junto a Xesc Cabot de Sense sostre (2019), crónica dramatizada del arduo día a día de un sin techo al que da vida Enric Molina, un actor no profesional que ha conocido lo que es vivir en la calle. La película me generó no poca incomodidad, y permite abrir el debate sobre desde dónde contamos algunas historias y si es pertinente hacerlo. Sus autores apuestan por un tratamiento estético que llega a ser agresivo, pegándose al cuerpo de su protagonista y también utilizando el desenfoque o la oscuridad para llevar la experiencia a territorios limítrofes con el cine de terror. Hablando con él, despejo algunas dudas que me hacen volver a pensar en el film.

Sense sostre, de Pep Garrido y Xesc Cabot [Copyright Atiende Films y Alhena Production]

Me confirma que, efectivamente, querían que el trayecto del personaje tuviera algo de travesía infernal, porque es así cómo se lo habían descrito varios sin techo, y buscaban poner en primer plano la fisicidad de la piel, el frío o el hambre. Me aclara que, aunque buscaron a actores no profesionales, se impusieron el no trabajar con nadie en situación de vulnerabilidad extrema, tenían que ser personas que pudieran volver cada día a su casa, y también me explica que las escenas se escribieron siempre contando con la aprobación de los actores. Son las siete de la mañana, todavía está oscuro y no sé si soy muy buen periodista. Ya sentado en la cafetería junto a la puerta de embarque, anoto en la libreta lo que Garrido me ha contado y constato que no tomé más notas sobre nada después de la tarde del sábado, esa en que descubrí a Piavoli y dejé sin terminar un cachopo. Supongo que, una vez más, me perdí por el camino.

 

© Toni Junyent, noviembre de 2019