Historia de una pasión

Poesía y melancolía de Emily Dickinson

 

«Una inmensa mayoría de mortales vive en desesperación callada.

¿Por qué hemos de afanarnos tanto por alcanzar el éxito?

Si un ser no vibra al compás de sus semejantes…

quizá es porque oye una música diferente…

debe seguir el ritmo que oiga, no importa cuál sea… o de dónde venga».

Cita de Walden (1854), de Henry David Thoreau,

leída por Cary Scott (Jane Wyman) en Sólo el cielo lo sabe

(All That Heaven Allows, 1955), de Douglas Sirk.

 

Elogio de la resistencia femenina

A tenor del escaso despliegue informativo que suelen generar sus películas, uno puede llegar a pensar que el cineasta inglés Terence Davies plantea ciertos dilemas a la crítica de cine española. A pesar de tener siete largometrajes, un documental y tres cortometrajes cuyo nivel general es ciertamente envidiable, su obra, sin ser necesariamente despreciada, no parece generar ningún tipo de consenso (1). Es cierto que su figura ha quedado asociada a un, por lo general, poco recomendable prestigio de festival, pero también que son más bien pocos los que le suelen destacar como uno de los más apreciables realizadores europeos contemporáneos. Sin ir más lejos, el excelente Mike Leigh y el irregular Ken Loach son, de entre sus paisanos, quienes siguen exhibiendo una mayor capacidad para ganar premios o acaparar la atención mediática. Esto tal vez es así porque el conjunto de la filmografía de Davies, a pesar de exhibir una incuestionable coherencia y rigurosidad, no es en apariencia eso que llaman original —ni acusa un nivel de compromiso social o político demasiado obvio—, porque, según cómo se mire, su trabajo de puesta en escena, más iconoclasta de lo que parece, puede oler a cine clásico, concepto este un tanto denostado por los más modernos, o porque su aire de personaje culto y escasamente provocador encaja a duras penas en un universo cinematográfico (el actual) bastante propenso al egocentrismo.

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Sea como fuere, lo cierto es que sus imágenes permanecen en la memoria de aquel que se deja seducir por ellas, muy probablemente porque su construcción, todo y estar caracterizada por un temple narrativo considerablemente sosegado, obedece en realidad a un impulso creativo de naturaleza más visceral. Su último filme, Historia de una pasión (A Quiet Passion, 2016), supone un punto álgido en su obra, y la madurez estilística que su puesta en escena demuestra puede ser considerada una consecuencia (o destilado) inequívoco no solo de la edad que Davies tiene en la actualidad, casi 71 años, sino también del progresivo refinamiento visual al que ha ido sometiendo sus propuestas. Sus cuatro últimas ficciones (si no consideramos su documental de 2008 Of Time and the City) escenifican sin duda una evolución muy convincente: me refiero a La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), The Deep Blue Sea (2011), Sunset Song (2015) y a la propia Historia de una pasión, que es la que centrará nuestra atención en las próximas líneas.

Semejante conjunto de relatos de época están protagonizados por mujeres cuyas circunstancias las empujan a plantar cara a las servidumbres impuestas por el hombre o, de forma más precisa, por un determinado y generalmente retrógrado orden social. El suicidio es contemplado por dos de ellas como la única vía de escape posible —si Lily Bart (Gillian Anderson) consuma su muerte en La casa de la alegría, la tentativa que Hester Collyer (Rachel Weisz) lleva a cabo en el mismo sentido queda frustrada al inicio de The Deep Blue Sea— mientras que es la trágica muerte de su joven marido la que consigue relativizar la plenitud vital alcanzada contra viento y marea por la intrépida Chris Guthrie (Agyness Deyn), y una enfermedad incurable la que barre de forma terminante las aspiraciones de autorrealización de la poetisa Emily Dickinson (Cynthia Nixon). He aquí un cineasta, Davies, que parece tener las cosas claras. Y he aquí también unos filmes, especialmente los dos últimos, estrenados en nuestro país con apenas dos meses de diferencia, que complementan la rica galería de personajes femeninos que nos ha dejado el año 2016: a la Carol (2015) de Todd Haynes cabe sumar la Michèle Leblanc (Isabelle Huppert) de Elle (2016), dirigida por Paul Verhoeven, las hermanas de Nuestra hermana pequeña (Umimachi Diary, 2015), de Hirokazu Koreeda, la protagonista de La venganza de una mujer (A Vingança de Uma Mulher, 2012), de Rita Azevedo Gomes, o incluso la jovencísima Thomasin (Anya Taylor-Joy) de La bruja: Una leyenda de Nueva Inglaterra (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers. Davies se alinea de ese modo con algunos de los grandes cineastas de la mujer que la historia del cine ha ido entregando: pienso en Von Sternberg, Lean, Cukor, Ophüls, Naruse, Mizoguchi, Bergman o tantos otros.

 

Tierra de penumbras

Uno de los aspectos más fascinantes de Historia de una pasión atañe a la particular estrategia narrativa que Davies emplea para recrear de manera indirecta el proceso creativo de Emily Dickinson. Dicho de otro modo, el cineasta evita recurrir a la consabida (y explícita) filmación de aquellos momentos en los que el personaje se entrega a su poesía. Una decisión que, sumada a su renuncia a utilizar la acostumbrada y detallada cronología por años o a la acumulación sistemática de anécdotas supuestamente relevantes, no solo hace del filme una obra inusual sino que le confiere su muy particular aura, que poco (o nada) tiene que ver con la del biopic tradicional: no es fácil encontrar precedentes cinematográficos que expresen el mundo interior de una escritora tan atormentada como Dickinson de una forma tan sutil y al mismo tiempo tan compleja, armonizando el retrato psicológico de su protagonista con la expresión visual de un determinado estado de ánimo singularizado por la melancolía, la frustración o incluso la desesperación.

Allá donde Sunset Song se mostraba exultante y sensual en el uso del color —la luminosidad y unos bellos espacios naturales que oxigenaban de forma puntual las imágenes—, Historia de una pasión, que transcurre sobre todo en interiores, deviene claustrofóbica y sombría, lo que la sitúa en una órbita más cercana, sin duda, a la de casi todos los filmes previos de Davies, especialmente, de nuevo, La casa de la alegría y The Deep Blue Sea, películas que además quedan definidas por cierto aire teatral que emana precisamente de ese recogimiento espacial. En el caso del retrato de Emily Dickinson esto es así porque la escritora fue recluyéndose cada vez más en su hogar de Amherst, en Massachusetts, a causa de un rechazo cada vez más patológico a entablar contacto con todo aquel que no fuera un miembro de su familia.

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El uso de la iluminación indirecta, que deja sumidos los rostros en la penumbra, así como la renuencia a utilizar fuentes de luz más acusadas para contrarrestar semejante oscuridad, revelan las intenciones del realizador, que no son otras que expresar las causas (o los motivos) que pudieron llevar a alguien a escribir como lo hizo Dickinson. Aclaro aquí que nunca he leído nada suyo, pero que este conocimiento apenas resulta necesario porque Davies salpica el desarrollo del filme con la lectura en off (a cargo de su propia artífice) de unas poesías, escogidas con notable precisión, que tienen la clara intención de revelar al espectador cuál pudo ser el origen de su escritura: las secuencias entre las que aparecen intercalados (o durante las que se escuchan) estos fragmentos, que suelen funcionar a modo de secuencias de transición, se revelan más que efectivas en este sentido. Así sucede con la evocación de las atroces batallas de Gettysburg, Antietam y otro escenario bélico más —a través de un montaje de imágenes fijas al que se superpone una serie de rótulos que inciden en las bajas acumuladas— mientras la voz de Dickinson lee un poema que refleja las consecuencias de una guerra fratricida que enfrentó al Norte con el Sur. Un cruento contexto que fue precisamente el que inspiró a Scorsese el diseño de una magistral y poética secuencia, la mejor de su irregular Gangs of New York (2002), que resultaba excepcional en su insólita formulación audiovisual porque acertaba a reflejar de manera también indirecta las consecuencias del conflicto: me refiero a la secuencia en el muelle de Nueva York que describía el alistamiento de unos inmigrantes irlandeses recién llegados a la Tierra Prometida. Mientras la cámara se desplazaba por el escenario hasta revelar en último lugar que el mismo barco que iba a llevarles a la guerra descargaba en ese preciso instante los ataúdes con los cuerpos de aquellos paisanos suyos que ya habían sido sacrificados, el italoamericano alternaba de forma magistral el uso de dos canciones que expresaban la particular naturaleza del enfrentamiento: por un lado Paddy´s Lamentation (La lamentación del irlandés), tema que hacía referencia a esos irlandeses que iban a luchar por la cohesión de su nuevo país, y por el otro Bonny Eloise, The Belle of the Mohawk Vale (La bella del valle Mohawk), pieza creada en 1859 por John Rogers Thomas (música) y George W. Eliott (letra), que durante la Guerra Civil Norteamericana (o Guerra de Secesión) fue muy popular entre los confederados partidarios de la separación.

La mención a Scorsese no es casual. Él es precisamente el responsable de la brillante La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), modélica adaptación de una novela de Edith Wharton a la que caracteriza la riqueza de sus soluciones de puesta en escena, generalmente muy audaces. Con ella se adelantó siete años al propio Davies, que también adaptó a la escritora en la notable La casa de la alegría, otro retrato, al igual que aquel, de un proceso de degradación femenina en un universo dominado por los prejuicios sociales. Pero, además, si en Gangs of New York Scorsese supo utilizar con sabiduría, y con intenciones puramente románticas, la melodía tradicional Last Rose of Summer —que Davies retoma en Historia de una pasión con fines más dramáticos—, en su documental Lady by the Sea: The Statue of Liberty (2004) hizo otro tanto al cerrar su recorrido por las luces y sombras de la libertad con la pieza The Unanswered Question, de Charles Ives. Si en aquel caso la frágil y dramática melodía evocaba de manera subliminal una misma pregunta sin respuesta que el cineasta planteaba al principio y al final de la película para otorgar una estructura circular a su trabajo, Davies la recupera al final de su Historia de una pasión para reflejar la gravedad trágica que permanecía agazapada tras la fatídica muerte por enfermedad de Dickinson: una muerte, por cierto, que también pareció dejar en el aire un misterio sin respuesta, el de la propia vida de una poetisa que, conducida por una fuerte convicción personal, no pudo evitar ir a la contra de casi todo el mundo. Si bien su arte logró trascender el olvido que ella tanto temía —y que Davies recuerda a través de la significativa conversación que Dickinson mantiene al respecto con el reverendo Wadsworth (Eric Loren), un hombre, casado con una mujer intachable, que acaso pudo convertirse en su amante ideal, ya que la escritora le admiraba sinceramente a pesar de ese cariz ofensivo que otros representantes de la iglesia veían en ella—, el misterio de su ser prevalece.

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Esa carencia afectiva que la escritora padecía casi al modo de una enfermedad es la que inspira a Davies una de las secuencias más anómalas de todo su filme. Me refiero al estilizado momento en el que, saltándose toda lógica narrativa, visualiza la aparición nocturna de un extraño que parece avanzar con determinación desde el vestíbulo de la casa hasta la habitación de Dickinson, situada en la primera planta. En un primer momento, un travelling se aproxima hacia la poetisa, que permanece a la espera sentada sola en la penumbra de una estancia que apenas queda iluminada por una lámpara de mesa. La puerta del lugar se abre sola, efecto que añade una componente irreal a la imagen, mientras una pausada pero romántica canción —probablemente una pieza titulada I’m Alone (2)— ensalza los sentimientos que se amagan tras semejante deseo. A continuación, el amado secreto, evidentemente idealizado y del que tan solo llegamos a ver una silueta perfectamente recortada al contraluz, entra en la casa y sube las escaleras por medio de un ralentí que aporta ingravidez a su movimiento y dilata el tiempo de espera. Por último, Davies retoma el plano inicial pero para filmarlo ahora a la inversa. La cámara retrocede, la puerta se cierra y el rostro de Dickinson revela su frustración: aunque se trata de una ensoñación, su deseo no se ha visto satisfecho. Sin embargo, en la realidad, y a pesar de las buenas intenciones que tenían algunos de sus pretendientes, a los que la escritora recibía manteniendo las distancias (ella en el piso superior, ellos en el inferior) y sin llegar a mostrarse físicamente (razón por la que durante el proceso de cortejo ambos se hablaban pero no se veían), Dickinson rechazó todo tipo de tentativas, muy probablemente presa de la tremenda inseguridad que le provocaba un físico poco agraciado que Davies, afortunadamente, se cuida mucho de falsear o maquillar con vistas a facilitar la adhesión o empatía del espectador: en este sentido, la elección de Cynthia Nixon se revela ejemplar y poco complaciente, pues su físico poco convencional dista apropiadamente de lo que habitualmente se entiende por bello.

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Paseo por el amor y la muerte

El amor (o su ausencia), los prejuicios sociales y religiosos y la enfermedad y la muerte parecen ser, grosso modo, los temas fundamentales de Historia de una pasión. Son los que mejor definen la trágica existencia de un ser, dotado de una extraordinaria sensibilidad e inteligencia, que experimentó el rechazo de los demás por muy diversas razones. Esta circunstancia queda planteada por Davies desde la propia apertura de la película, cuando en un juego de planos-contraplanos bastante abiertos y frontales a los que caracteriza un tipo de composición deliberadamente cartesiana, muestra cómo una joven Dickinson (Emma Bell) contesta a unas preguntas de Miss Lyon (Sara Vertongen), la responsable del seminario femenino del que es alumna, antes de quedar simbólicamente aislada de sus compañeras, que inicialmente la rodean, en función de unas respuestas que no encajan con la tradicional ortodoxia de la doctrina religiosa. Ese desplazamiento, que evidentemente también se dejó sentir en otros aspectos de su vida, fue probablemente la causa de un desgaste vital que el cineasta, en el que acaso sea el único salto cronológico de auténtica importancia que se permite, insinúa a través de un audaz y casi imperceptible morphing que expresa el envejecimiento del rostro de la protagonista, así como el de sus padres y hermanos, al mismo tiempo que evidencia la aparición (en sus semblantes) de una severidad que se antoja prematura dado que el período transcurrido no es probablemente (a tenor de lo que el espectador deduce por medio de la elipsis) lo suficientemente dilatado. Una erosión, en definitiva, producto de un sufrimiento causado por las decepciones vitales, como muy bien ejemplifica la antes citada conversación de la madre con la protagonista, en la que la mujer revela su proceso de melancolía, que la ha obligado a vivir semiaislada de los demás en una habitación de su casa (lo que en cierto modo sugiere que su hija ha heredado el mismo mal), o incluso por las enfermedades (su padre murió a consecuencia de un ataque de apoplejía, su madre quedó paralizada por un ataque de una naturaleza similar y ella experimentó los efectos del llamado mal de Bright, una enfermedad renal incurable y degenerativa). Empero, en el que puede ser considerado un acto de justicia poética, Davies restituye al final del filme, tras la muerte de la protagonista, la juventud original de Dickinson por medio de un morphing inverso al anterior que concluye con la recuperación del auténtico rostro de la escritora. De ese modo, el realizador consigue que su personal reinterpretación de la vida de una poetisa que falleció sin haber transcendido su anonimato alcance un vuelo inequívocamente elegíaco. Historia de una pasión supone el último e inmejorable peldaño —hasta el momento— de una trayectoria sólida y sin fisuras que ya desde sus primeros cortometrajes, tan imperfectos como audaces, se ha caracterizado por su particular vuelo poético y por una marcada tendencia a utilizar la música, ya sea instrumental o cantada, popular o más culta, con el propósito de elevar los sentimientos del espectador.

 

© Óscar Navales, octubre 2016

 

 

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(1) Aclaro que esta impresión mía viene dada por unas determinadas circunstancias, algunas más objetivas y otras tal vez más subjetivas. Tanto The Deep Blue Sea como Sunset Song pude verlas en las correspondientes ediciones del Festival Internacional de Cinema D´Autor de Barcelona y en ambas ocasiones varios críticos me manifestaron sus reticencias al antojárseles algo distintas a las anteriores películas o al no satisfacer unas expectativas puramente personales. De la segunda, en concreto, se suele criticar su excesivo dramatismo. Puede que exista un culto en torno a la obra de Davies, pero es en todo caso más minoritario (o menos consensuado o apasionado) que el que se profesa en determinados círculos por realizadores como Richard Linklater, Albert Serra, Apichatpong Weerasethakul o más recientemente Paul Verhoeven, otrora denostado, y el casi siempre invisible Whit Stillman, que al parecer ahora levanta pasiones. Cuando el verano pasado la revista Caimán dedicó su portada a Sunset Song, el contenido interior (una crítica de dos páginas, como suele ser habitual, y una brevísima entrevista) no se correspondía con los acostumbrados y extensos dosieres que suelen generar las películas o realizadores más destacados. Con Historia de una pasión la cosa no ha ido mucho más allá. Sin embargo, en 2008, el Festival de San Sebastián le dedicó una atractiva publicación monográfica a cargo de varios autores y algunos de los que actualmente hablan de sus películas más recientes lo hacen en términos de “extraordinario”.

(2) El hecho de que la concepción de esta pieza, siempre y cuando yo esté en lo cierto y sea la que verdaderamente suena en la secuencia —lamentablemente, con posterioridad al visionado no he podido acceder a un listado de los temas que conforman la banda sonora—, se deba a Eric Idle y John Du Prez, integrante y compositor, respectivamente, del grupo humorístico Monty Python, no hace más que plantearme dudas. En cualquier caso, si efectivamente fuera así, Davies estaría literalmente subvirtiendo el tono original, volviéndolo ahora mucho más solemne (y por supuesto anacrónico), de una pieza creada originalmente para el musical Spamalot (2004).