Una crónica a destiempo: la mitología cannoise

Cannes no termina nunca

Cartel de Cannes 2023

Han pasado casi tres meses desde que terminó la edición 2023 del festival de Cannes. Salvo excepciones, como Asteroid City de Wes Anderson, la mayoría de las películas que allí fueron proyectadas siguen sin haberse estrenado comercialmente y sin circular por otros festivales. Este limbo raro, en el que el certamen ya no es actualidad y sus películas tampoco forman parte todavía del debate cinéfilo amplio, ofrece la distancia justa para interrogarse sobre el efecto Cannes y la vigencia de su ¿sobredimensionada? mitología. 

Es una perogrullada, pero la mayoría de festivales empiezan el día en que se proyecta su película de inauguración. Algunos, los que despiertan más expectativa, se activan en el momento en que se revela su programación y asistentes y curiosos pueden buscar información sobre los films que la componen. Cannes, no. Cannes no termina nunca. No me refiero a la fatiga que sobrecoge a quienes nos desplazamos allí a cubrirlo. Tampoco al hartazgo de quienes, desde la distancia, ven su timeline invadido por el hashtag cannoise de turno, opiniones peregrinas y bromas privadas entre acreditados. No, de lo que estoy hablando es de que, tan buen punto se recoge la alfombra roja y el Palais du Festival cierra las puertas tras la sesión final, se activan los engranajes de la próxima edición. ¿Exagero? Solo un poco: durante una de las presentaciones del documental de Steve McQueen Occupied City, proyectado fuera de competición al inicio del festival de 2023, el delegado general y director artístico del certamen Thierry Frémaux dejó caer que la próxima cinta de ficción del cineasta, Blitz, formará parte de la competición de 2024. Poco importa si la afirmación tenía algún tipo de fundamento o era una bravata-deseo para colocar jocosamente a McQueen en una posición de cierto compromiso. Lo importante es que las mentes del festival ya están proyectándose hacia el futuro, alimentando la expectativa por lo que ofrecerá dentro de doce meses. De hecho, en su revelador diario Selection officielle, que cubre el arco que va del final del festival de 2015 a la celebración del de 2016, Frémaux explicaba que el siguiente Cannes siempre empezaba con una lista temprana de aquellos directores que le constaba que estaban trabajando en una nueva obra, monitorizada y actualizada cada ciertas semanas.

Rueda de prensa de presentación de la selección de Cannes 2023

Esta anticipación, en cualquier caso, no ha de resultar particularmente extraña, pues forma parte de la responsabilidad de dirigir un evento de relieve, sea del ámbito que sea. Pero sí es significativo que, cuando se trata del festival francés, la mirada al horizonte ataña no solo a sus responsables directos sino que sea reclamada por una parte de la cinefilia. No hay mejor ejemplo de ello que la adictiva página de actualidad/rumorología (y, en ocasiones, crítica) World of Reel, operada por Jordan Ruinmy, que tiene como contenido regular a lo largo del año las quinielas de lo que podrá verse en la Croisette, con un tesón superior a la especulación dedicada a Venecia, Toronto o Telluride (en algunos casos, las programaciones de estos festivales parecen servirle al crítico para apuntalar o descartar los pronósticos de Cannes, y viceversa). Otros medios prefieren esperar a que los festivales de otoño consuman el cierre del curso en el circuito arthouse para aventurar sus primeras apuestas. Y para enero/febrero, rara es la cabecera que no se ha animado a recopilar un puñado de títulos con posibilidades de formar parte de la sección oficial, desplazando el foco de eventos inminentes como Sundance o Berlín. Y, a título individual, no son pocos los profesionales que celebran y hacen aspavientos ante cualquier novedad o movimiento del festival.

Dicha centralidad y omnipresencia se debe, probablemente, al lugar mítico que Cannes ha sabido mantener en el imaginario cinéfilo a lo largo de su historia. Venecia y Berlín pueden ser grandes festivales, con años brillantes y otros más discretos, pero Cannes es… Cannes. El propio certamen alimenta su estatus arcádico, por ejemplo a través de las declaraciones en que Frémaux deja entrever que el festival es el lugar predilecto para el lanzamiento de cualquier película (excepto si hay una major estadounidense de por medio), y que si no forma parte de su programación es debido a que no estaba acabada o a que no se la ha considerado adecuada (en el citado Selection officielle se jacta incluso de hacer un favor a las obras que ha rechazado, dejándolas marchar para que brillen en contextos “menos exigentes”). De ahí se deriva el pensamiento, asumido por muchos frentes, de que su selección oficial (y, en concreto, su competición) ha de conformar un ideal del cine en curso. El reto del comité de programación se transforma en el material del que están hechos los sueños cinéfilos, y ese festival posible proyecta esperanzas, ilusiones y filias. Pero, evidentemente, el inconveniente de los sueños y los mitos es que su relación con lo real, en caso de que exista, está deformada. Por eso, la fuerza de Cannes tiene más de subconsciente, de imaginarlo (y de imaginarse allí) que de vivirlo: nuestro fake line-up siempre será mejor, y la ilusión puede desvanecerse en el momento en que uno se encuentra sentado en la Debussy o alguna otra de sus salas, viendo por ejemplo Jeanne du Barry (Maïwenn), e inevitablemente piensa “¿para esto he venido?”. Algo que se hace todavía más patente cuando los films que han formado parte del festival llegan al circuito comercial y son recibidos, cada vez con mayor frecuencia, con indiferencia, independientemente de los elogios y reproches que cosecharan en el certamen.

Presentación de ‘Toni Erdmann’ en Cannes 2016

Con todo, hay que reconocer que una buena edición de Cannes difícilmente tiene rival en el mapamundi cinematográfico. Quien esto escribe ha vivido, al menos, una, la de 2016, donde los grandes nombres resistían la prueba de las expectativas y las sorpresas estallaban casi a diario, creando una burbuja de euforia difícil de explicar o trasladar a otros ámbitos. De ahí que no me haya atrevido a revisar Toni Erdmann desde entonces: estoy convencido de que la película de Maren Ade nunca será tan buena como cuando la vimos allí, en esa primera proyección para prensa, sin pistas y casi a regañadientes debido a su duración. Es justamente esa epifanía de ser “primer espectador” la que engancha y nos hace volver a los festivales, y a Cannes en particular. No tanto para decir “yo la vi primero” como para tener la oportunidad de hacer nuestra una película. En el momento de escribir estas líneas, y mientras me pregunto si tiene sentido plasmar estas ideas por escrito tanto tiempo después de la última edición del festival, aún no he visto Barbie (Great Gerwig) ni Oppenheimer (Christopher Nolan) —dos títulos, por cierto, que llegaron a estar en algunas quinielas para Cannes—, y creo que ya no las podré ver “por primera vez”: cuando acuda al cine no habrá descubrimiento, sino reconocimiento de los memes y tuits ingeniosos que se han cruzado en mi camino.

Pero, sobre todo, uno quiere estar allí porque sabe de proyecciones que han resultado memorables, porque ha visto nacer y morir películas en lo que dura un pase de prensa (en 2015, El hijo de Saúl —László Nemes— y The Sea of Trees —Gus Van Sant—, respectivamente) y porque hay la posibilidad de que lo que ocurra en Cannes se quede en Cannes (como Mektoub, my Love: intermezzo, de Abdellatif Kechiche, desaparecida de la faz de la tierra después de su escandaloso y, cuentan, épico, pase en 2019). Dicho de otro modo, y yendo a la que creo es la raíz de toda esta cuestión: lo cierto es que para el grueso de los mortales, y con esto me refiero a la prensa y profesionales de la industria que se citan en el festival, Cannes es lo más cerca que estarán de la historia del cine; una oportunidad de jugar un papel testimonial (o parasitario, si se quiere) en un evento memorable, aunque sea sumando un par de manos a esos aplausómetros que tan virales se han hecho en los últimos años. Por supuesto, ni todo lo que sucede en Cannes es historia del cine, ni toda la historia del cine pasa por Cannes (o por los festivales en general), pero es mérito del certamen haber instalado esa idea en una parte del inconsciente colectivo. Hace un tiempo, un amigo y compañero crítico, veterano del festival, se refería al hecho de acudir a Cannes como una responsabilidad, un rito obligatorio si se quería formar parte de cierta vanguardia crítica y contribuir a la construcción del discurso sobre el estado del cine. Aun sin estar de acuerdo con lo absoluto de esa afirmación, sí debo reconocer que estar allí, pasando hambre, calor (o, en el caso de este año, frío), haciendo colas y maldiciendo una y otra vez por quedarse sin entradas para tal o cual pase, crea una sensación de reconocimiento y de comunidad, de estar formando parte de algo, aunque sea de un circo.

«Film annonce du film qui n’existera jamais: «drôles de guerres»»

Si me remito a mi experiencia personal, son dos las ocasiones en que he sentido que presenciaba algo para el recuerdo, y en ambos casos en circunstancias de melancolía y duelo. La primera fue en 2015, cuando el festival homenajeó al recientemente fallecido Manoel de Oliveira estrenando internacionalmente Visita, ou memórias e confissões, ese film de “casa encantada” y remembranzas que el maestro portugués filmó, previsor, a principios de los ochenta y pidió que no se proyectara hasta después de su muerte. La otra ha sido este 2023, cuando tuvimos la última oportunidad de ver por primera vez unas imágenes de Jean-Luc Godard (miento: todos sabemos que a Godard, más que a ningún otro cineasta, siempre se le ve por primera vez, aunque creamos sabernos de memoria algunas de sus obras) con el estreno del cortometraje Film annonce du film qui n’existera jamais: «drôles de guerres», cuaderno de notas para una película tachada (una visibilización de lo anulado, al modo de Jacques Derrida) en la que el director se convierte, de modo final y literal, en esa voz espectral y quejumbrosa que llevaba años interpretando. En la sala Debussy, llena, se distinguían algunos ilustres, como Costa-Gavras, Jim Jarmusch, Gaspar Noé y Pedro Costa; cineastas despidiendo al genio y contribuyendo a lo más hermoso que ofrece Cannes: cuando se logra apagar el agobio de la alfombra roja y se va más allá de las castas que crean los distintos colores de las acreditaciones, lo que queda son, sencillamente, miradas hermanadas por la expectación y la ilusión de lo que puede suceder en la pantalla. El problema es creer que ese sentimiento es patrimonio exclusivo de la Costa Azul, por más que Cannes no termine nunca y me tenga pensando en él en pleno verano.  

 

© Gerard Casau, agosto de 2023