Warrior

Violencia terapéutica

 

Primer asalto. Experiencia

Algunas películas te dejan seco. Exhausto. Algunas películas saben cómo vaciarte, cómo derribar tus defensas emocionales. Es una sensación contradictoria, notar que una película penetra en tu sistema inmunológico porque, al mismo tiempo, provoca frustración (¡te están invadiendo en tu intimidad!) y placer, ya que sientes que hay alguien (un guionista, un director…) que conoce su oficio.

He visto Warrior (Gavin O’Connor, 2011) dos veces y en ambas ocasiones la película ha tenido ese efecto en mí. Irremediablemente, sin lugar para la rebelión, el drama se clava en los huesos y, una vez la infección ha arraigado por dentro, crece y crece hasta explotar al final en una especie de atroz eyaculación sensorial que aúna salvajemente  agotamiento y relajación. Películas como Warrior son una escalada; una escalada a una montaña muy, muy alta; una escalada que lacera los músculos, que secciona la carne del rostro, que congela el alma, pero que termina con la conquista de la cumbre y con esa típica y obscena mezcla de dolor por el sufrimiento y de placer por haber culminado con éxito la prueba. En el límite entre la experiencia racional y el impacto emocional, es complicado mantener la sobriedad analítica mientras las imágenes te sacuden, te zarandean de lado a lado.

Algo de todo esto hay en Warrior, que con su modestia formal es capaz de provocar verdaderos terremotos intestinales, reflujos de ácidos internos que brotan desorientados y aturdidos. Qué hermoso que una película sea capaz de hacerte revolver nervioso en tu butaca y que no sea por aburrimiento. Qué belleza tan irrefutable en el gesto involuntario de llevarte una mano a la boca y morderla. Qué éxtasis del alma cuando un corte a negro de la imagen para dar paso a los créditos finales arranca un aplauso rabioso y sincero. Qué dolor más dulce cuando la película ha penetrado en tu ser de manera furtiva, salvaje, impertinente, para decirte: “¡Eh! ¡Ya no me vas a olvidar nunca más!”. Y sabes que tiene razón, porque los músculos del análisis crítico están maltrechos, descuajaringados, incapacitados –de entrada– para un comentario sensato porque la euforia los ha desestabilizado.

 

Segundo asalto. Violencia

Aunque cueste admitirlo, somos animales violentos. Está en nuestra naturaleza resolver los conflictos mediante el uso de la fuerza antes que con la razón. Las leyes, costumbres y los usos de los que nos hemos dotado con el paso de los siglos están orientados, en no poca medida, a sepultar nuestro salvajismo, a domesticarlo. También a enseñarnos que la violencia es un recurso, pero no el único y no necesariamente el más adecuado. En general, aprendemos desde pequeños a canalizar nuestra violencia en direcciones dóciles que no puedan herir al prójimo, y se nos enseña a resolver nuestras diferencias mediante el uso del intelecto más que el de los puños.

Pero es imposible abstraerse de nuestra esencia, no podemos dejar de ser lo que somos y la violencia nos acompaña a lo largo de nuestras vidas en múltiples formas, tamaños e intensidades: en la lectura de una noticia que nos indigna, sentimos violencia; ante la visión de la pobreza, sentimos violencia; ante una injusticia, sentimos violencia; cuando nuestro superior nos trata de manera incorrecta, sentimos violencia; si el ordenador no quiere arrancar justo el día en el que es necesario imprimir un documento importante, sentimos violencia… La violencia está ahí, invisible pero real, dispuesta a saltar sobre nosotros en cualquier ocasión.

Tom Hardy y Nick Nolte - Warrior

Aun así, la ahogamos, la reprimimos, la esterilizamos…, siempre que podemos. Si no es posible, a veces brota con consecuencias imprevisibles, aunque a veces conseguimos canalizarla en formas y métodos que a menudo dejan de ser lesivos, tanto para nosotros como para los que nos rodean. Entregarse a un videojuego de disparos o a un sexo furioso o al disfrute de una película de acción, son formas comunes a las que recurre mucha gente para destilar la violencia y dejarla en un estado inofensivo. Pero en ocasiones no hay más remedio que escupirla contra alguien.  En el peor de los casos, durante años y de manera sostenida. Brendan y Tommy, los dos hermanos protagonistas de Warrior, no se han hablado en mucho, mucho tiempo. Ambos, boxeadores de Artes Marciales Mixtas; ambos, compiten por el favor del padre, Paddy, que escogió entrenar a Tommy. Dos vértices de un triángulo de violencia que se completa con el padre alcohólico que forzó la huida de la madre, que acabó muriendo en penosas circunstancias, y por lo que ninguno de los dos hermanos quiere saber nada del padre. La tormenta familiar perfecta.

La violencia de este triángulo no es física –no al menos hasta la escena final–, pero es incómoda y se hace patente en varios momentos. En el encuentro entre Brendan y Paddy, por ejemplo, que termina con una negación explícita y cruel de la figura paterna; en la presión del banco que obliga a Brendan (como única alternativa para no perder la casa) a romper una promesa hecha a su mujer y jugarse la vida en el cuadrilátero; en el duro momento frente a las máquinas tragaperras en el que Tommy destroza a su padre con pocos pero descarnados argumentos. La costura narrativa de Warrior apenas es suficiente para contener esta tensión, que subyace de fondo todo el tiempo y va haciéndose cada vez más espesa, marcando casi cada diálogo y casi cada postura. Irrespirable para nosotros, irrespirable para Paddy, que ante la doble violación emocional de sus hijos sucumbe de nuevo al influjo de la botella del que llevaba 1.000 días alejado.

 

Tercer asalto. Infierno

Sartre dijo que el infierno son los otros, que en su mirada está nuestra condena. Brendan y Tommy, antes de la tremenda secuencia final, solo se cruzan en una ocasión, suficiente para pulsar el infierno al que cada uno de ellos es sometido por el otro. La violencia les impide comunicarse, no pueden superar ese muro, no hablan el mismo idioma. En el caso de Tommy es más que evidente: ha sido incapaz, en su educación emocional, de desarrollar mecanismos de comunicación más allá de lo físico, de los gestos. El vocabulario es parco, apoyado muchas veces en miradas o en movimientos que albergan más significado que las mismas palabras. Brendan es un ejemplo más peliagudo porque es profesor de instituto, ergo se le asume una mayor cultura y control. Sin embargo, por las noches participa en peleas ilegales solo por el thrill de la descarga de adrenalina, lo que denota una malsana y reprimida fascinación por la violencia. Además, fracasa estrepitosamente en sus habilidades expresivas ya que es incapaz de justificar o de explicar esta atracción y directamente miente a Tess, su mujer para ocultarle sus aficiones nocturnas. Este escenario previo es determinante para entender hasta qué punto Brendan y Tommy están abocados al paroxismo de lo físico, es decir a la violencia de la pelea, para resolver sus diferencias. Es la antesala del infierno en el que ambos van a terminar.

Y hay, con todo, en este triángulo de odio y violencia, un elemento distorsionador que canaliza todo el dolor hasta el éxtasis final, que lo justifica plenamente y lo explica: Paddy. Porque sobre él recae el infierno de sus hijos, y sobre cada uno de sus hijos recae el infierno del hermano, pero él es el único que no escupe su infierno sobre nadie más. La llegada de Tommy, que había estado perdido en el ejército, despierta en él la necesidad de la redención, por lo que su mirada no es de odio, es de amor. Paddy es el único que proyecta amor en este diabólico triángulo, una figura consumida probablemente por el peso de la cultura irlandesa que le precede, tan esclava del rito católico y de conceptos asociados al Cristianismo como la salvación o el perdón. Es, pues, el amor del padre, más que el de los propios hermanos, el que conduce a la liberación moral de los tres personajes, el que permite la absolución, el que finalmente acaba por eliminar la violencia de este triángulo.

 

K.O. final. Dolor

Y esta violencia se resuelve, paradójicamente, con violencia. En un combate fratricida entre los dos hermanos al que están inexorablemente abocados desde que cruzan sus respectivos infiernos. Brendan se empeña en vivir, Tommy se empeña en morir, según la dicotomía planteada por Red en Cadena Perpetua (The Shawshank Redemption, 1994, Frank Darabont). Uno lucha por salir de su infierno, el otro lucha por hundirse más en él. Y ambos creen que su lucha es por la libertad, ambos piensan que llegar al final –uno de su ascenso y el otro de su descenso– supondrá desvincularse de sus dolorosas cargas emocionales. Es un complejo retrato del precio que puede acarrear pelear –literalmente, además– por la libertad, porque en el camino de los dos hermanos se establece un diálogo emocional con las personas a su alrededor (esencialmente Paddy y Tess) dominado por el sufrimiento en múltiples variables, desde el autoinfringido (Tommy) hasta el provocado involuntariamente (Brendan) o el directamente reprimido (Paddy). Por lo tanto, una de las tesis más interesantes de Warrior, y que corre paralela a la violencia impregnando toda la película en un binomio ciertamente demoledor, es que la lucha por la libertad personal genera dolor tanto en el interesado como en su entorno más próximo.

Tommy y Brandy - Warrior

Pero da igual, porque Brendan y Tommy no tienen más alternativa que arrastrarse por el lodo emocional y seguir avanzando hacia la meta. Son dos personas luchando contra la violencia y contra el dolor, y ahí aparece el genio de Beethoven, cuya Novena Sinfonía, usada de manera habitual como símbolo de la libertad,  articula en buena medida tanto el momento cumbre de la película –durante el combate final Frank, el entrenador de Brendan, le grita que escuche a Beethoven– como la soberbia banda sonora de Mark Isham –uno de los fragmentos más populares de esta sinfonía aparece subrepticiamente en algunos pasajes musicales–. En la actitud perseverante, rebelde, de Brendan y de Tommy, resuenan ecos de la revolución que supuso esta sinfonía (hasta ella todas eran instrumentales, Beethoven fue el primero que añadió voces). Los dos hermanos, como Beethoven, bregando contra sus propios límites personales, no aceptándolos, dinamitándolos para siempre.

En el camino de los dos hermanos solo se interpone un único escollo: el otro hermano. O mejor dicho, la mirada del otro, de nuevo en términos sartrianos. Porque lo que en realidad impide a Brendan y a Tommy avanzar con sus vidas no son ni la hipoteca ni el remordimiento, sino el infierno que proyectan el uno en el otro, sus miradas de odio, su incomunicación. Es el pasado que les atrapa en sus lastimosas redes, les abraza mortalmente y les aboca a un único modo de resolución, el combate directo y frontal. Una pelea que, está claro, no tiene nada de competitiva, ni tan solo de deportiva, y sí mucho de zanjar deudas con el pasado, de cerrar heridas por la vía de una violencia terapéutica (concepto polémico, este, que me planteó la misma persona que defendió Warrior en Sitges: ¿es lícito el uso de la violencia para superar los traumas?). Una confrontación final épica, terriblemente dolorosa, que acaba convirtiéndose a través de los puñetazos y de la sangre chorreando en un verdadero acto de amor: Brendan, con su hermano contra las cuerdas y un brazo dislocado, le pide perdón por todos los años de incomunicación y le obliga a rendirse para no infringirle más daño gritándole “te quiero”. Y al final, Brendan y Tommy salen abrazados del cuadrilátero ante la descompuesta pero satisfecha mirada de Paddy, que comprende que sus hijos ya no habitan en sus respectivos infiernos y que quizás, pero solo quizás, incluso él ya no habita en su propio infierno.

 

© Javi Cózar, noviembre 2012