Sunset Song

Ella pasó tantas horas a la luz de las velas

 

En uno de los pocos momentos de felicidad completa de la vida de Chris Guthrie (Agyness Deyn), ella y su marido Ewan Tavendale (Kevin Guthrie) comparten la cama, recién casados, dichosos. De repente, el plano se funde en otro, de un cielo en plenitud, en una de las varias veces que esto sucede a lo largo de la película. La cámara desciende del cielo a la tierra a través de las copas de un inmenso árbol, a los pies del cual encontramos a Chris, acariciando su vientre. La voz en off que acompaña la escena habla de una nueva mujer, que nace en ese momento y que solo ella misma será consciente de ese cambio. Un nacimiento que no es solo el de su hijo, sino el de ella misma. Son muchas Chris las que nacen a lo largo del film, un proceso de adaptación y maduración desde que es poco más que una niña de grandes ambiciones hasta que se convierte en madre y alcanza una portentosa madurez, como señala en otro momento la voz en off, diciendo “nothing endures but the land” y unos segundos después “she was the land”.

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El cielo y la tierra son protagonistas de Sunset Song (Terence Davies, 2015). O más bien es protagonista el punto que los une. O aquello que rompe la línea del horizonte, que es tanto aquel árbol como el cuerpo de Chris. Es una película entregada a esa idea tan ambiciosa, aunque la forma de abordarla no tenga mucho que ver con la grandilocuencia y la exageración con lo que habitualmente se entiende como la ambición en el cine. En su lugar, Davies trabaja con admirable belleza el espacio cotidiano, las estancias de esa casa familiar de Blawearie, a donde llega de adolescente con su familia, llevada por la obstinada convicción de su autoritario padre. La aproximación del cineasta británico a este film es puramente dramática, de ahí que sus planos se expongan con sencillez, sin tratar de sublimar la belleza de los encuadres (un trabajo delicado en formato 2.35:1) ni buscar un análisis psicológico e histórico a través de la planificación. Esa ambición, por decirlo de alguna manera, metafórica, se construye poco a poco, secuencia a secuencia, a partir de los trabajos diarios, de empaparse de las mismas estancias y paisajes, casi como fruto de la casualidad o de una evidencia innegable de la naturaleza, fuera del control del director. Como la escena en la que tras haberse sentido por primera vez deseada como mujer, Chris se mira al espejo, quitándose el camisón y atiende, entre la estupefacción y la sorpresa, a su cuerpo desnudo. De nuevo, otra transformación, un paso de una Chris a otra, a través de un objeto que ya no es un árbol, sino un espejo. Un espejo mágico, que diría Manoel de Oliveira.

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Citar al maestro portugués no es aventurado. Pensé en Oliveira, en O Gebo e a sombra (2012), en aquellos planos inmensos con los actores sentados alrededor de la gran mesa, donde el único punto de referencia, más allá de sus rostros, era una lámpara de aceite, que creaba el espacio en la oscuridad. Esa luz, la de Oliveira y la de Davies, es como un eje entre los diferentes planos de la misma escena. Si en O Gebo e a sombra era una cadena de planos y contraplanos entre Gebo, su esposa y sus invitados, Davies propone algo más abierto y poliédrico, pues los encuadres de un plano no tienen una simetría directa con el anterior, sino que se ordenan en función a los puntos de luz o, eso sí, en referencia al punto de luz del plano previo. Son esos haces de luz, artificial o bien la del sol que se filtra por las ventanas, la que da forma a las distancias. Davies trabaja continuamente la luz, no buscando iluminar mejor cada escena, sino como punto de referencia, como cuerpo dentro del film. Hay escenas donde los protagonistas encienden y apagan velas, y vemos cómo se transforma el espacio. O aquella escena en la que Chris llega empapada a casa de su vecino Chae Strachan (personaje que recuerda a los tres padrinos fordianos) y este le dice que se cambie de ropa en la habitación de al lado. Allí estamos prácticamente a oscuras y notamos la luz, detrás de la protagonista, apareciendo por una puerta semiabierta, y marcando su silueta desnuda. Uno de los triunfos de esta película es que no hay una espectacularización del uso de la luz, y tampoco se pretende dar pistas dramáticas o psicológicas en función a su presencia. Es como si Davies trabajara, al margen del drama, un ciclo vital completamente distinto. Entre esos dos ciclos, el del drama y el del sol, se encuentra Chris, la niña que al inicio del film sueña con ver el mundo leyendo historias de amor y revolución, con escapar de ese lugar que considera tosco, violento, poco civilizado y que, al final, a fuerza de recibir esa luz prodigiosa, pasa a convertirse en un elemento más del paisaje. “She was the land”.

Este proceso se lleva a cabo a partir del trabajo de la cotidianeidad, de un lento discurrir de escenas en el interior del hogar, de la vida diaria de Chris y de los hombres que le acompañan a lo largo de su vida. Su hermano rebelde que huye de casa para casarse y viajar a América; su padre autoritario, pesadillesco, que empuja a su mujer al suicidio y en su delirio final trata de violentar a su hija; su marido Ewan, con el que se libera y se convierte en mujer, pero al que nunca se entregará por completo, pues en eso parece radicar su absoluta libertad, su fuerza revolucionaria. Los hombres pasan por su vida, también el generoso Chae o los distintos peones que contrata para que le ayuden a cultivar la tierra. Chris va un paso más allá que la Barbara Stanwyck de Cuarenta pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957), la Susan Hayward de Caravana hacia el sur (Untamed, Henry King, 1955) o la Aurora Bautista de Condenados (Manuel Mur Oti, 1953). O más bien, no da ese paso. Las sucesivas catarsis del film no terminan en una aceptación de alguno de esos hombres, sino en un paso más hacia su independencia.

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Transformaciones también a partir de los rituales, que fijan la sucesión de los ciclos vitales. Los partos de las mujeres y los funerales; la siembra de la cosecha, las jornadas al sol y el caos de las lluvias torrenciales; las reuniones nocturnas alrededor de las lámparas, con el padre fumando y la madre cosiendo… Y las descripciones minuciosas y hermosas de los momentos más íntimos, como la primera vez que Chris y Ewan se encuentran tras reconocer su amor. Ella le abre la puerta, él le toma la mano; Ewan se sienta en una mecedora y Chris se pone en su regazo. Allí vemos, cómo se acarician las manos y realizan gestos cómplices, escena que Davies resuelve en solo dos planos, filmados desde diferentes esquinas de la casa, a distancia, como no queriendo imponer su mirada sobre ellos, respetando ese espacio y esos tiempos, esa intimidad. Sunset Song es una película que nunca impone la visión del director, que no trata de coartar o limitar esos espacios que pertenecen a los campesinos y lo hace también sin recurrir a tácticas habituales del cine contemporáneo, a esos planos exageradamente largos que permite la tecnología digital. Davies consigue que su composición no derive en censura o en adecuación capitalista o comercial de los tópicos campesinos. Es muy diferente de sus anteriores películas. Si en The Deep Blue Sea (2011) utilizaba la música de Samuel Barber para elevar la cámara, para engrandecer a sus personajes, en Sunset Song vemos la operación contraria. Casi sin acompañamiento musical (apenas dos canciones que suenan en escenas de transición y en unos pocos momentos puntuales) y evitando desplazamientos de cámara contrarios al propio movimiento de los personajes -de nuevo, exceptuando tres o cuatro casos concretos, engrandecidos precisamente por esa excepcionalidad-, el nuevo film de Davies parte de una óptica anti-espectacular, poniendo la cámara a la altura de sus personajes, clavada en la tierra, lejos de aquel sublime plano con steadycam que abría The Deep Blue Sea. Hay en este film una humildad campesina, una aceptación de lo cotidiano, una rendición ante los rituales diarios que podría recordar a algunos films de John Ford o de Mark Donskoy; cineastas que mostraron en sus películas el arraigo de ideas y comportamientos sociales milenarios a través de los pequeños gestos y los trabajos.

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Pero hay rituales que sí se manifiestan siempre en el cine de Davies, como las canciones. Al igual que en Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988) el director crea un espacio donde los trabajadores (obreros allí, campesinos aquí) dejan de definirse por su trabajo y lo hacen por lo que son en verdad, en su libertad. Canciones que se improvisan en las reuniones en casa del padre de Chris, canciones que se declaman lentamente, sin ritmo, de manera tosca, pero que dan lugar a bellos momentos de comunión. En el día de su boda, los invitados piden a Chris que cante una canción y ella lo hace, en el improvisado banquete en el establo, ante la admiración de todos, vestida de novia. Canciones como las que cantan todos los vecinos atravesando la colina, como si brotaran de ella (Davies filma la colina y vemos cómo aparecen desde la otra ladera, entre el cielo y la tierra), camino de la iglesia. Coros celestiales que Davies, pese a no ser católico, filma con convicción devota, de la misma forma que Dreyer filmaba los milagros. Es dentro de las paredes de la iglesia donde se produce la aparición más sobrenatural de la luz, filtrándose por las vidrieras, como si esa escena sirviera únicamente para manifestar el paso del sol por esas ventanas, como si se tratase de una auténtica fuerza divina. Escena, en cualquier caso, que representa una nueva catarsis, un nuevo drama, el de la guerra que dejará de nuevo sola a Chris.

Todos estos gestos van operando cambios leves, pero contundentes en la protagonista. Es como si ella fuese poco a poco emancipándose del mundo de los hombres, ese mundo de violencia y desprecio, de guerra e injusticia. Una guerra, la del 14, que Davies sentencia en dos únicos planos steadycam: uno filmando un terreno lleno de barro y alambradas, como si la cámara levitara sobre ese campo de batalla miserable y otro, tras un leve fundido, realizando el camino inverso. En esos dos movimientos análogos, Davies hace una elipsis de cuatro años en la que parece decirnos que Chris ya ha conseguido su liberación final, que el mundo le pertenece y no debe luchar más contra ningún hombre. Su transformación se ha completado y ya es como ese árbol al que me refería al principio de este texto. O como las piedras de Callanish, ese enigmático círculo de monolitos que el cineasta filma en dos únicos y breves planos al principio y al final del film. Y también como esa silueta del gaitero escocés sobre un cielo ya casi nocturno que cierra la película. Chris ha dejado de ser carne y tiempo para transformarse en signo y espacio; en roca, barro, tierra. “Nothing endures but the land. She was the land. Ella termina por ser, en definitiva, la suma de todas las cosas.

Agyness Deyn

 

© Miguel Blanco Hortas, abril 2016