Un análisis amoroso de ‘Viaje’, de Paz Fábrega

¡Feliz día de San Valentín!

 

El amor no existe. O existe durante una fracción de segundo en la que uno cree estar enamorado. Entonces más bien lo que existe es la creencia de que el amor existe, pero el amor no existe. Por supuesto, estoy hablando del amor que se cree existe entre individuos que se aman, o mejor, que se besan y se acarician y follan (perdón, que hacen el amor, puesto que se aman y creen estar enamorados), y no de ese otro amor quizás un poco más verdadero, como el amor a los padres, a los hijos, a los amigos, y muchísimo menos a la charada de la burguesía no menos verdadera ni menos inexistente del amor al arte.

Y como he dicho que el amor entre individuos, el amor romántico, no existe más que como una creencia excepcionalmente corta en el tiempo, aunque lo suficientemente fuerte como para creer en ella, se me ocurre que la experimentación de este, el amor romántico, es una cosa de chiquillos. Yo, por ejemplo, estuve muy enamorado por allá a mediados de los noventa, siendo todavía mozuelo, de Holli Would, la rubia terrible de Cool World (Ralph Bakshi, 1992), hasta que se convirtió en Kim Basinger y ya no me gustó nada. Un amor que no duró ni una hora. Pero esta idea, sin embargo, no es para nada mía sino que me ha llegado constatada más bien a través de la proyección de la costarricense Viaje (Paz Fábrega, 2015), que se estrenó en Barcelona a principios de febrero, auspiciada por la Casa América de Cataluña (1)↓.

La «rubia terrible» de Cool World

Luciana y Pedro se conocen en una fiesta de disfraces en la casa de algún conocido. Ella no se sabe muy bien de qué va disfrazada, podría decirse que de nada, o como lo hacía yo en el colegio durante el Halloween, va sencillamente de Luciana. Pedro en cambio es un oso. Él la aborda en las escaleras rumbo al lavabo y después de un par de preguntas baladí le zampa un beso en la boca. Ella lo esquiva y lo manda a tomar por…, no, esta no es ese tipo de película. Ella desciende enfurruñada hasta la planta baja donde continúa la fiesta. Él no tiene otra alternativa que subir y encerrarse en el lavabo. Minutos después ella reaparece en las escaleras, se lo piensa y sube a la planta alta y se encierra también en el lavabo.

Estos jóvenes de hoy en día… Pero más allá de los jóvenes de hoy en día, este amor moderno (la creencia contemporánea del amor), que ha quedado retratado en ese primer paneo vertical en medio de las escaleras, de la fiesta al lavabo y del lavabo a lo absoluto (o la creencia de lo absoluto), comienza precisamente como un destello de amor fácil –que no es lo mismo que amor sencillo–, que sirve de preámbulo a ese absoluto que no es otro que la Historia, a la que sospechan pertenecer Luciana y Pedro y cualquiera que se haya visto arrastrado hacia el lavabo en el transcurso de una fiesta. El Occidente libre que diga: ¡presente!

Que dentro del lavabo no tenga lugar el consabido polvo (perdón, el hacer el amor) en honor a Dionisio, a la libertad, a la democracia y al todopoderoso Occidente, sino la prefiguración de una historia de amor que sin duda es comprometedora, pues al cabo de un tiempo uno también termina enamorado del amor de estos muchachos, es una clave para creer que estamos ante la Historia. De ahí en adelante uno se deja llevar por la corriente de la atracción, meliflua y poderosa, sin pensar siquiera en dónde diablos termina la cosa. Pero para los que piensen que esta es otra Antes del amanecer (Before Sunrise, Richard Linklater, 1995), de la que no obstante me declaro convencidamente enamorado –por amor al arte desde luego–, están en un error.

El feliz trayecto en taxi de los protagonistas de Viaje

Viaje puede parecer a primera vista una historia de amor pero no lo es, y esta misma se encarga de hacérselo saber a quien se esté haciendo la idea equivocada, esté malinterpretando las cosas; en una palabra, se esté enamorando. El film muy pronto empieza a hablarnos desde la órbita de la sensatez, en este caso, a través de la voz de un taxista que lleva a los dos amantes incipientes a casa después de la fiesta y que no han dejado de hacer planes absurdos respecto a una supuesta vida en común. El taxista, a quien no vemos en ningún momento pero cuya sabiduría de vida supera cualquier imagen, nos dice que las relaciones de pareja, el amor romántico, no pueden ni deben ser tomados con semejante ligereza, mucho menos cuando se va por ahí vestido de oso. De esta perorata del taxista invisible, que la quiero equiparar con la perorata de la conciencia, de la razón irrepresentable, resulta el contraplano del paneo ascendente y descendente de las escaleras; contra el idilio moderno del encierro en un lavabo en medio de una fiesta aparece el vómito de la propia Luciana, que tiene que abrir la portezuela del taxi porque la verdad ha sido incontenible.

Pero como estos chicos creen (y creemos) estar enamorados, la historia coyuntural continúa con sus pretensiones de Historia trascendente y pareciera querer jugar a convencernos de ello. El principal indicio sigue siendo el mismo, es decir, la ausencia de sexo (no hacen el amor, ¿o eso es justamente lo que hacen?). Al llegar a la casa de Pedro lo intentan –¡y cómo no si se han encerrado en un lavabo en medio de una fiesta y ahora están en la cama!–, pero no alcanzamos a ver ni siquiera el perfil de las sinuosidades de Luciana, imagen que en algunas películas se traduce al castizo y simplón aquí te pillo, aquí te mato. Aunque esto, contrario a lo que puedan pensar, es algo muy positivo, pues la ausencia de sexo en un relato sobre una pareja sexualmente activa que se desea quiere decir que lo que está primando es el espíritu, esto es, el amor romántico.

Que si esto suena a retardatario y retrotrae a las antiguas pautas sociales importa un pepino. Que si hay ingenuidad por otra parte, puede ser, pero la creencia en el amor romántico, más que ser una forma sutil de llevar la relación entre Luciana y Pedro, nos da motivos para seguir pegados a la pantalla con una sonrisa bobalicona en la cara, como llamar a la mañana siguiente a ese número que nos han anotado en el móvil en una pudibunda noche de copas. Y si es cierto que uno sigue adelante únicamente en aras del premio mayor, la eyaculación en tierra desconocida, el momento de la espera sin sexo bien vale una consideración desde lo espiritual.

El deseo entre la pareja de la película de Paz Fábrega

En efecto hay sexo, para no hacerle una publicidad contraproducente a la película de Paz Fábrega. Lo hay como solo el cine no pornográfico puede mostrarlo. De lo contrario habría sido poco realista, sobre todo para el Occidente libre, cuando no poco interesante y arriesgado, pero esa es otra historia. Los dos amantes consuman y consumen todo lo que pueden dar de sí en el anhelado viaje, un periplo en las profundidades de la selva costarricense a donde Pedro debe ir a completar su investigación de trabajo de grado. Dentro de una tienda de campaña ponen a prueba su amor y el de todos nosotros a la luz de una romántica linterna a baterías mientras del otro lado de la lona reverberan los sonidos del trópico. Y tras el polvo, reposado desde el principio, surge la realidad: Luciana tiene un novio en Londres, al que tiene previsto visitar en un par de semanas.

Nadie lo querrá aceptar, pero puedo jurar que en la sala número tres del cine Girona resonó un buuum en ese momento. Volvemos a estar en el lavabo de la planta alta o algo parecido, un lugar minúsculo y fugaz, casi accidental, en donde creemos que sucede la Historia –el amor– pero no es así. Tal vez la metáfora más plausible del lavabo es que se trata de un lugar destinado para las necesidades apremiantes del cuerpo, como supongo lo es también una tienda de campaña en medio de la selva. Así, estos chicos han confundido la cabeza (o el corazón) con el culo (o los genitales) y han terminado de bruces en el agua del inodoro. Tan solo resta tirar de la cadena y ya.

Sin embargo, estos jóvenes modernos no tiran de la cadena, no dejan fluir el agua empecinados en creer poder salir de ella. Luciana se queda con Pedro porque ha perdido el único autobús que sale de la zona y el próximo no pasa hasta dentro de dos días. Sí, es víctima nuevamente de las necesidades apremiantes, pero en vez de recurrir a opciones más prácticas, puesto que tiene que permanecer en medio de la nada junto al prácticamente desconocido Pedro, decide reiterarle un imposible: el amor. Ella no se va para ningún lado a reencontrarse con nadie, se queda con él y viven felices para siempre. Es en este juego del sí pero no, del cachondeo y de la nada donde se identifica la naturaleza infantil de ambos frente a la relación de pareja. El amor romántico en Viaje no se expresa en la puerilidad sino en la inmadurez.

¿Existe realmente el amor?

El amor rápido –y no hablo de sexo–, a pistoletazo, pero también el amor lento, milenario, el de todos los tiempos, es un juego de chiquillos que se materializa en la indecisión y en el error, y que no siempre culmina en el aprendizaje de las magulladuras. Y como en la infancia se puede creer con fe ciega en cualquier cosa, desde el Hombre de la arena hasta Jesucristo, luego el amor también es una posibilidad pero solo como reminiscencia de esas mismas creencias primitivas en lo absoluto y en lo sobrenatural-maravilloso. Luciana y Pedro viven en su Edén en blanco y negro, jugueteando entre bejucos y chapoteando en el arroyo, pero nada es para siempre y menos lo que no existe. Luciana se va mientras Pedro está por fuera recolectando muestras para su investigación. Consigue que un coche particular le pare en la carretera y la saque de allí. Adentro una mujer que conduce y a la que no vemos, como el sabio taxista, le pregunta a Luciana por su vestido. Ella contesta que así era su uniforme de colegio.

Solo al final descubrimos que Luciana estuvo disfrazada todo el tiempo de colegiala, al contestar a las preguntas de esa voz madura que está por fuera de cuadro como si se tratara de su madre que la conduce rumbo al instituto. Uno podría pensar que esto no es el final del amor, que su decisión hace parte del juego que prosigue, especialmente por la corta duración de la película (poco más de una hora), pero el corte a negro y los créditos finales han zanjado la cosa. ¿Que es otra historia de amor imposible, de femme fatale que abandona el lecho amoroso durante la madrugada? Yo creo que no. El amor imposible es una redundancia y las femmes fatales son todas de las que uno se enamora, igual de irresistibles e imposibles. Viaje no es otra expresión del amor sino de la creencia –equívoca– en él, con todas sus ilusiones, pero sobre todo, con todas las desilusiones del mundo amoroso. En definitiva, esta sí es esa película, en la que mandan a tomar por culo a Pedro y de paso a todos nosotros.

 

© Julián Cajas, febrero de 2017

 

(1)↑ Para mayor información sobre la programación de cine latinoamericano de la Casa América de Cataluña, visitar http://www.americat.cat/es/cinema_es