Prince Avalanche

 

Vida y andanzas de Alvin y Lance

 

Bastrop, Texas. Octubre de 2011. La coordinación de los cuerpos de bomberos de varios condados aplaca el incendio que un mes atrás se desató en su parque forestal. El balance del desastre arroja dos muertos y más de 1.500 hogares consumidos por las llamas. Unos meses más tarde, David Gordon Green comienza el rodaje de Prince Avalanche entre los restos del incendio. Con una sola diferencia: las secuelas del fuego nos trasladan en el tiempo hasta 1988, en el pequeño tramo de carretera que une un pueblo con su vecino. Entre el bosque calcinado y la nada asfaltada. Hogar de fantasmas.

 

Las líneas de la carretera…

Alvin y Lance pasan el verano trabajando como operarios de mantenimiento. Mientras los demás reparten su tiempo libre entre baños en el río Colorado y fiestas en el condado vecino, la preocupación de ambos se concentra en apuntar correctamente la pistola para pintar las rayas amarillas de la carretera. Por el camino, como las miguitas de pan de los cuentos infantiles, un rastro de conos de señalización que indica que, al menos, alguien está vivo en medio de esa naturaleza muerta. La jornada concluye antes de que caiga la tarde, eclipsada por el cassette de autoaprendizaje de alemán que escucha Alvin. Hasta ese momento, los únicos sonidos que han alimentado el lugar han sido la tracción de la carretilla, el golpe de martillo para fijar las señales lumínicas o el gorjeo que emite el motor de la camioneta antes de calentarse. Pura rutina sintetizada en gestos mecánicos, repetidos una y otra vez, que nos recuerdan hasta qué punto, en determinadas ocasiones, nuestra vida se describe a través de un vocabulario demasiado sencillo.

prinve-avalanche-david-gordon-green

Cae la noche. Interior, tienda de campaña. Encogido en su saco de dormir, Lance intenta hacerse una paja. Probablemente está pensando en Maggie Johnston y en su oportunidad de acostarse con ella durante la fiesta del fin de semana. Alvin, en cambio, duerme. Resulta curioso cómo ha aceptado que su lugar en el mundo se encuentra, precisamente, en ese no lugar. Lance, al menos, aún tiene motivos para rebelarse: lleva camisas horteras, se sube los calcetines hasta las rodillas y, cada vez que puede, cambia la cinta de alemán por otra de música pop. A diferencia de Alvin, que ha interiorizado los ritmos pautados de su trabajo, Lance todavía tiene margen para ser otro de esos adolescentes que agujerean un par de latas de Budweiser y las beben de golpe en pleno corazón del sábado noche. Dicho de otra manera, todavía tiene margen para ser algo más, antes de decidirse por una cosa en concreto.

Durante el fin de semana, Lance vuelve a casa y Alvin se instala en un claro del bosque. Allí, parapetado en su hamaca, entre la calma y el silencio, tiene tiempo para pensar en Madison. Madison es su novia, también la hermana de Lance, y solo tenemos conocimiento de ella a través de una foto pegada en la carpeta y de las cartas que escribe Alvin. Embriagadas de esa emoción ñoña de cuando uno está enamorado, las cartas revelan otro plano de la realidad: cómo Alvin ha elegido que Madison sea otro fantasma que le recuerde lo que significa estar enamorado. En el fondo, hace tiempo que la ha convertido en una imagen casi ideal, tal vez porque teme que en realidad todo se desmorone rápidamente. A veces, escribir es otra manera de evitar enfrentarnos a la verdad, tanto a las alegrías como a las decepciones, mientras fabricamos una alternativa mejor. Por eso, frente a los impulsos adolescentes de Lance, Alvin prefiere apartarse y penetrar en lo profundo del bosque para seguir creyendo que es posible hacer vida en medio de ese terreno yermo.

 

… guían tu camino a casa

En un momento de su travesía, Alvin se topa con el esqueleto calcinado de uno de los hogares arrasados por el fuego. Entre los escombros, una anciana dedica sus esfuerzos a la inútil tarea de rescatar algún pedacito de memoria que no haya ardido. Apenada, le explica a Alvin cuál es su mayor temor tras el desastre: no poder expresar quién es porque el incendio se ha llevado con él la mayoría de sus experiencias. ¿Cómo explicar a alguien todo lo que hubo si ya no queda ninguna prueba que lo demuestre? ¿Cómo mantener con vida unos recuerdos que ya solo quedan en lo más profundo de tu interior? En un gesto insólito, Alvin vagabundea entre el resto de casas quemadas y, en un arrebato, simula una vida familiar en medio de ese desierto. Está la cocina con el horno a punto, la planta de arriba con la habitación de los niños, la mujer hablando por teléfono… Una vieja mecedora queda como vestigio de la casa que fue, Alvin se sienta y mira el horizonte de abetos y malas hierbas. Tal vez piensa que nadie lo ha visto, que esa extraña alegría, que ha sentido ante algo que no sabe si llegará a existir, la ha vivido en la más completa soledad. Tal vez piensa que, por un momento, él también ha sido uno de esos recuerdos que se perdieron en el fuego. Aquellos que ya no puedes compartir con nadie más porque eres el único que los conoce.

prince-avalanche-pelicula

Ante la visión de la casa destruida, una especie de cosquilleo recorre la espalda de Alvin. Por un momento, le ha venido a la cabeza que quizá la pesca salvaje, el aprovechamiento de los medios disponibles y la orientación en el bosque no sean tanto virtudes propias como la expresión de un gran defecto: cuando nos convertimos en cómplices de esa soledad e impedimos que otros puedan acceder a nuestro interior, porque en verdad no saben por dónde entrar; como en la casa destruida, que se ha quedado sin puertas y es cuestión de nuestra imaginación averiguar dónde está la entrada. Aunque ante Lance saca pecho de su aprendizaje autodidacta, en el fondo sabe que solo ha dado pasos hacia atrás. Se vive más cómodamente cuando el diámetro de tu mundo lo comprimen las franjas amarillas de la carretera, el sonido del martillo sobre la placa de metal o beber a sorbitos un botellín de gaseosa con un poco de aguardiente.

Lo que hace de Alvin y Lance unos personajes tan tiernos es que, como todas las cosas que valen, descubren poco a poco su amistad mutua. Entre sorbitos de gaseosa, los crucigramas de viejos tebeos de coleccionista, entre el montaje y desmontaje de la tienda de campaña. Orden y subversión están condenados a encontrarse en un punto intermedio. De ahí que, mientras el diminuto tramo de carretera siempre parece el mismo, inalterable, los dos hombres que se dedican a habilitarlo dejan de serlo progresivamente. Es curioso cómo el proceso de regeneración de la tierra quemada puede, a pesar del dolor de la pérdida, alumbrar un poco de belleza para la esperanza. A veces es la condensación de rocío que se derrama por la arboleda, en otros casos los riachuelos que han conseguido hacer vida independiente de su origen. A Lance y Alvin les sucede algo parecido: cuantas más veces coinciden en el camino con el anciano del camión, más se despegan de ese margen modesto por el que se han movido; más aprenden a encontrar otra puerta de salida que les invite a compartir sus soledades, a que nada de su pasado sea como el carnet de piloto de aquella anciana. Un recuerdo calcinado del que ya no podemos servirnos. Crear otra memoria, otra línea, como las franjas de la carretera, para compartir nuevos capítulos de la vida.

 

En algún lugar de Texas, entre 1987 y 2011

Prince Avalanche se inicia con un cartel que explica las devastadoras consecuencias de un incendio que asoló Texas durante 1987. En aquella época, David Gordon Green tenía casi la edad de Lance, aunque quizá no pensaba en meterle mano a Maggie Johnston durante la fiesta del sábado por la noche. Quizá, como muchos adolescentes, aglutinaba instantes vitales en ese libro mental de recortes que todos tenemos para, en el futuro, explicarnos de dónde venimos. Ninguna época como la adolescencia expresa mejor el sentido de la amistad, sus vínculos y decepciones; probablemente tampoco en otra época tendríamos tantas ganas, como les sucede a Lance y Alvin, de acudir a un certamen al que asisten aspirantes a aspirantes de Miss América. Qué importa si a cambio podemos gozar de una sensibilidad que aún no ha aprendido a encerrarse entre los límites de nuestro mundo; que aún no sabe lo que significa la soledad, pero en cambio sí lo que quiere decir compartir.

prince-avalanche-movie

Entre 1987 y el final del rodaje de Prince Avalanche median no solo dos incendios, también dos edades. Si en aquella época Green tenía la edad de Lance, en 2011 tiene la de Alvin. Por eso, la sensación es que este filme es, por momentos, una carta al adolescente que, es posible, nunca fue y al adulto que seguramente ha acabado siendo. Esa carta en la que tarde o temprano descubrimos el sentido de las cosas y empezamos a dejarnos llevar sin la necesidad de un manual de uso, aunque por el camino nos equivoquemos unas cuantas veces. A buen seguro, el paréntesis entre esas dos edades abarcará promesas que nunca cumplimos, páginas que desearíamos arrancar de nuestros diarios personales, todas las cosas bellas que sentimos por primera vez, la vehemencia con que defendimos nuestras ideas o el temblor que sentimos al pisar aquellos lugares que todavía no conocíamos. Gestos, imágenes, palabras o sensaciones que nunca tienen la misma intensidad, pero que siempre queremos sentir.

A pesar de sus fugas hacia la comedia, David Gordon Green nunca ha abandonado los paisajes de Arkansas o Texas, donde ha apuntalado pacientemente un microcosmos de belleza modesta y sentimientos auténticos. En suma, el hábitat en el que conviven Alvin y Lance, entre el pop que dispara la radio y el deseo ferviente de mojar los pies en el Colorado. Allí, entre valles perdidos desde donde contemplar un atardecer; entre el vaho del cristal de la camioneta que nos obliga a encender los faros antiniebla; entre el puñado de nieve que se derrite en nuestra mano antes de lanzarlo en una batalla de bolas; allí es donde reside la autenticidad de los sentimientos de Alvin y Lance. Su vida y sus andanzas.