De jueves a domingo

¿Cuánto [nos] falta?

 

“El que haya inventado el matrimonio es un ingenioso torturador.

Es una institución comprometida con el embotamiento de los sentimientos.

El propósito del matrimonio es la repetición.

Su mayor aspiración es la creación de mutuas y sólidas dependencias.

Las peleas al final se vuelven inútiles,

a menos que siempre se esté preparado para actuar en consecuencia

–es decir, poner fin al matrimonio […]”.

(Renacida. Diarios tempranos 1947-1964, Susan Sontag) (1)

 

Cualquiera que haya sido niño y que haya hecho algún tipo de viaje de media o larga distancia en familia habrá lanzado esa pregunta del título a sus progenitores con un tono combinado entre impaciente y lastimero. Manuel, que tiene siete años, está inquieto por llegar al destino e interroga: “¿Cuánto falta?”. Junto a su hermana Lucía, de diez, y junto a sus padres se desplazan en coche hacia el norte de Chile en De jueves a domingo (2012), atravesando la árida orografía durante una excursión familiar que se presiente como la última. Frente a la duda pragmática, urgente y explicitada de Manuel, la mirada de Lucía, nuestros ojos en la película, es reposada y cauta, y su percepción responde a un tiempo más detenido, fuera de las esferas de agujas, aunque también busca respuestas pese a que los adultos, torpemente, traten de escondérselas o enmascararlas. A través de su silenciosa observación, como un testigo agazapado y casi mudo, Lucía trata de completar el puzle para comprender y sobrellevar el desmoronamiento conyugal que están protagonizando sus padres. El tiempo material en cifras que reclama Manuel contrapuesto al transcurrir congelado del mismo entre los padres presenciado por su hermana.

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En un afortunado debut, la chilena Dominga Sotomayor muestra una habilidad especial para plantear en imágenes la sensibilidad de una mirada infantil que asiste a una unión adulta resquebrajada. No es extraño remontarse a los cortometrajes de la realizadora y comprobar ese interés temático ya existente en piezas como Videojuego (2009) y Debajo (2007) y cómo, además, posee una voluntad de experimentar con la perspectiva, las tomas largas, el encuadre y la fragmentación para forzar al espectador a asumir un ángulo incómodo, una posición poco habitual y seguramente olvidada de cuando éramos niños. En De jueves a domingo contemplamos pedazos, por un lado, y planos muy generales, por otro: o bien estamos tan cerca que no apreciamos el conjunto o tan lejos que los individuos quedan engullidos en la abstracción, casi camuflada su carne con la arena.

Dejado atrás el hogar –al que , y como es propio en este subgénero clásico de la road movie, ya no se regresará de igual manera–, cargado el maletero y despertados los niños, la ópera prima de Dominga arranca con un significativo plano fijo inicial de cuatro minutos: la niña duerme en su cama; afuera, separados por la ventana de su habitación (como la frontera con el exterior que luego supondrán los cristales del coche), los adultos en penumbra cargan el coche; el padre viene a despertarla y la conduce en brazos al auto. Así arranca el viaje errático de esta familia en desintegración, tras el sueño que conduce a la carretera en pleno día y a una canción nostálgica, pero también a las frases escuetas que irán dejando entrever, desde una ambigüedad inicial a una rotunda e indefectible certeza, que, como diría Woody Allen, lo que tienen sus padres entre las manos es un tiburón muerto. Desde el espacio trasero en el que viaja Lucía la distancia entre el asiento del conductor y el del copiloto se siente kilométrica, insalvable y, además, el carácter siniestro de lo que cuentan la radio y los relatos orales intensifican esa sensación de último hálito del matrimonio. El coche como microcosmos, la vida como recorrido entre el asiento trasero donde se desarrolla la infancia y el volante que tomamos cuando crecemos. Lucía empieza a avanzar en ese camino.

 

Y EL VIAJE CONTINÚA

De jueves a domingo logra transmitir una sensación de extrema fragilidad (se suma el hecho de haber sido rodada en súper 16 mm), como si la película pudiera romperse en cualquier momento, como si hubiera algo amenazándola, algo que no conseguimos ver totalmente (o que nos resistimos a ver del todo). Y, por tanto, la reconstrucción no viene solo a partir de las palabras sueltas que se dirigen los padres o los gestos y miradas que se dedican (más bien, su ausencia), sino de que, como somos los ojos de Lucía, quizá también como hija nos debatimos entre aquello que vemos, aquello que no alcanzamos a ver y aquello que nos resistimos a ver. Y, de pronto, sí que ocurre algo y, aunque diferente, Lucía parece entrar en esa dimensión extraña, incierta y suspendida que en Yuki & Nina (2009), la película de Nobuhiro Suwa, le permitía a Yuki no solo llevar a cabo una transición temporal, sino un salto entre continentes y un proceso de maduración.

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Lucía, que no obstaculizará para evitar el alejamiento entre sus padres a la manera de Yuki, sí que asume de alguna manera una misión de reunificación en un momento muy preciso e intenso durante el cual la relación de la película con el tiempo sufrirá la deformación más extrema en relación al reloj convencional que mencionábamos. La madre desaparece contrariada en medio del desierto a la hora y veinte de película, como si se tratara de un personaje que se disuelve en un filme de Antonioni. El resto la espera, pero no regresa. Lucía opta por salir en su búsqueda y se pierde y, como si se tratara de una secuencia a lo Gerry (Gus Van Sant, 2002), de pronto nosotros tampoco sabemos dónde ni cuándo estamos. ¿Nos habremos salido de la película? ¿O estaremos tan dentro de ella que no sabemos si volveremos a ver a nuestra familia? El miedo hace que el tiempo se haga grande.

Cuando Lucía regresa a donde dejó el auto tras su búsqueda infructuosa, tampoco queda nadie allí. Todos, desperdigados por el paisaje. Llega la noche y la niña acepta, como en el final de Debajo, que no puede hacer mucho más que esperar el eclipse bajo el cielo. Será quizás entonces cuando comprendamos, por primera ocasión en nuestra vida, que aunque deseemos con todas nuestras fuerzas que algo no ocurra, la realidad impone algunas veces distancias insalvables y finales ineludibles. Y tras esa aceptación sí puede entonces volver la madre al rebaño, los niños a la baca, el auto puede salir del encuadre y quedarse el desierto a solas. Y el tiburón muerto, y la canción que sonó más en el filme (Quiero dormir cansado) y las terribles palabras que se nos cruzaron de Sontag podrían irse convirtiendo en un eco cada vez más tenue y el viaje debería entonces continuar para trazar nuevos caminos.

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(1) SONTAG, Susan: Renacida. Diarios tempranos 1947-1964, Debolsillo, abril 2012, pág. 77.

 

© Covadonga G. Lahera, abril de 2013.