Los trajes de Jim Jarmusch

Todo es posible

 

Ni las rastas, ni la barba, ni tan siquiera el porte o la sonrisa. Raymond es otro. Luce más recio y pulcro, también más contenido y silencioso. No solo ha perdido su nombre (ahora es Lone Man, suerte de arquetipo jarmuschiano) sino que se ha desprendido de su identidad y vitalidad; está vacío. Puede que sea un personaje realmente distinto, que el Isaach De Bankolé de 2009 nada tenga que ver con el de 1999, pero sospecho que no es así. ¿Qué ha ocurrido entonces? La respuesta cabe buscarla en una furgoneta ambulante, en una heladería móvil llamada Boule Glacée. Cuando la entrega se produjo, nada lucía bien: un gánster había preguntado a Raymond por Ghost Dog y este intuía la inminencia de su fin. El samurái tuvo, sin embargo, un último arrebato de lucidez y obsequió a su amigo con dos regalos: una maleta (armas y dinero) y un traje (azul). Sí, el fantasma iba a morir, pero su legado sentimental y material perduraría en Raymond.

Entre la segunda y la tercera imagen no solo ha transcurrido una década sino también una muerte. La pérdida repentina de un camarada despierta un gesto desencantado y una rabia interior. ¿Cómo lograr que cicatricen las heridas? ¿Cómo redimirse? Raymond no luce ya el mismo traje que le regalaron (el nuevo es algo más grisáceo)(1), pero sí es un asesino asceta como Ghost Dog. El mundo es, sin embargo, un lugar más abstracto. No es posible ya ser fiel a los códigos de una tradición palpable (la japonesa) y Lone Man rinde ahora tributo a un maestro intangible: la imaginación. No necesita ni tan siquiera de armas, más allá de la música, la ciencia, el cine, la pintura y las drogas. La herencia del samurái perdura (las notas de papel, el ejercicio físico, la pulcritud) y Raymond aún busca las palomas de su amigo en el cielo de Madrid, pero la batalla que libra es todavía mayor. Si Ghost Dog nos enseñaba a vivir la realidad de otro modo, él nos invita a pensarla libremente.

Todo es subjetivo. Todo depende del cristal con que se mire. ¿Cómo no va a serlo? Así ocurría ya en un relato de Rashômon (2), aquel que gustaba tanto al personaje de Forest Whitaker por sus múltiples puntos de vista sobre un mismo hecho. En Los límites del control, la realidad es, si cabe, más arbitraria, pues parece posible que esta se convierta en lo que deseemos: nuestra realidad. Los Macguffins del cine (llaves, cerillas, diamantes, mapas, códigos, tazas de café) no son más que una invitación a imaginar, a construir la ficción (y la vida) mentalmente. Estrangular con una cuerda de guitarra al poder financiero (¡pobre Bill Murray!) tiene algo de poético, pero aquí preferimos celebrar la blancura de la nota y del lienzo. Todo está por hacer. Todo es posible. Incluso volver a 1999 y recuperar la identidad (y los colores) perdidos en esa furgoneta. Raymond est de retour.

 

*Imágenes pertenecientes a Ghost Dog, el camino del samurái (Ghost Dog: The Way of the Samurai, 1999) y Los límites del control (The Limits of Control, 2009), ambas dirigidas por Jim Jarmusch.

 

(1) De hecho, el personaje vestirá dos trajes más durante la película: uno marrón y uno gris. Los colores parecen adaptarse al paisaje de la acción y también varían en función de la iluminación de cada plano. Bankolé es una presencia camaleónica.

(2) El cuento se titula Yabu no naka y se publicó en 1922. Lo escribió el japonés Ryūnosuke Akutagawa e inspiró a Akira Kurosawa para su Rashômon (1950).

 

© Carles Matamoros, diciembre 2012