Play-Doc Tui 2014

 

Representando comunidades

La décima edición del Play-Doc, que se celebró en Tui los primeros días de abril, nos dejó la imagen de un festival consolidado, que ha asentado una fórmula y una personalidad reconocibles que ya hacen de él una cita ineludible de la primavera gallega. En esta ocasión, la programación giraba sobre dos aspectos principales. En lo temático, las diferentes formas y estrategias discursivas que se utilizan para plasmar diferentes comunidades humanas, con acercamientos que van desde los planteamientos etnográficos más tradicionales (Forest of the Dancing Spirits, Linda Västrik, 2013) hasta la etnografía de cariz más experimental, siguiendo la formulación ya clásica de Catherine Russell (Manakamana, Stephanie Spray y Pacho Velez, 2013). En lo estético, la programación se preocupaba por dar entrada a toda una serie de filmes que juegan con una cierta hibridación, no solo entre el documental y la ficción, sino también entre la presencia del azar inherente a la representación documental y la utilización de unos dispositivos de filmación muy marcados, a veces incluso de una cierta rigidez. Nudos en común que permitieron, por otro lado, que el festival no se redujese a una selección de filmes significativos (una especie de best of del documental contemporáneo), sino que estos creasen ecos y correspondencias entre sí, y se hiciesen preguntas unos a otros por las diferentes vías en que un mismo tema se plantea, estableciendo un debate interesante que se prolongaba fuera del ámbito de actuación de cada filme. Una gran virtud para un festival que, por su modesto tamaño, no puede sin duda pretender abarcarlo todo, pero sí pensar pequeños territorios por los que se mueve el cine de no ficción actual.

En ese sentido, las retrospectivas que completaban el programa cumplieron sobradamente su función de ampliar y hacer resonar los títulos en competición sobre similares estrategias formales y narrativas. La cuidada retrospectiva dedicada al joven director mexicano Nicolás Pereda, por ejemplo, añadía elementos de reflexión a los métodos de acercamiento y representación de las comunidades retratadas en los seis filmes que conformaron la sección oficial. Verano de Goliat (2010), a nuestro parecer el título más acabado de Pereda, es buena muestra de ello. El cineasta ensaya aquí una sutil puesta en escena, basada en la repetición y cierto artificio narrativo (aunque ambas características, en mayor o menor grado, se podrían aplicar a todo su cine), que sortea con soltura muchos de los escollos habituales con los que se topaba la sección oficial o, en general, buena parte del documental contemporáneo de vertiente más etnográfica. A saber: el esencialismo, entendido este bajo los parámetros clásicos de las ciencias sociales, es decir, como un contenido cultural sin temporalidad que no forma parte de un proceso ni se ve modificado por él; o, en el otro polo, el llamado formalismo, que difumina la cultura en una forma en constante movimiento, inasible, y en la que apenas podemos entrever cómo se concreta, con toda su complejidad, en un momento dado.

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Manakamana, en la línea de los últimos trabajos del Sensory Ethnography Lab, parece buscar un espacio de representación que se aleje del primero, pero que asimismo evite el segundo por su adscripción, en este caso, a la inagotable capacidad del retrato como narración. Los 11 minutos que dura cada trayecto en teleférico hasta el templo nepalí que da título al documental son el tiempo y el espacio con los que trabajan Spray y Velez para acercarse a cada uno de los pasajeros retratados. Poco a poco, la película revela sus falsos efectos de continuidad y la presencia de los cineastas tras la cámara, lo que a su vez abre el terreno a algunos posibles y bien conocidos cuestionamientos, casi todos, según pudimos recoger, relacionados con una rigidez formal que se impondría excesivamente sobre los protagonistas. Después de la proyección de Manakamana en otro festival, hace unos meses, algunas personas del público se declaraban contrariadas por la falta de cuestionamiento de “esa autopista del capitalismo” en un lugar sagrado para sus habitantes, mientras que otras consideraban esa postura como un ánimo de pureza y exotización ajeno a las dificultades reales de transporte en esa zona. Por su relación con la polarización crítica expuesta anteriormente nos parecía oportuno, simplemente, anotar aquí los rasgos generales de este interesante debate, al margen de cualquier valoración apresurada.

Anak Araw (Gym Lumbera, 2013), sin duda alguna, fue el título de la sección oficial más directamente relacionado con las prácticas experimentales de la representación histórica. A pesar de una sinopsis que prometía “una historia de amor trágico y colonialista, que nace de la búsqueda de la identidad de un albino filipino”, seguramente un envite preliminar a las expectativas de un espectador occidental, Anak Araw se revelaba como el filme más atrevido y desprejuiciado de toda la selección, un acierto notable de los programadores que, mediante esta proyección, se permitían detonar la plácida continuidad de la programación con la propuesta del joven filipino Gym Lumbera. Director de fotografía, entre otros, de Raya Martin, en Lumbera se reconoce esa misma querencia por utilizar e interrogar el archivo histórico de su país, no tanto por resignificar un patrimonio expoliado como por reproducir, precisamente, esa imaginería heredada a través de un juego feroz y violento con el pasado colonial.

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Y si Anak Araw se revolvía incómoda contra esa representación reificada de su país, casi podríamos decir que es justamente lo contrario aquello que hace de Costa da morte (Lois Patiño, 2013) una propuesta marcada por un formalismo en ocasiones complaciente. El filme de Lois Patiño, vencedor en esta edición del Play-Doc y con una trayectoria internacional plagada de éxitos, se apoya en el trabajo de cineastas como Sharon Lockhart o James Benning para retratar la costa gallega bajo los parámetros formales del estructuralismo norteamericano, pero desprovisto, quizás, de la plena consciencia de aquellos de que un paisaje es una construcción cultural, y que como tal obedece a principios ideológicos que no deben ser desestimados. En ese sentido, la rigurosa abstracción plástica de Montaña en sombra, el anterior trabajo de Patiño, se nos presentaba mucho más eficaz en su gradual desconstrucción y potencial cuestionamiento del paisaje.

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Pero sin duda los dos filmes entre los que se podía establecer una resonancia más evidente fueron Ricardo Bär (Nele Wohlatz y Gerardo Naumann, 2013) y Stop the Pounding Heart (Roberto Minervini, 2013), que toman por objetivo dos comunidades religiosas fuertemente reguladas. En el primero de los filmes, el argentino Ricardo Bär, asistimos a un acercamiento reflexivo, donde se describe por medio de una voz en off realizada a posteriori toda la problemática que implica esa irrupción foránea en la vida de su protagonista (la dificultad de la aceptación de esos extraños, los pactos que hay que realizar para poder hacer el filme) para acabar configurando un filme que rehúye una mirada simplista a esa realidad y que no oculta los conflictos con los que se encuentra. Una película, por tanto, que nos hace partícipes de sus dudas, que se trasladan a la propia realización, que utiliza una planificación muy estable, con planos fijos, que seleccionan de forma consciente un aspecto de la realidad, pero en la que en ocasiones aparecen pequeñas imperfecciones, reencuadres que nos hablan de esa necesidad de salirse del esquema prefijado. Si acaso son esa rigidez y una cierta superficialidad de la mirada (que a veces deriva de lo respetuoso de la actitud) las que evitan que el filme acabe de redondear su propuesta.

Stop the Pounding Heart, en cambio, ofrece un ejercicio de estilo visualmente impecable, con una cámara móvil por momentos digna de un filme de Malick, pero donde el retrato revela una cierta comodidad, resultando un filme que no hace más que confirmar un cierta imagen previa de la América rural, una imagen estereotipada no ajena a un cierto sensacionalismo (por ejemplo, en cómo se refleja el uso de las armas en el filme). Por otro lado, lo que parece en principio un cruce entre registros documentales y ficcionales acaba derivando más bien hacia un esquema clásico de cine social sobre el estatuto de la mujer en estas comunidades, y en donde el estilo de filmación observacional sirve de mero envoltorio, sin que provoque ninguna fricción en el resultado final.

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Forest of the Dancing Spirits (Linda Västrik, 2013), por su parte, incidiría también, aunque desde una perspectiva más crítica, en un conflicto abierto entre la mujer protagonista y el poblado pigmeo del Congo del que forma parte. La directora recurre a diferentes estrategias de aproximación, desde el estudio de las tradiciones culturales y religiosas (esos espíritus de los que habla el título, que dan lugar a las secuencias más interesantes del filme) hasta una lectura de corte materialista sobre las condiciones de explotación que sufren sus habitantes, amenazados por la construcción de una carretera y la consecuente imposición de un sistema socioeconómico ajeno. La película, por desgracia, acababa derivando hacia lo melodramático en su exploración de las relaciones familiares de la mujer, en donde además la cineasta bordea peligrosamente el exhibicionismo del dolor ajeno.

En cualquier caso, como decíamos, la sección oficial de esta última edición del Play-Doc consiguió no limitarse exclusivamente a los aciertos o errores de cada unos de los seis títulos programados para juzgar la selección. Antes bien, la apuesta por reforzar las líneas comunes entre ellos hizo más interesante considerarlos en su conjunto, como un breve muestrario de algunas de las prácticas contemporáneas de las que se valen los cineastas para elaborar y pensar nuevas formas de representación etnográfica.

 

© Iván García Ambruñeiras y Pablo Cayuela