Tierra prometida

La tierra es de quien la trabaja

 

La tercera película de Gus Van Sant tras su regreso a lo que se entiende por cine industrial es aparentemente la más convencional e impersonal de todas. Milk (2008) tenía el componente reinvidicativo de la militancia gay, así como ciertas concomitancias con su ópera prima, Mala noche (Bad Night, 1985). Por su parte, Restless (2011) rescataba el mundo adolescente y esa idea tan cercana de la muerte y la culpa que marcó sus películas de la década pasada (Gerry, Elephant, Last Days y Paranoid Park). Es difícil encontrar parecidos con Tierra prometida (Promised Land, 2012), donde un par de empleados de una multinacional (llamada Global) viajan a un típico pueblo del interior para convencer a sus habitantes de las bondades del fracking y conseguir que firmen un documento permitiendo que la compañía prospecte en sus propiedades.

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El filme sigue el esquema de la progresiva toma de conciencia de un hombre que comienza defendiendo una causa innoble. Se puede decir que es mucho menos ambiguo, tanto en planteamiento como en resolución, que Río salvaje (Wild River, 1960) de Elia Kazan, donde el protagonista, interpretado por Montgomery Clift, era aparentemente el defensor del bien común (al revés que el Matt Damon del filme de Van Sant, que trabaja para una oscura multinacional), y su rival era una anciana anclada en los peores valores del Sur norteamericano. Kazan planteaba este duelo dándole a la anciana su parte de razón, proponiendo al final que quizás se había llegado a una resolución justa, pero no necesariamente mejor. En cambio, en Tierra prometida no existe esa duda. La multinacional siempre resulta amenazante y corrupta, con esos directivos que solo se manifiestan a través de pantallas electrónicas, como un ente virtual, desprovisto de humanidad. La gente del pueblo, mejores o peores, aparecen como gente sencilla, ingenua y trabajadora. El planteamiento de la película es abiertamente maniqueo, así dispuesto por la conciencia liberal de sus guionistas, el protagonista y productor Matt Damon y su amigo Jon Krasinski, también con un papel en la película. Incluso la presencia de Damon y McDormand como los representantes de Global parece una estrategia para no causar rechazo en el público: dos actores acostumbrados a realizar papeles simpáticos generan la idea en el espectador de que su evolución a lo largo del filme será positiva.

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A pesar de todo lo dicho anteriormente, sí hay algo que une Tierra prometida con las dos anteriores películas de Van Sant. Porque, aun siendo películas convencionales, todas ellas comparten desinterés narrativo, un desarrollo lleno de lagunas; se niegan a ser crónicas pormenorizadas de los hechos que relatan. Quizás se deba a errores de guión, pero eso es al mismo tiempo una falla que permite a la película y a Van Sant encontrar otro camino: en Milk, a través de sus elipsis temporales, sus saltos de lo público a lo doméstico y creando claros desequilibrios en la estructura; en Restless, privilegiando los momentos concretos por encima de la línea argumental. Lo importante es el instante y no aquello que une dos escenas, por lo que se puede decir que Van Sant no es un buen narrador de historias, sino que prefiere filmar cada escena como si fuese un ente separado del resto. Esto por supuesto es muy evidente en Last Days o Paranoid Park.

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En Tierra prometida hay una escena fantástica que explica muy bien cómo Van Sant se desinteresa de lo argumental para buscar algo más allá a través de la imagen. En un momento de la película, uno de los planes del protagonista, Steve Butler (Damon), para parecer más amistoso de cara al pueblo (montar una feria recreativa), fracasa. Entonces aparece Frank Yates (Hal Holbrook), el viejo profesor jubilado que ha puesto al pueblo en su contra poniendo en duda las buenas intenciones de Global. Frank invita a Steve y a su compañera a cenar. Van Sant filma esa escena de una manera muy determinada: mantiene la figura de Damon en primer plano y el resto del encuadre está desenfocado. El director se queda con su protagonista y se desliga por completo de la escena, donde el resto de los comensales habla de intrascendencias, hasta el punto de que el sonido parece imperceptible. Van Sant filma el perfil de Damon y recorre sus hombros con la cámara. Ahí precisamente creo que está el interés de la película, en cómo el director consigue huir del mecánico guión que le obliga a ir girando el volante en cada curva para concentrarse en la expresión de ese sentimiento de humillación que, poco a poco, va creciendo en el protagonista al sentirse partícipe de la destrucción de ese paisaje, de esa tierra prometida. En otra escena, una de las finales, Steve decide redimirse y decirle a todo el pueblo que en su opinión deberían rechazar el trato. De nuevo, lo importante no creo que sea la declaración en sí, que nuevamente es una serie de tópicos sobre la necesidad del hogar, la pureza y la dignidad, algo muy del cine liberal-industrial de Hollywood. Lo realmente genial de la escena es cómo Van Sant la convierte en un baile de rostros, en la que el redimido Steve se va convirtiendo poco a poco en uno más de la comunidad. Van Sant filma con dedicación y con emoción a todas esas personas sentadas que, primero con cara de preocupación y luego con comprensión, miran al derrotado Steve. Hay una pureza primitiva y el cineasta les otorga una dignidad que está más allá de su condición social, económica o ideológica.

Si a Van Sant siempre se le había considerado un nihilista por sus películas sobre individuos aislados, marginales y antisociales (a veces por propia voluntad), en Tierra prometida inicia un nuevo camino que quizás ya se vislumbraba en Milk. Un cine cívico basado en la tradición, no como un paso atrás conservador sino como búsqueda de unos valores y una realidad que fueron los que crearon América. Un cine americano, pionero. No está lejos la idea de esta película de los cientos de westerns basados en las disputas entre pequeños campesinos y grandes propietarios de ganado, que tuvieron quizás su punto final en la memorable La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980) restaurada en 2012 y que en mi opinión tiene una manera de (ad)mirar a los personajes anónimos muy parecida a la de Van Sant en Tierra prometida. Tampoco está lejos de Golpe de efecto (Trouble with the Curve, 2012) la fantástica y menospreciada película de Robert Lorenz y apadrinada por Clint Eastwood. Ambas son igual de maniqueas y simplistas en su guión, pero al mismo tiempo tan humanistas, tan abiertas y tan consideradas con sus actores/personajes a la hora de filmarlos. En ambas hay una reacción de la tradición frente al progreso, pero sin que eso sea algo negativo. El progreso, entendido de manera depredadora, como lo explicaba Pedro Costa en una magnífica entrevista a la revista Cinergia: «eso es José Sócrates y Cávaco da Silva, esos quieren progreso. Yo no quiero ningún progreso. Ninguno. Todo lo contrario, porque el progreso termina en esto, en los no sé cuántos miles de desempleados, los pobres, esta tristeza que vemos. Es decir, el progreso es una mentira y el estilo es una mentira».

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Van Sant primitivo, en busca de imágenes reales, imágenes cuyo significado nazca de la propia tierra. Imágenes liberadas frente a un Hollywood industrial, en constante progreso. Frente a la presencia amenazante de esos empresarios que solo se manifiestan a través de una pantalla digital. Frente a ellos, el cielo y la tierra, el paisaje. La ceniza y la arcilla, como dice el tema de The Milk Carton Kids que cierra el filme.