The Canyons

Low life

“Dejad que el gran viento en donde tiemblo
se una a la tierra donde crezco”
René Char

 

 

El cine es un camino hacia ninguna parte. En más de un siglo de vida ha visto como todo aquello que le daba orientación y sentido ha ido desapareciendo paulatinamente. Desde el sistema de grandes estudios de Hollywood y su forma de equilibrar razón y emoción a través de una narración, hasta la política de autores que consiguió valorizarle cultural e intelectualmente hasta principios del siglo XXI. Ahora le toca el turno a dos de sus últimos valores añadidos: el celuloide y las salas de cine tal y como las conocíamos hasta este momento. Se trata de una crisis total que engloba a narraciones, soportes y, sobre todo, a un interés general en franco descenso. Pero, pese a todo, la situación no debería considerarse una catástrofe. Como tampoco habría que entonar un lánguido lamento por ella; en realidad todas las historias se desarrollan para alcanzar un final definitivamente.

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The Canyons (Paul Schrader, 2013) arranca con las panorámicas de unos cuantos cines abandonados. Han cerrado en algún momento indeterminado y, por lo visto, ya no proyectan ninguna película. Después de este montaje que sirve de soporte para los títulos de crédito, nos situamos en la mesa de un restaurante donde conocemos a Christian (interpretado por un famoso actor porno, James Deen) y Tara; un productor de lo que queda de Hollywood y la mujer de la que está enamorado. Están cenando con otra pareja. Él explica las dificultades que tiene para sacar una película adelante y conseguir que su negocio no viva instalado en una crisis permanente. La solución la ha encontrado rodando películas porno con la cámara de su móvil. Su particularidad, la novedad que ofrece en la intersección donde confluyen dos mercados tan saturados, reside en el hecho de tener como protagonistas a la propia pareja practicando sexo con personas con las que quedan a través de redes sociales en su propia casa. Estas películas caseras, donde se confunde la intimidad con el espectáculo, lo íntimo y lo laboral de personas que deberían estar parapetadas detrás de la cámara, presentan otros objetivos que tienen que ver con la mejora en el bienestar de la pareja. Sobre todo para Christian, quien alimenta sus inseguridades exhibiendo una forma de poder sensual sobre los demás hombres. En los encuentros que mantiene junto a Tara, quiere disponer de la certeza de mirar a aquellos que le miran sabiendo que no podrán poseer el objeto que desean: su exuberante mujer, por supuesto.

En un primer vistazo, nos encontramos con algunos de los temas que Paul Schrader indagó en El beso de la pantera (Cat People, 1982) o El placer de los extraños (The Comfort of Strangers, 1990), como la frustración sexual, los celos o la posesión de pareja. También, como en Mishima: una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985) o en algunos de sus célebres guiones para otros cineastas como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), vemos al personaje auto-torturado en vida. En el fondo, como resulta evidente, The Canyons plantea una pregunta abierta sobre el futuro del cine. El cine, aunque todo lo que lo ha definido haya desaparecido o esté en proceso, continúa y continuará sobreviviendo entre nosotros como una técnica asimilada por los cuerpos a base de contemplar imágenes, y como un ritual que no cesará de repetirse en diferentes tipos de pantallas. Y estos cuerpos son, como venimos observando en la inmensa mayoría de películas producidas durante el siglo XXI, la obsesión principal de este arte en retirada. No obstante, el cuerpo humano, en su materialidad más pura, se ha convertido en la única unidad temporal de medida. A su alrededor pocas cosas tienen una duración superior a su longevidad. Los objetos ya no pasan de generación en generación, no duran lo suficiente para ser utilizados por los que vienen después de los que los utilizaron por primera vez. Los saberes quedan obsoletos en apenas un lustro de año. Incluso las narraciones ya no sirven para transmitir esta falta. Por lo tanto, la cuestión no gira en torno a la manera en que el cine puede encontrar nuevas formas de producción y distribución de sus películas. Más bien sobre cómo crear una imagen nueva o diferente que sea capaz de ilusionar nuevamente, de movilizar las pasiones, de desatar un interés renovado.

The canyons

Hipótesis: el futuro del cine es la pornografía. Cualquier película porno es, antes que nada, un documento sobre la manera de encuadrar a los cuerpos y una tentativa para encontrar un índice de realidad en su más pura desnudez dentro de contextos completamente irreales. Las figuras de dicho género aparecen totalmente descontextualizadas, y una escueta narración sirve de pretexto para que puedan entrar en acción. Sin embargo, lo verdaderamente relevante de un film porno habita en la manera en que es capaz de regular todas las corrientes de deseo que generan los cuerpos en su contacto sexual, ya que deben excitar en todo momento a los que contemplan cada uno de sus movimientos. Aquí el deseo no aparece para cubrir esa falta ontológica sobre la que se sustenta la sempiterna doctrina de Platón, que todavía hoy gobierna en el mundo de la imagen, el consumo y las relaciones interpersonales: «Quien desea, desea aquello que le falta y no desea lo que no le falta. […] Todos aquellos que desean, desean lo que no es actual ni presente; lo que no se tiene, lo que no se es, aquello de lo cual se carece» apuntaba el filósofo griego en El banquete. En la ceremonia del porno, el deseo ha sido convertido en una nueva potencia que ya no está condenada a una actualización constante o a fracasar en el intento de cumplir con su destino (o bien terminar culminando en un acto, contradiciendo así su propia condición de potencia; o bien fracasando en la tentativa de llegar a ser un acto). Aparece, por el contrario, un deseo suspendido en su actualidad, no estando separado de su fin: es el fin en sí mismo, porque el deseo se ha convertido en una especie de necesidad de lo que no falta.

La falta, esta falta que todos tratamos de colmar desesperadamente (en un futuro) o redimir (en un pasado), es el motor que ha perfeccionado la publicidad después de que fuera puesta en marcha por el cine durante el clasicismo: estamos hablando del héroe y de su trabajo incansable para cumplir con una tarea asignada o autoimpuesta. Su búsqueda, también animada por un amor imposible, conseguía enlazar la causalidad narrativa con el devenir de una errancia vital. Pero ahora estamos en otro tiempo y el cine se encuentra imbuido en un abismo de sí mismo. Los ejercicios melancólicos, el anhelo de lo que fue, no hacen más que alimentar esa falta que parece constitutiva. Y su futuro, por lo tanto, pasa por convertirse en potencia capaz de hacerle soportar su propia y lógica desaparición hasta lugares de menor visualidad pública. Asumir la situación actuando en ella, en vez de ejercitar tentativas hacia ideales (por lo general narrativos y formales) determinados.

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La relación que mantienen Christian y Tara puede explicar esta compleja simbiosis. Ella, como confiesa en un momento del film, no está enamorada de él. El productor consiguió que dejara un trabajo mal pagado de camarera para introducirla en el mundo sofisticado del cine, y solamente permanece a su lado por cariño. En realidad, ama a un compañero camarero con el que mantuvo una relación en el pasado, al que abandonó con la excusa del cambio de clase social. Christian, por el contrario, está enamorado de ella profundamente. Pero no entiende la forma del amor que no sea la de la posesión: posee la mirada de los otros a través de los films que rueda e impide que ella tenga relaciones con otros hombres lejos de su mirada, aunque él sí que lo haga con otras mujeres. Christian desea a Tara por lo que le falta: ese deseo de ella hacia su persona. Tara, por el contrario, desea todo lo que tiene, el momento que vive junto él, aunque el amor haya desaparecido por completo.

“Amamos aquello que deseamos. Deseamos aquello que nos falta”: otro famoso aforismo enunciado por Platón resume el problema al que se enfrenta el cine como arte. Ocurre con Schrader como director, pero también con Tara y Christian como una de tantas parejas en las que uno de los dos falta, bien sea bien por la distancia física o bien porque se ha roto todo vínculo afectivo. Un idealismo de deseo que lo determina como carencia del objeto real, y que solo puede colmarse a través del consumo. Christian consume imágenes de Tara para redimir lo que no puede poseer. En The Canyons no hay, sin embargo, una imagen falsa que viene a colmar otra que falta. Más bien hay una imagen que se hace presente para enfrentarse a otra que tiene delante. Se podría decir que es algo así como la experiencia de Narciso ante el espejo: cuando se coloca ante él no se enamora de sí mismo, sino de la imagen que aparece como si fuera la de alguien al que no consigue reconocer. La sorpresa y el extrañamiento son los que consiguen generar una nueva potencia emancipada de toda falta. Esta tercera vía recae sobre el comportamiento distante de Tara con todos aquellos hombres que la aman. De esta manera, la tentativa de posesión (en el fondo un ejercicio siempre de melancolía), que lleva aparejada intrínsecamente la figura del amor y el anhelo de cubrir la invención de la falta por otro, queda desactivada. Todo esto, por cierto, no se ha cansado de investigarlo Bertrand Bonello a lo largo de su filmografía o Nicolas Klotz en su película más determinante, Low life (2011).

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Muy probablemente, The Canyons sea despreciada y olvidada rápidamente por las mismas razones que la importantísima película firmada por Nicolas Klotz: los actores actúan mal, su estética es amanerada y desaliñada (por no decir de cartón piedra), y su recorrido narrativo dibuja una historia un tanto imbécil. Y en parte se tenga razón al criticarla por estas razones. Sin embargo, estas carencias son, en realidad, unos escenarios fríos de un arte en proceso de desintegración. La película lo evidencia al desarrollarse dentro del mundo del cine, pero sus imágenes no se separan en exceso de la materialidad empleada por Klotz a partir de la herencia dejada por Robert Bresson. En dichos escenarios fríos, parece que ha quedado eliminada toda traza de deseo o pasión, y tanto los personajes como los espectadores no logran empatizar en ningún momento. Y en esos lugares, tanto el Charles de El diablo probablemente (Le Diable probablement, Bresson, 1977) como la Tara de The Canyons luchan, sin volver atrás en el tiempo, por encontrar la misma fuerza que los llevó a iniciar relaciones que han quedado rotas. La posibilidad de ser nace de ahí mismo.

 

© Ricardo Adalia Martín, septiembre de 2013